M’ hijo, el dotor: Argibay, médico y matón de la AAA
Por Diego Kenis
Ni sus colegas del Hospital Italiano de Buenos Aires, ni sus pacientes ni los periodistas o académicos que lo consultaban por su especialidad, el trasplante de órganos, habrán podido siquiera imaginar que el doctor Pablo Francisco Argibay tenía tan oscuro pasado oculto entre los pliegues de su juventud temprana, en la década previa a sus estudios de medicina en la Universidad de Buenos Aires y más de tres antes de asesorar los primeros pasos del Ministerio de Ciencia y Tecnología en ciernes en 2007.
Argibay murió el 15 de abril pasado y dos días después fue recordado por el diario La Nación como “brillante, incansable y apasionado por su trabajo” y “pionero y maestro en la medicina y la investigación”. El artículo recuperaba que en 1994, Argibay “realizó el primer trasplante de duodeno-páncreas del país, y más tarde de islote y de intestino” y que al momento de su muerte “se desempeñaba como investigador del Conicet y director del Instituto de Ciencias Básicas y Medicina Experimental del Hospital Italiano”.
Exactamente doce días antes de su fallecimiento se había conmemorado un aniversario íntimamente ligado a su biografía, que quedó fuera del recordatorio del diario de la familia Mitre: el 3 de abril se cumplieron cuarenta años del asesinato, en los pasillos de la Universidad Nacional del Sur (UNS) de Bahía Blanca, del estudiante y militante político David “Watu” Cilleruelo. Por tratarse de uno de los primeros crímenes del terrorismo de Estado y haber ocurrido dentro mismo de la Universidad y en un día de asistencia masiva al lugar (ver aparte), el crimen de “Watu” quedó especialmente grabado en la memoria colectiva.
El doctor Pablo Argibay estaba allí, pero no como médico ni estudiante: era un joven de 19 años que transitaba por su primer empleo, de la mano de su padre. El primer empleo era el “vigilancia y seguridad” en la UNS, una pantalla para dotar de recursos y aparato a la Triple A, y el padre del luego famoso cirujano era Jorge Argibay, el jefe del cuerpo de choque de la organización paraestatal que respondía al diputado nacional Rodolfo Ponce y el rector interventor Remus Tetu.
Los testigos del crimen de “Watu” ubican al científico dentro del grupo de tres hombres que también integraban su padre y Raúl Aceituno, quienes portando armas largas e itakas provistas por el Ejército partieron del céntrico edificio del rectorado a bordo de un Ford Falcon verdiblanco con chapa institucional, transitaron las alrededor de quince cuadras hasta el principal complejo de aulas de la UNS, ingresaron en el hall repleto de estudiantes y avanzaron hacia una de las alas, para matar por la espalda y de un tiro en la cabeza a Cilleruelo.
“Watu” había sido señalado por los servicios de inteligencia en varias oportunidades y especialmente dos elementos habían molestado al rector interventor y jefe de la Triple A bahiense: la encendida prédica del militante comunista en su contra y el hecho de que el día siguiente, 4 de abril, iba a quedar ratificado como secretario general de la reaparecida Federación Universitaria del Sur (FUS).
De un modo u otro, los asesinos nunca dejan de hablar del crimen que van a cometer o ya cometieron. El rector interventor Tetu firmó inconscientemente el homicidio al enviar a ejecutarlo a tres hombres cuyas iniciales de apellido forman la AAA, del mismo modo que el respetado doctor Argibay hablaba del asesinato incluso cuando nada se vinculaba con el hecho. La periodista María O’ Donnell lo entrevistó en 2009, cuando el cantante Sandro había recibido un trasplante de un joven donante fallecido. El autor del libro Cortar y pegar –un volumen de la colección “Ciencia que ladra” plagado de guiños y en cuya extensa dedicatoria menciona a familiares y amigos pero no a su padre- advirtió a O’ Donnell acerca de la necesaria cautela en la difusión de los casos de donaciones, porque se trata de “una persona, en general joven, que o se suicidó o tuvo un accidente cerebral o automovilístico o se cayó o le pegaron un tiro en la cabeza, con lo cual es una muerte en principio evitable”.
El donante de Sandro tenía 22 años, apenas unos meses menos que “Watu”, que murió por un tiro en la cabeza mientras los médicos bahienses trataban de salvarle la vida en un quirófano. El doctor Pablo Argibay, que en sus últimos años se dedicó a bucear los complejos entramados que configuran la memoria episódica, tal vez podría haber explicado mejor que un periodista el porqué de esa evocación criminal inconsciente.