La patria soy yo: Mitologías de/para una nación empresaria
Por Sebastián Russo*
(Este texto se garabateó la semana siguiente al triunfo de Macri, ante la consigna colectiva “Por qué perdimos” que junto a un grupo de cofrades nos hicimos y hacemos. Desde aquel momento, seguimos en “estado de confabulación”, siendo ahora Relámpagos parte de tal deriva conspirativa. Y ante un actual estado de situación -de peligro-, aquellas palabras, de aquellos ya lejanos, pareciera, primeros momentos, parecen volverse escuetas, ingenuas, insuficientes. Aunque necesarias para intentar densificar el cuerpo de textos, de acciones que emergieron, que no pueden dejar de emerger y, sobre todo, articularse. Entramado no menos necesario, que no debe dejar a su vez de preguntarse algo que faltó ser interrogado en profundidad: quiénes somos –finalmente- nosotros, los que perdimos, los que nos preguntamos y escribimos; cuántos nosotros caben en ese nosotros, cuántos permitimos, cuáles son nuestras patrias, cuáles nuestros mitos)
El mito, desde Sorel y Benjamin a Barthes y Jauretche, resultó ser un relato colectivo que condensó acciones, aunó criterios, simplificó discusiones, afiló rugosidades. Y por tales motivos, devino arma retórica, herramienta crítica, pero también objeto (contundente) a develar, revelar y rebelar.
Entendiendo que gran parte de la derrota del kirchnerismo se inscribe en el campo de lo simbólico, siendo el trasapaso de gobierno con menos cimbronazos de los últimos 50 años (sin desconocer el desgrane de una estrategia política que se confió demasiado, tomando todas las malas decisiones juntas posibles), y que la cantinela de un “relato” que debía ser “transparentizado”, fue escenario de batallas sígnicas que comienzan a su vez a “sincerarse”, hurguemos algunos de los mitos que contribuyeron a la derrota y constituyen la nueva retórica política de estos años (meses, días, horas) empresario-patronales por venir.
(Dale) Cambiemos
La promesa del cambio fue, sin dudas, el mito más elocuente. Una promesa de raigambre publicitaria que el partido de los empresarios ha podido capitalizar de modo tremebundo. Encabalgándose (debemos decirlo, y porque ya ha sido dicho) en la propia política económica-social kirchnerista, basada justamente en la ampliación del consumo popular como una de las extensiones de derecho promulgadas, y base fáctica del sostenimiento de la economía. El cambio como mito fundamental del capitalismo está vinculado a la idea de progreso (tratar de estar -siempre- mejor) Un progreso, una mejoría, ligada eminentmente a lo económico (aunque no solo: he allí el mito de la alegría anti confrontativa pululando, estar mejor es estar alegre, más relajado, “cambiar de aire”) De tal modo, que una de las discusiones necesarias a realizar en torno a estos años kirchneristas, y la trama de sentido construída, tiene que ver con el haber asuzado con gracilidad expansionista el espíritu capitalista, de progreso (económico) constante, sin haber contemplado (o haber dado mejor respuesta a) el doble filo de tal política. Alejandro Grimson sostuvo que la “derrota cultural” del kirchnerismo se basó, entre otras cosas, en que la derecha se apropió de los conceptos de “cambio” y “progreso”. En tal caso, podemos pensar que la derrota advino no solo por haber descuidado tales reapropiaciones, sino por haber hecho de ambos conceptos, el ideario económico cultural de su plataforma. Algo que nos lleva al siguiente (mismo) mito.
Ahora es cuando
La idea de cambio debe ser pensada –claro- en términos temporales. He ahí otro de los mitos fundantes del macrismo (y derrotas simbólicas –como mínimo- del kirchnerismo): la celebración de la temporalidad del momento, del ahora, del presente. El macrismo basó su campaña y construye su discurso –ya en el gobierno- en el ideario no menos publicitario del habla al presente, el que augura un futuro siempre prometedor, obliterando el pasado. Pasado que el kircherismo, por el contrario (al menos en su faz político-histórica), propició como sustrato reflexivo fundamental: la trama histórica en la que la presidenta misma se ubicaba, y con ella al proyecto que encarnaba, resultó inédita para los tiempos posmodernos que vivimos. Acudir a una hilación espectral de próceres victoriosos y olvidados, batallas apoteóticas, derrotas dignificantes, nacionales, regionales, densificando un presente político, tuvo (tiene) la potencia discursiva (espiritual) de una construcción ideológica compleja, basamental. A contramano, en perfecta disidencia, con la retórica tintineante de la satisfacción consumista (también presente dijimos en el kirchnerismo), de la transaprencia brutal del hoy, del ahora, como unico universo vivible del macrismo. El mito del puro presente, desde donde devenir a un puro futuro de promesas, fue/es la base del discurso del mercado. La eterna insatisfacción de un consumo que no logra compensar la promesa futura adquirida es la clave: solo resta seguir consumiendo, cambiar, renovarse, mirar para adelante, siempre habrá un nuevo producto (político, por caso) que reordene mis ansias de tratar de estar (hoy) mejor. El pasado (pisado) es irredituable para esta gesta y erótica cotidiana. Y para llevar adelante, aceitar, expandir, renovar la empresa consumista nada mejor que empresarios.
