Sonia Scarabelli: instantáneas de una lectura reunida

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Sonia Scarabelli: instantáneas de una lectura reunida

27 Febrero 2022

Por Leandro Llull

«Vivir con un corazón roto, pero con un corazón,

eso ya es algo, decimos»

Últimos veraneantes de febrero

Temperatura y color

Hasta Azogue inclusive, el calor de la voz de esta obra habitaba principalmente en las zonas de tensión imaginativa o musical. Era a través de las imágenes o las melodías de emotividad mesurada que la poética encontraba sus puntos de irradiación. La precisión, la fijeza, la penetración en espacios de invisibilidad solo sondables por el lenguaje marcaban el rasgo en el cual el fuego impasible del poema se hacía presente. Así, el resplandor del texto operaba en escala de grises, como en aguafuertes goyescas.

Flores que prefieren abrirse sobre aguas oscuras, si bien conserva aún el gesto solvente del verso enjoyado, suelta el imaginario hacia lugares de contacto patente con los seres queridos, abre sin duda un cuerpo a cuerpo entre la voz y los otros. La temperatura comienza a cambiar y las llamas de la emoción directa se apropian por completo de los versos, especialmente con El arte de silbar. En este libro, además del homenaje al padre concreto, al padre humanísimo, lo familiar que había ingresado en Flores… se instala ya con una entidad infranqueable y ocupa también los modos de la contemplación, trasladándose a las restantes criaturas.

Si el poema “Los comedores de papas” pudiera valernos como sinécdoque, se nos presentaría la posibilidad de aplicar un paralelismo con la pintura del venerado y siempre retomado Vincent Van Gogh para marcar el inicio de este movimiento. Porque así como el pintor holandés realizó un giro que importó la primacía del color sobre la luz, el trabajo de Sonia Scarabelli cambió de temperatura con la misma efectividad; de la iluminación goyesca que citábamos, pasó a la coloración radiante que le permitió recoger aquello hacia lo cual se vio inclinada: el candor de los afectos.

La frecuencia española

A pesar de su clara simpatía por la poesía anglosajona contemporánea, así como la china y japonesa en general, los versos de Sonia Scarabelli nunca dejaron de abrevar y extender la plasticidad de la lengua española.

Lo que en La Memoria del árbol, en Celebración de lo invisible y en Azogue se relaciona explícitamente a las cadencias naturales del castellano y su Siglo de oro —tanto en lo rítmico como en la elaboración sintáctica y semántica de los tropos—, a partir de El arte de silbar se transforma definitivamente en una comunión de otro orden, donde la plasticidad rinde culto a la sencillez y la luminosidad, como en los casos de Federico García Lorca, Miguel de Unamuno o José Martí.

El costado de la lengua que ahora se aborda responde a una búsqueda de claridad sonora en la que el sentido viaja en la música, y una vez percibido, en la gracia de los efectos de esas melodías prístinas, se enturbia hasta el punto justo en el que su obturación brinda el regalo del poema: una inmediatez renovada, celebrada y vista desde otra faz, como se nos afirma en “Tranquilidad de hablar”: “Mirá cómo lo que decimos la perfuma a la noche, / igual que si las palabras se abrieran como flores, / como si nuestro idioma fuera una flor rarísima, / de esas que se abren / aunque no haya luz”.

Introspección / Exterioridad

Celebración de lo invisible y Azogue, pero también La memoria del árbol, son trabajos donde la introspección se encuentra mediada por el espacio exterior. El afuera le brinda al yo un espejo a través del cual no necesita enunciarse y, en todo caso, su aparición ocurre a modo de descubrimiento o de pregunta por los fenómenos que atraviesan esa exterioridad y la conforman.

En la cita que abre Celebración..., leemos: “se nutren de un alimento / invisible al hombre”. Este alimento espiritual reemplaza el reflejo del cuerpo por el de una manifestación de aquello que solo el lenguaje puede denotar en su invisibilidad: “Un vuelo de campanas / cela el frágil imperio: / solo de oír / es plena esta sustancia”.

Análogamente, la fragilidad de la condición corporal apela al velamen de la imagen y esta última al tesoro de la lengua para ponerse a la vista. El verso se despliega adaptando los modos y las figuras de una tradición expresiva, los utiliza como puente para alcanzar la luz que pulsa el inicio del poema y busca su clímax hacia el final. Solo que, a medida que el tiempo vital y escritural recorre la voz, la introspección también se ve modificada y pasa de advenir desde un fondo a convertirse en una presencia continua y evidente.

