Gol de Maradona a los ingleses: ese momento en el que seremos felices para siempre
Por Diego Kenis | Ilustración: Leo Sudaka
Las páginas del mito continúan escribiéndose. ¿Se multiplicarán, incluso tras su paso terrenal? Posiblemente. Haber sido contemporáneos nos dará una oportunidad única: atestiguar si la figura de quienes se destacan en su vida, y en las nuestras, fermenta en particular mitología. Si es el culto colectivo quien construye dioses y semidioses que luego el relato une a movimientos oraculares de constelaciones tan lejanas para lo cotidiano como aquellos pincelazos excepcionales de la Historia. O si ese Olimpo ya estaba dado, y sólo lo tomamos para vivir en el recuerdo de los momentos felices.
Luego, está el Tiempo. Con su partida, Maradona ha dejado de estar sometido a ese enemigo endemoniado. Ya no tiene edad, ni los 15 del debut ni los 60 de la despedida. El hoy no se agota en la ausencia y la tristeza. Todos sus rostros –y tuvo muchos en su vida, cada uno marca una época de la nuestra- son actuales. El día después es para siempre, y en él continuará construyéndose la memoria de quienes lo vimos en actividad y la reconstrucción de un recuerdo ortopédico, también válido y natural, para quienes no llegaron a hacerlo. Todos esos Maradonas serán auténticos y la diferencia con otros personajes históricos será que Pelusa vivió en una época de registros audiovisuales, que dejará menos margen para confundirlo.
Mientras tanto, ocurre el café posterior. Sobremesa de 35 años tras el banquete opíparo. Migas en el mantel que cuentan el pan del que vienen. El Presente es éste: primer aniversario del Gol del Siglo sin su autor, huérfano cumpleaños de la Jugada de Todos los Tiempos que el Víctor Hugo contemporáneo volcó en poesía el 22 de junio de 1986, en el estadio Azteca de la capital mexicana. Han pasado las décadas y los modelos de celulares, cambiaron las modas y –en parte- los discursos, pero el pie humano y la pelota son los mismos: aquel gol sigue igual, consagrado por el asombro que genera. No fijó un nuevo piso, no fue solo la primera vez de muchas repeticiones de la hazaña: sigue siendo siempre la única.
El gol es uno, las percepciones son múltiples. Quienes no habían nacido, o aquellos que no teníamos edad para apreciarlo, lo descubrimos como algo dado. Lo vimos sabiendo lo que veríamos, el final feliz anunciado. Conclusión: no siempre los spoilers quitan la emoción.
Sí es cierto que cada quien ve la película desde ángulos diferentes, desde el principio o sobre el final, en el estreno o la reposición, completa o en el tráiler. Un ejemplo es este mismo partido pero visto completo, lo que permite detectar movimientos que pudieron anticipar ese instante que surge, de pronto, como un viejo conocido entre la gente. El tramo tantas veces repetido, que pese a todo asoma con el renovado esplendor de su fuerza de asombro. Aquel minuto número 10, segundo tiempo.
Según el enfoque, cambiará la percepción. Pasado el tiempo, y sin ningún prejuicio antipopular que ciegue los ojos, es posible conjeturar que las diversas miradas sobre un momento tan conmovedor como aquél tendrán efectos –aunque sean muy tenues- en la identidad colectiva según pasen los años y la percepción, y no el hecho en sí, continúe el camino de los saltos generacionales.
Una personal: nací en diciembre de 1985, y una de mis preguntas recurrentes a quienes me llevan unos años, es qué pensaban o sentían mientras Maradona llevaba la pelota y el gol todavía no existía. No obtuve hasta el momento una respuesta que me conforme, tal vez porque no existe: encima del registro de la expectativa por lo posible parece haberse grabado el del asombro ante lo concreto. Es lógico: Maradona iba cincelando un destino que, una vez plasmado, pasó a constituir una realidad eterna, sin antes ni después.
Diego, por su parte, ha explicado y contado muchas veces la jugada. Nos ha dejado viajar junto a él esos 60 metros y 14 segundos. Hemos podido ver, porque nos las mostró, la indecisión del líbero y la demolición del arquero, en esa preciosa milésima que cobija un amague. Supimos de Burruchaga y Valdano entrando por el segundo palo, libres y auxiliares del engaño. Incluso nos compartió la historia de aquel intento anterior, en 1980, el reto de su hermano y la ráfaga amiga que en medio del smog y la altura mexicana se lo acercó para definir magistralmente seis años después.
Sin embargo, hay una respuesta maradoniana que no es de las más reproducidas pero surge como una llave para descubrir el camino secreto y solitario de quien va construyendo lo que, a su vez, asomará luego predeterminado. Se la ofrendó a la revista El Gráfico, en 2007.
La pregunta era: “¿cuál fue el mejor partido de tu vida?”. Maradona no eligió ninguno del idilio volcánico de Nápoles, ni de los años emergentes y fulgurantes de Argentinos, los días de romance con Boca, los retornos increíbles o las Finales que jugó. Ni, tampoco, aquel que posiblemente fuera voto mayoritario, contra “los ingleses”.
No: eligió el día de Octavos de Final de México ’86, ante Uruguay y en Puebla. “Ese día jugué mejor que contra Inglaterra, las gané todas, todas”, recordó.
Que la elección maradoniana haya sido exactamente el partido inmediato anterior a su obra maestra es notable, pero tal vez no tan sorprendente como a primera vista parece. Él vio ese galopar feliz desde Maradona. Hemos visto y soñado ese gol, como suyo y como propio, y él nos lo ha contado. Pero aún así es imposible conocerlo desde sus ojos, y por eso lo lógico aparece como sorpresa: es comprensible que él haya sentido como su mejor partido a aquel en que su cuerpo, el césped y la pelota le avisaban que estaba llegando a esa cumbre maravillosa en que siempre seremos nenes y felices.