El Diego es poesía
Por Marcos Marcos Bauzá | Ilustración: Leandro " Coche" Fernández Suárez
El Diego es poesía. Es una que nace en el barro, en un barrio. El Diego nunca olvidó cuál era su lugar en el mundo: jamás se olvidó de los pobres, los humildes, los abandonados, los desplazados, los marginados, los cabecitas negras, los del aluvión zoológico que metieron sus patas en la fuente.
Él era zurdo. Sus pensamientos rápidos en la cancha también se trasladaron a su visión izquierda del mundo. Este pibe con sueños nobles fue convirtiéndose en el heraldo de los desclasados y los derrotados. Él siempre supo de qué lado estar. El Diego siempre supo redimir a los caídos del mundo, a los vencidos por el capitalismo y la historia. No hace falta leer a Walter Benjamin para sostener esto que digo. Tampoco es necesario citar algo de Antonio Gramsci. Maradona era perspicaz en sus movimientos en la cancha y siempre supo plantarse ante los poderosos: sean estos los dueños del espectáculo, la economía o los rectores de las vidas de los últimos del mundo, de los destinados a la tristeza o el fracaso.
Él fue el diez y también el as. Fue el férreo atacante que iba al frente contra otros diez jugadores y en la vida fue el fiel defensor de los débiles, los desarrapados, los harapientos, los plebeyos. Fue un dios de barro que se llenó de honores, joyas, alhajas, oro, hijos e hijas, mujeres. Fue ladrón de besos queer maravillosos a hombres hermosos, dándole así cachetadas a los dueños de la moral pacata cis hetero patriarcal, a la que él mismo pertenecía. Intenso, vital y contradictorio. Así era Diego.
Latinoamericano. Negro. Villero. Diego era todo para el pueblo. Diego es el pueblo y lo seguirá siendo por toda la eternidad. Vendrán, tras él, miles de excelentes deportistas, pero ninguno con la habilidad de ir gambeteando, una a una, las injusticias del mundo, hacerle caños a los que ostentan el poder sobre la humanidad toda. Él siempre supo levantarse ante cada golpe y caída y jugar contra los dueños de la riqueza, aquellos que ostentan una moral de doble filo cargada de hipocresías. Aun cuando le cortaron las piernas, el pueblo lo llevó en andas para la gloria de los humildes y justos. Nosotros y nosotras fuimos sus piernas. Le seguimos dando hilo para que pudiera seguir volando por toda la inmensidad.
El Diego era imperfecto. Algunos y algunas no le perdonan eso. Nadie es perfecto. Él no eligió su pedestal. La gente lo puso allí, como símbolo del latido del sur del mundo. Representante de la barbarie, lo salvaje, lo sudaca, lo pobre y marginal. ¡Ay, Diego! ¡El mundo necesita más héroes y heroínas como vos! Los humildes del mundo merecemos ganar otras batallas contra el neoliberalismo. Es imperativo salir a gritar los goles contra las injusticias del mundo.
Algunos no te perdonan que hayas sido peronista. No perdonan tus errores, tus adicciones, tu machismo y tu violencia. Nadie niega eso de vos. Sin embargo, te trascienden otras cosas: tus ideas, por ejemplo, tu enorme capacidad de hacernos felices.
Al Diego le gustaba el juego en equipo, lo colectivo por encima de lo individual. En eso somos iguales. Siempre apostó a devolverle al pueblo, a los humildes algo de verdad, justicia y belleza, arrebatándosela a los opulentos que ostentan el oro mientras sufren los nadies.
El Diego fue el más humano de los dioses. Un dios de barro, forjado en Fiorito metiendo goles cósmicos en el universo para que gritemos todos y todas, en las calles, en las plazas, en los bares, en las tribunas, en las villas y en los barrios marginados, junto a los pibes y pibas que tienen el sueño de dejar una estela inmortal en el corazón de los que nunca, los que no, los predestinados al infortunio y la marginalidad que quizás un día, inspirados en sus hazañas, puedan cantar victoria.
Se fue el humano. El que triunfó como muy pocos y que falló como cualquiera. Nos queda la leyenda, la mano de Dios, el barrilete cósmico, la inmortalidad del chico de la villa que soñaba con ganar un mundial.
Tu legado será eterno, Diego.
La pelota nunca se manchó.
Los que nos sentimos parte del pueblo te vamos a extrañar. Tu nombre no será olvidado nunca.
Te lo juro: por Claudia, Dalma y Gianina, por todos y todas los que amaste, incluso por aquellos que llevaste indelebles en tu cuerpo: el Che Guevara y Fidel.
Y el neoliberalismo, Diego: ¡Que la siga chupando!