Pensemos en la cantidad de poemas que a partir de Flores que prefieren abrirse sobre aguas oscuras muestran un yo abierto que acapara la escena sin intervenirla; una suma de textos en los que la contemplación de los pájaros, los animales domésticos y las plantas se realiza con una emotividad que se condice, de principio a fin, con lo admirado sin que exista un flujo de subjetividad que atraviese el poema como el magma de un volcán, sino más bien una humedad sensitiva que lo abarca de punta a punta.

Ejemplo ineludible es el poema que, en alusión a un pajarito cantor, se titula «Lírico». Allí, la voz concluye: “La mañana pareciera que tuviera / una garganta propia y que la música / le saliera de adentro”. Y también “Corona del día”: “Una fila de árboles al oeste / perennes y caducos y una ruta lisa / por donde vamos pasando / como si vida fuera esto, / ni duración ni muerte, / un instante perdido en la belleza / de ser nomás lo que es, / tiempo y cielo, sobre nuestras cabezas / por un segundo, la corona del día”.

La enseñanza del dibujo

El dibujo abre el ojo, lo hace trabajar. Enfocar, recortar, distinguir. “El mundo se reparte en miles / de pequeños pedazos, trocitos de visión, / instantes luminosos, parpadeos” (“El maestro de dibujo nos enseña que no hay totalidad”). Imaginar con la palabra, darle movimiento a lo por naturaleza estático sobre la hoja de papel.

“Si la vieras / como la vi ese día / posada en el alambre / inmóvil / volando todavía” se nos confiesa en “Del posarse de las golondrinas” y lo que estaba quieto, al entrar en la minuciosidad de la mirada, se desprende de las cadenas del sentido y toma el cielo de nuestras mentes por asalto, borra “la línea protectora de las cosas”.

De pronto las lecciones y las técnicas se olvidan y el maestro nos suelta la mano para que podemos ver el mundo por nuestra cuenta, entregados a las enseñanzas aprendidas por el ojo: “Con la caída de la tarde sucede, / la última luz golpea en la tierra / y rebota contra las nubes, / las ves vibrar unos minutos, / teñidas apenas si de rojo / o algo violáceo al centro / —como en secreta / reverberación— / y por encima, el cielo azul / todavía horizontal. / Parecen ese resto / que queda en los fogones, / un rescoldo final, / un recuerdo de algo / que ardió y brilló y saltó, / pero se extingue / irremediablemente. Al centro / del horizonte combado / sube Venus, / y eso es todo: termina / de anochecer” (“Poca cosa”).

Peperina

Anécdota o construcción del mito, lo cierto es que la aparición de esta planta establece, además de un lazo entre padre e hija, una lección, una aventura, una impresión indeleble. Su presencia aromatiza y humecta el verso, a la manera de un incienso que, pesado y ligero a la vez, se expande con discreción ubicua.

Es perceptible la importancia del olfato en el espectro de imágenes de Sonia Scarabelli (recordemos, como ejemplo, “Ancud en la mañana” —“Hay una foto que se habrá perdido, / pero ahora estoy adentro, / es el olor del mar lo mejor / y no sale en la foto”—, pero sobre todo La memoria del árbol). Indiscutible, también. Por tanto, aun cuando el recuerdo aflore a mitad del camino de esta obra, la peperina que el padre corta para los hijos es aquella que la poeta portará en su voz desde siempre. Recordemos poemas como “Autor”, “Soldadura”, “Continuación del sueño”, “El arte de silbar” y “La exterioridad”. Una menta salvaje y humilde, accesible a las manos trabajadoras. Un aromatizante natural que tiñe con su frescura a medida que el curso de la escritura avanza.

Hablamos de una relación de traspaso y de reciprocidad, a la manera de las correspondencias baudelairianas, pero con el agregado de una sublimación —en términos físicos— que opera inmediatamente hecho el contacto. Porque esta rememoración no actúa una única vez, sino varias y en momentos diversos: el padre, el machete brillante, la hija que detecta en el aire el perfume de la intervención y lo esparce hacia todas partes porque, como ella misma le asegura en “Retrato”, “propagados vencemos”.

La clase como motor y aprendizaje

La marca de clase ha atravesado de principio a fin esta poética. Más allá de cualquier ingreso a la cultura letrada (hecho indiscutible si ponderamos los recursos de los que se ha valido desde siempre), la obra de Sonia Scarabelli jamás se despegó de la condición trabajadora: la imago mundi que ofrecen sus poemas se brinda bajo la clave de quienes tienen que sudar la frente.