Empresariado para la victoria
He allí otro de los mitos que el macrismo honró, y casi de modo natural, sin decirlo (uno no habla de lo que es, de lo que siempre fue): el del empresariado como el agente motor de los cambios para este hoy urgido de renovación (de renovadores al frente) de actualizaciones constantes (aburrirse: el infierno). El empresario, así, como sujeto no solo efectivo y práctico, sino atractivo y sofisticado. Que no andará perdiendo el tiempo, que lo usará de modo diestro, con expertise y sin elucubraciones ideológicas. Estar mejor: ese es su lema, su patria. Modernizándose, estando siempre a la moda. La teconología, la economía y la estética son su universo inmediato, su preocupación fáctica, utlilitaria. La Historia no le preocupa, por el contrario, es un sujeto de cara al futuro. Y si a él le va bien, claro, a todos nos irá bien. Y como él solo se preocupa en triunfar, no nos queda más remedio (condenados al éxito) que beber de las mieles que derramará (por teoría fallida pero insistente) su gesta victoriosa. El mundo de los negocios es –se sabe- para tipos resueltos, sin cargas discursivas, que solo piensan en el disfrute de él y los suyos. Un puñado de empresarios, y de aspirantes a-, es infinitamente más estimulante y pulcro que un ejército de militantes, con verbas remanidas y estéticas multiformes (no hay revista de consultorio médico que los muestre, a estos últimos, como sujetos a emular), e incluso más certero y decidido que la confusión y tibieza engendrada por un motonauta de innombrable o diluido pasado empresario, y el empantanamiento grasa, sin charme, de las pujas internas que tal candidatura y el traspaso de mando interno engendró. Inundar un gobierno de gente que quiere estar mejor, proactiva, que sabe como manejarse (I know how), y a sus empleados, que sabe como satisfacerlos, prometiendoles (sin decirlo) que algun día serán como ellos, y mientras tanto algún regalo de fin de año, y sin que esto –claro- parezca del todo así (aunque las cosas siempre fueron así, qué es eso de andar empoderando a la negrada), resultó irresisitible, como parte de un ideario de matriz no menos estética, de gente de bien vestir, buen sonreir, y buen pasar en fiestas fotografiadas por revistas de caras, a las que todos, todas quieren parecerse, ser.
El trencito
En definitiva, estamos hablando de una revolución, sí, claro, de la alegría. Donde lo que prepondere no es la insistente y adusta confrontación que el kirchnerismo asuzó, sino una apuesta al fluir de la felicidad de un mediodía soleado en donde poder almorzar en familia, cada uno donde su bolsillo le dé: cada cual habrá hecho méritos (o no) para el cubierto que le toca. La alegría, como el cambio, y el disfrutar del hoy, sabemos (pero no alcanzó), son parte de una retórica que abjura de las complejidades de la historia, de las tramas de desigualdades arbitrarias (históricas), configurando por el contrario una subjetividad más relajada, que piensa en su confort, el de los suyos. Sin necesariemente culpar al otro de sus propios males. Sino con el mandato de seguir trabajando, con simpatía, empuje, en búsqueda de que el universo esté a su favor, y esta vez sí se le de, y pueda ir a comer a ese lugar donde come la gente bien. Lo contrario a la alegría es la tristeza. Y nadie puede estar a favor de ella ni desearla. Aunque he aquí el último mito esbozado.
No sos vos, soy yo
La patronal vuelta partido político ha apostado a desarticular la trama colectiva desde la cual se puede ser feliz, alegre. La apuesta al “vos” a contrapelo del “otro” (como aspiración a un “nosotros” patriótico), es el corolario perfecto para la delegación de lo poderes ciudadanos (empoderamiento cool) en un “yo”, encargado del reparto de la felicidad. Las festividades populares que engendró el kirchnerismo parecerían impensables en el ideario macrista de carreras de autos extravagantes con entradas pagas y algunos espacios para el amuchamiento en una improvisada tribuna popular. De la fiesta callejera a la tribuna enrejada, derivas de “lo popular”. La multitud no solo es peligrosa para el ideario de derecha (del fango mataderil para acá) sino que es poco redituable como tal. El que paga es el individuo. Y si uno paga, se sabe, disfruta más de lo que hace. A caballo o dinosaurio regalado se le miran todos los dientes. El nosotros y los otros como interlocutor indeterminado (y por tanto ingobernable), deviene en el macrismo en un (en todo estás) vos, desarticulador de las tramas comunales, aunque intepelador directo, en consonancia con los discursos publicitarios de la mercadotecnia. Vos serás feliz si yo gano. Nada de masas en diálogo con encarnaciones (“populistas”) del pasado.
El mito del yo cosumista, cambiante, divertido, hoy y aquí, gobernado por un grupo de expertos que no robarán (ya tienen suficiente), ha triunfado, por poco en los votos, pero su extensión y propalación, simbólica y material, local y regional, es ya incuestionable: lo dijimos en su momento, Scioli ya era una derrota, Macri (es) una tragedia. Deberemos seguir pensando y actuando los modos de lidiar con tal mito, las formas en que en nosotros se encarna, y naturaliza, incluso como enemigo fetiche, bobo y al que se creía no solo haberlo dejado atrás, sino excomulgado de cada quien. “Volver a los 90” lejos de haber sido un temor enarbolado con efectividad por la campaña de Scioli, fue un ideario subjetivo, si bien transfigurado habilmente por la parafernalia publicitaria, no solo no desarticulado, sino por el contrario, piedra basal –mítica- del kirchnerismo, en tanto construcción de una subjetividad que (sí) empoderada, con su voto, auguraba en tal consigna un futuro promisorio, un anhelo: como mínimo, y ya que estamos, un cambio.
* Universidad de Buenos Aires, Revista Carapachay, NMT.
RELAMPAGOS. Ensayos crónicos para un instante de peligro. Selección y producción de textos Negra Mala Testa y La bola sin Manija. Para la APU. Fotografías: M.A.F.I.A. (Movimiento Argentino de Fotógrafxs Independientes Autoconvocadxs)