La melancolía del Dr Gonzo: Hunter Thompson tras la estela de Ernest Hemingway

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La melancolía del Dr Gonzo: Hunter Thompson tras la estela de Ernest Hemingway

29 Diciembre 2024

¿Qué llevó a Ernest Hemingway a concluir sus días en Ketchum, Idaho, “un pueblo de 683 habitantes”? Esa es la pregunta que se hace Hunter S. Thompson en la crónica publicada en el National Observer del 25 de mayo del 64 y que motiva, en principio, su visita al lugar. Creo, no obstante, que subyace allí algo más que la sola intención de echar luz sobre la anécdota. Son los primeros años de la década del 60, todavía no publicó el libro sobre los Hell’s Angels ni terminó de forjar el personaje que, años más tarde, le costará encarnar (“es difícil ser una caricatura todo el tiempo”, dijo a propósito de Uncle Duke, el personaje del cómic de Garry Trudeau, Doonesbury). Tenemos, en suma, a un Hunter que aún no ha dado en la tecla con su estilo; que se encuentra, por lo tanto, en la búsqueda de una voz, hurgando, en este caso en la estela del “escritor más famoso de Norteamérica”.

Hunter, decía, viaja a Ketchum con el fin de rastrear las razones que eclipsaron el carácter de Hemingway, un hombre que al final de su vida vivió de añoranzas: los buenos tiempos pasados, el tan significativo libro de memorias póstumo París era una fiesta y el retiro en un lugar remoto.

“Aquéllos eran ‘los buenos tiempos’, y Hemingway jamás logró superar el hecho de que no persistieran. Estuvo aquí (Ketchum) con su tercera esposa en 1947, pero luego se instaló en Cuba y no volvió hasta doce años después y ya era, por entonces, un hombre distinto, con otra esposa, Mary, y una visión distinta del mundo, de un mundo que en tiempos había logrado ‘ver claro y como un todo’”, escribe Hunter, según la traducción de Anagrama. Lo interesante acá, insisto, es ver un poco más allá de la circunstancia del suicidio de Hemingway, quiero decir: hay en esta crónica una suerte de formulación paralela que deja entrever la imagen del ‘escritor vencido’ que sobra en el mundo, la cual lo acechará bajo la forma de un destino posible, en sus obras posteriores.

Pienso en Fear and Loathing in Las Vegas, un libro que “señala el fin de una era”, según anotó en la introducción que salió en La gran caza del tiburón, un “vil epitafio a la Cultura de la droga de los años sesenta”. Es la crónica de una generación que ha perdido su Gran Batalla y que se aventura con vana obstinación en el Nuevo Mundo al compás de una música que ya nadie baila. Raoul Duke es un extraño, un ‘degenerado’, un ‘lisiado’, un ‘condenado’, según sus términos, y todo esto se lee muy claro en el corazón de la obra, ese capítulo que tituló con la cita de Art Linkletter. Es, literalmente, la mitad del libro, la cresta de la ola, para traer una de las imágenes que usa, el punto donde Hunter interrumpe el relato del viaje para despachar un gran saludo de despedida cargado de melancolía y diagnóstico.

Para Hemingway, la gloria fue París; para Hunter, la Costa Oeste.

Para Hemingway, la gloria fue París; para Hunter, la Costa Oeste. Las noches en el Fillmore y en el Matrix de San Francisco; los amaneceres arriba de la Lightning 650, yendo hacia ninguna parte, con la seguridad de que “había locura en todas direcciones, a cualquier hora”. Hunter traza el circuito donde bramaba la Historia entonces: Oakland, Berkeley, Richmond, Bahía, Golden Gate, Los Altos, La Honda… Un entramado urbano cuyo esplendor, a través de su memoria, vemos extinguirse: “Así que, en fin, menos de cinco años después, podías subir a un empinado cerro en Las Vegas y mirar al Oeste, y si tenías vista suficiente, podías ‘ver’ casi la línea que señalaba el nivel de máximo alcance de las aguas… aquel sitio donde el oleaje había roto al fin y había empezado a retroceder”.

“Había una fantástica sensación universal de que hiciésemos lo que hiciésemos era ‘correcto’, de que estábamos ganando…”. Pero, indefectiblemente, el mar –nos dice Hunter– un buen día se retrajo y dejó en la orilla los restos de un sueño cercenado: Vietnam, la represión del 68 en Chicago, el hartazgo de Dylan plasmado en Self Potrait, el advenimiento de los hippy businessmen que usaban “barba y rosarios para ocultar el triste hecho de que eran en verdad copias de carbón de los padres burgueses y comerciantes a quienes, con gran ira, durante tanto tiempo rechazaron”, según rememora en Fear and Loathing in America. Y Nixon, por supuesto, en quien Hunter veía una calamidad.

El fin de los años 60 fue abrupto y dio paso a un Nuevo Mundo cuya raíz –el Sueño Americano, esa promesa trastocada en fruta podrida– Hunter descubre en un casino de Las Vegas. Una ciudad enloquecida (insane, no crazy), poblada de plantas carnívoras; un fresco vivo que dispara escenas de “cómo sería la vida si los nazis hubiesen ganado la Guerra”; un cuenco desbordado de promesas falsas, de plata fácil y de ilusiones que, al final, engendran glotones espectros que lo devoran a uno.

El espíritu de Hemingway no toleró el Nuevo Mundo, de ahí –hipotetiza Hunter– su decisión final. Él, en cambio, encontró en Las Vegas una clave de entendimiento. Un mundo hostil, lúgubre, desagradable, pero comprensible al fin. Porque comprender es, a fin de cuentas, “ver claro y como un todo”, más allá de los mandatos del paladar, y esto se logra a través de la escritura, como señala prematuramente, no en un balbuceo intuitivo sino con expresa convicción, en una carta firmada en los años 50 que traduzco así: “Encuentro que, al poner las cosas por escrito, puedo entenderlas y verlas objetivamente. Y creo que ese es uno de los objetivos reales de la escritura, mostrar las cosas (o la vida) como son, y así descubrir la verdad entre el caos… Porque las palabras son meras herramientas y, si usás las correctas, podés incluso poner en orden tu vida, si no te mentís a vos mismo usando las incorrectas” (en The Proud Highway).

El libro póstumo sobre París, de Hemingway, sería, en este sentido, ese último manotazo lanzado antes de ahogarse en la derrota que significaba aceptar que ni arañando pedazos de recuerdos era posible entender el mundo que sobrevino.

Por todo ello, resulta claro que ese sesentero descenso al infierno (al igual que Dante y Martín Fierro, Raoul Duke desciende con un amigo: Virgilio, Cruz y el Dr Gonzo, respectivamente) es un texto de cierre y no de clausura dentro de su obra, y esto es evidente en las publicaciones posteriores. The Curse of Lono, Generation of Swine, e incluso las columnas para ESPN a principios de los 00, constituyen la prueba de que Hunter ni se petrificó, ni mucho menos se oxidó, y que el mundo, bien que mal, seguía cabiendo en su IBM Selectric I.