Messi, la herencia maradoniana y la ilusión
Por Diego Kenis
Casi siempre, los Mundiales y los domingos se acomodan en lo cotidiano como un dilema entre cosas más urgentes, algunas impostergables. Maniobra distractiva del grupito que siempre gana o descarga necesaria de quienes solemos perder. Sería cómodo pero de ostentosa torpeza renunciar a ese recreo, sobre todo porque en los recreos –los de la escuela o la fábrica, como ejemplos- se socializa, se comunica, se ocupa el tiempo conquistado.
Lo cierto es que estamos a las puertas de un nuevo Mundial, con una Selección que genera una ilusión especial y ante un clima emotivo, en torno a dos zurdos calificados con 10: transitaremos el primer campeonato global sin Diego Maradona en esta vida y, muy posiblemente, el último de Lionel Messi en la cancha. Será, tal vez, el Mundial que despedirá una era y el primero del resto de nuestras vidas. Punto para nada menor porque, por su particular periodicidad y su peso en la cultura popular, estos torneos marcan mojones de referencia en las biografías individuales y colectivas.
Aquí y ahora, en este presente que se hará recuerdo en pocas semanas, la Selección de fútbol masculino acaba de quedarse con la Finalissima, ganándole claro y en el esquivo Wembley a los italianos campeones de Europa. Ángel di María está en su mejor versión, lejos de las calesitas de otrora, y muestra qué gran jugador formó la inagotable escuela rosarina. Lautaro Martínez sigue aumentando una cuenta que pocos miran. Rodrigo de Paul maneja cada día mejor la ecuación entre tiempos y espacios. Como recambio aguardan muchachos que oxigenan, sin desentonar.
Y está Messi, claro. No aquel adolescente al que se perjudicó con exageraciones y comparaciones, ni el veinteañero acusado de ser más catalán que argentino, sino éste: el que ha hecho de la Selección su romance futbolístico más extenso, por el que renunció a la comodidad de jugar para España y –aunque no lo sabía todavía- a alcanzar la Copa máxima en Sudáfrica.
Precisamente fue en 2010 que vivimos lo increíble como normalidad. Messi y Maradona compartieron un Mundial, vistiendo ambos la camiseta argentina. No sé si dimensionamos la magnitud histórica del hecho que atestiguamos como parte de lo cotidiano.
Por aquello de que estos campeonatos se plantan en la memoria como mojones, un recuerdo trae otro. Nuestro país se palpaba distinto al de hoy. Estamos doce años más viejos que entonces, pero también algo más escépticos. Cuesta más trabajo la ilusión, aunque sea un deber militante seguir renovándola.
Por desgracia, aquel Mundial no coronó con una frutilla ese postre sabor Bicentenario.
No importa. La cosecha nunca es instantánea. Más de una década después, Messi sabe que se avecina el primer Mundial tras la muerte de Maradona y que muy probablemente sea también el último para él como jugador. Fiera venganza la del tiempo, duele escribirla.
En espera del último tren, florece una identificación nítida. Messi cultivó, siempre en silencio, el amor por la camiseta albiceleste. Inicialmente, al optar por ponérsela, por soñar la 10 y la capitanía, referencias claras. Durante los años siguientes, al asistir a cada convocatoria y aguantar críticas tan incoherentes como despiadadas.
En este tramo final, deliberadamente o no, ha pasado a ser más demostrativo en su herencia maradoniana. Acaso porque corre detrás de un desafío, el de mostrarse vigente y determinante, como Diego en el ’94. O simplemente por 10, zurdo y argentino.
El primer día de este atípico junio sin Mundial, Messi jugó un gran partido, fue mejor que su versión de club y alimentó la esperanza. Lo raro, en realidad, sería no tenerla. Siempre nos arrimamos al campeonato penando el sorteo y calculando los cruces, siendo que desde hace cuarenta años nuestra Selección encuentra entre los suyos –salvo un par de Mundiales perdidos- al mejor del mundo.
Cuando terminó el partido frente a los campeones de Europa, sus compañeros tributaron a Messi el triunfo. El capitán recibió la Copa que Pelusa había abrazado casi treinta años antes, en Mar del Plata. Las fotos de entonces lo muestran con una sonrisa de pibe sobre el cuerpo de 32 años que corría contra el tiempo por amor a los colores. Esa es la escuela maradoniana que perdura en Messi, para 1993 un gurrumín rosarino de seis años que veía a aquel genio colosal levantar esa copa intercontinental y unos meses más tarde arroparse con la camiseta de su Ñuls.
Sería muy oportuno y efectivo que esa herencia a trasladar, custodiada hasta ahora por la Pulga, se refrendara y asentara sobre un triunfo como el que soñamos. Pero si la pelota decidiera persistir en el capricho de pegar en el palo, no perdamos de vista que lo vivido en este recreo ha sido demasiado hermoso como para olvidarlo.