Por legado paterno y materno, el peronismo late a flor de piel, ya fuere como anécdota o como modo de participación en el espacio social. Por decisión propia, una militancia de la vitalidad se asienta con el paso de los años. Distintos textos dan testimonio de ello: “Conversación en la sobremesa”, “Zapatos de obra”, “De vuelta del campo”, “Chá Chá Chá”, “La visita”, “Ritual”, “Las fugitivas”, “Dos hojitas”, etc. A su vez, la impresión del cuerpo humano en tanto partícipe del reino animal refuerza la reivindicación orgullosa y sapiente de “los monitos”, como en varias ocasiones sus versos entienden amorosamente a los laboriosos integrantes de la familia o también en el uso que se le da a esa figura como símil de un estado de naturaleza puro (“La felicidad de los animales”, “Tres monos”, “Monitos”).

Por otra parte, la noción del “campo argentino” pone en cuestión la historia confrontando paisaje versus utilización desaforada y excluyente del suelo, y ello solo es posible a tenor de ojos pertenecientes al grupo que sufre las penas en lugar de contar las vaquitas. Es ahí donde el aprendizaje tiene lugar, en el cruce de las experiencias y las reflexiones, del cual nace la celebración de la vida desnuda, por un lado, y la manifestación de la existencia productora, por el otro. Cuerpos que exaltan su éxtasis animal y cuerpos que denuncian el yugo a través de sus heridas: “La felicidad del vacío” y “Conversación”. Instancias que se concentran y abren la posibilidad del poema como impulso y como destino de las mismas.

Memento mei

El recordatorio que el tiempo nos susurra en el oído jamás cesa. Pero al ser rodeados por la oquedad que filtra la entropía, nos reconocemos. Así el cuerpo puede decir “soy”, “estoy”. Y cada poema de esta obra suena en esa clave; entrelaza vitalidad y caducidad en las cuerdas de la voz. Es que “de la infancia hasta acá”, la vida transcurre “herida por el tiempo”, aunque siempre en un tono celebrante y asimilador. Lo transitorio enriquece al permitir que la tela de la carne sea agujereada por la marea de los días, generando “otra belleza”, “una manera de ser del cuerpo que se cae: / la carne se va despidiendo de los huesos / (eso que todavía no se nota), / se ablanda y mete un miedo / parecido al de la verdad”.

Todo está tejido con el hilo de las Parcas, y su costura evidencia la unión entre un lado y el otro. Lo que viene a demostrarnos que las separaciones entre los planos son pura inmanencia; el pasaje y los diálogos tienen lugar, y lo que hacemos acá repercute allá, y viceversa. Quienes se fueron regresan, aunque en realidad jamás partieron. Siempre estuvieron ahí, imbricados, fundidos en la memoria: el padre que continúa enseñando en los sueños o que se metamorfosea en pájaro para acompañarnos; el sobrino que se despierta cada septiembre en las flores blancas y hace que ellas nos miren con sus ojos; la tía onírica que nos abraza después de tantos años mientras nos acosa la enfermedad.

Presencias que viajan de un corazón a otro “como si el tiempo fuera agua y nos llevase flotando”, porque “el círculo se cierra / para volver a abrirse”, tal como la poeta nos lo cuenta en “Piedritas”: “A veces me voy vaciando, / me vacío / y me hago también / toda de nuevo, / limpia en un santiamén, / pulida como una piedra / en el lecho del río. / Mirame, soy / esa piedrita de ahí, / ya saludo, ya / me voy rodando”.

La felicidad animal

En la felicidad, la tensión del verso baja, las sílabas se acortan: la alegría, para ser salvada, debe ser recolectada en recipientes pequeños. La felicidad, en comparación a su opuesto, a su contracara, es delgadísima, ocupa mucho menos espacio en nuestra vida que la tristeza. De ahí que el poema sea breve, un hilo de luz filtrado, una estrella que se apaga.

Encontrar una medida para compartirla es tarea de miniaturistas. Por eso solo se registra en cosas efímeras, en un tiempo menor (el de la jornada): Cómo son lindas todas las cosas / por un instante y parece / que de verdad supiera el mundo / cada día empezar otra vez” (“La mañana”).

En contraposición al tono alto que predomina en sus antecesores, La felicidad... atrapa sus poemas como una colección de mariposas; uno por página, diminuto, minucioso, evaporable, desmenuzable si se lo trata con una fuerza destemplada: “Escuchá, / ahora la noche / gatea sobre nosotras. / Sí, claro, es la lluvia / pero es también la noche. / El cielo se vuelca mansito / en las gotas brillantes, / y por la lluvia, pareciera / que bajan las estrellas” (“Lluvia nocturna”).

La voz se prepara para ser rodeada definitivamente por el vacío que desde siempre intuyó la estaba merodeando; se aferra a las ramas de gozo que su mano se topó de camino; las dibuja, antes de caer.