Leandro Llull, el que escribe según las reglas que arden en el pecho de los pájaros
En uno de los primeros poemas de La vida sin centro (Salta el Pez, 2022), Leandro Llull dice sobre la caleana major (conocida como orquídea pato volador): “se la ve pendiente, atenta, pensativa,/ buscando en su balance al pájaro/ que la ilumina más que el sol o la luna/ fría”. Estoy convencido de que, quizás sin saberlo, depositó en la flor las palabras justas con las que describiría el tono con el cual amalgamó este libro.
Porque si bien la escritura del mismo abarcó una franja amplia de años (como bien tuvo la amabilidad de contarme) y los temas tratados parecen mirarse desde la distancia, es ese tono que busca en su balance las palabras que van desde los afectos hasta el pensamiento desarrollado (“la cuca”, dice Leandro, parafraseando a Irene Gruss) el que traza una línea a través de los poemas y nos regala un hermoso hilo conductor que apenas se advierte por detrás de lo visible. Eso y las obsesiones, que son rastreables.
Para ello, el primer paso que da Llull es pararse en ese lugar donde “el tiempo, el espacio quedan sometidos”. Es así cómo puede traer de vuelta al mismo punto las “notas blancas crecidas junto al heladero”, las casas encastradas en la Bajada Ayolas en días de gomera al cuello y mujeres despinando junto al río crecido de diciembre. O puede trasladarse a una Berlín llena de nieve y es la risa de los niños la que resquebraja los copos acumulados.
Lo que sí resulta una constante es esa mirada que escruta la escena detenida para “arder como un fuego gris/ como quien contempla la luna sobre el agua helada”.
Juega con esos segundos donde la vida parece detenerse en un para siempre que no sabemos cuánto durará ni para qué, como esa imagen de una nadadora pintada en unos bloques de cemento que se internan en el mar sosteniendo “la gravedad del sendero en la escollera/ sin nadie más que el mar para ayudarla”. Como algo que no se entiende pero está ahí, tangible, extraño y tan nuestro a la vez.
En el fondo del coche, nadie habla mi lengua.
Veo caras y labios que se mueven,
oigo palabras cubiertas por la niebla.
Cuando la forma de las voces ya se fuga,
como se disuelven los contornos de las colinas
sobre el magma del estuario,
el sol es una ostra rosada que se esconde
y nacen en mí pensamientos contra el vidrio.
Ahora estoy afuera.
Escribo.
Leandro Llull nació en Rosario, en 1983. Publicó los libros Disonancia del jardín (EMR, 2009), Horas menores (Huesos de jibia, 2013), A los pibes crudos (VOX, 2015), Maratón (Ediciones 27 Pulqui, 2016), El gamo (Ediciones 27 Pulqui, 2019). Recibió el primer premio en el concurso municipal de poesía Felipe Aldana, de Rosario, en 2009; y el premio del FNA en 2013, y las becas de Estación Pringles en 2010 y del FNA en 2011. Se encuentra a cargo del taller de la Biblioteca C. C. Vigil.
En La vida sin centro desata toda la acción de la cual, la quietud, siente que es posible desplegar. Tal vez por eso se atreve a preguntar “si el afán por cerrar las cosas bajo las reglas del presente/ no es someter la vida a los barrotes de la época”.
Se atreve a preguntarlo porque, claramente, va a contramano de la misma cuando hace lugar al otro diciendo que “ya no hay nada en él, todo está afuera”. El otro es esa persona “que con la luz apagada y una pata menos en las lentes”… “saca cuentas para ganarle a la inflación” porque aquí “el yo es un lugar que nos pertenece a todos”.
Siempre me dijeron que el otro
era una réplica desteñida durmiendo con papeles
de diarios en un departamento vacío,
o una bestia fabulosa y sedienta de carne,
sangre, o simplemente una flor quieta,
una rosa sin viento.
Habría que tenerlo a raya, matarlo,
o dejarlo salir para que sea el dueño de todo.
Ante el espejo, navaja en mano, me pregunto
si no será una especie de rubor que crece
en las mejillas como una enredadera
y luego se desfolia en su fase otoñal,
si no somos apenas ese linde donde la cosa ocurre,
frontera que a nadie pertenece
y que ninguno puede, en rigor, usufructuar.
El otro es esa persona “que con la luz apagada y una pata menos en las lentes”… “saca cuentas para ganarle a la inflación” porque aquí “el yo es un lugar que nos pertenece a todos”.
La vida sin centro no significa una vida sin sentido, o que se deja pasar en el libre albedrío. Es más, me atrevería a decir que “centro” se resignifica no sólo en esa mirada hacia un descorrimiento vital, de alejamiento de un eje, sino también de un ejido.
Porque tanta contemplación de costas, puertos chicos con sus veleros y ríos que huyen, parece llevarnos bien lejos de los atascos de tráfico, el apuro laboral, los apretujamientos peatonales que suelen ser moneda corriente en la parte central de la ciudad.
Creo reconocer ese doble juego. Después de todo, es una apuesta más de alguien que se permite afirmar que “entre los pliegues de mi carne/ prometí secretamente/ vivir según las reglas que he visto/ arder en el pecho de los pájaros”.
Lo cual se parece mucho a despedirse con el “mantra” de la acacia (como si realizara un voto o rezo), haciéndonos dudar si ese brazo extendido que saluda en el final no es uno que nos está recibiendo:
El viento refresca las hojas que entreveran la luz,
su nieve de claridad y de sombra
que cae en manchas sobre mi cara
procede de ningún lado y de todas partes.
Las víboras del sol bajan por la enramada, dicen:
bienvenido a la vida sin centro.