El bronce, la política, la historia
Pocos metros separan dos monumentos recientemente erigidos en la Ciudad de Buenos Aires, que condensan, en el bronce, dos concepciones políticas muy distantes. En una época en la que la comunicación visual se vuelve cada vez más efímera, la excepcionalidad de la utilización de un material duradero invita a rastrear en sus figuras bien definidas las marcas que ponen en evidencia aquello que, muchas veces, las palabras no pueden enunciar con claridad.
No es por el olvido, sino porque sus nombres se encuentran atravesados por conflictos irresueltos, que las figuras de Juan Domingo Perón y Juana Azurduy aparecen recién ahora dibujadas en el paisaje urbano de la capital del país. Pero, lejos de resolverlos, en cada talla que le da forma a sus cuerpos, puede observarse una tensión que se mantiene viva y que se actualiza, como siempre sucede con la historia.
El monumento a Juana Azurduy fue donado por el hermano Estado Plurinacional de Bolivia, suelo del que ella fue originaria, y construido por un artesano autodidacta, en el lugar que supo ser un centro clandestino de detención durante la última dictadura cívico-militar, hoy Espacio de la Memoria. Lo primero que destaca de la estatua de la luchadora por la independencia, erigida detrás de la Casa Rosada, es que no mira al río, como lo hacía antes en ese mismo lugar el viejo monumento de Colón, con esa nostalgia del que siente haber perdido lo que nunca tuvo. Es que ella no desciende de los barcos, sino que emerge de la tierra. Por eso, su movimiento no es lineal, no traza la distancia más cercana entre dos puntos, sino circular. La rigidez del bronce resulta así quebrantada, plasmándose ese movimiento en el ropaje. Esa misma tensión se puede apreciar en los personajes que se encuentran montados sobre su espalda, cuyas miradas, dirigiéndose a distintos puntos, no dejan de expresar, al mismo tiempo, placer y pavor, interpelando al espectador a que se deje atravesar por su incertidumbre. Hombres, mujeres y niños aborígenes son el pueblo que Juana Azurduy lleva a cuestas, la promesa de un futuro que exige una mirada hacia el pasado. Ella surge de la profundidad de la tierra, pero en su ascenso funda un territorio. Su pierna izquierda, flexionada, indica que el movimiento será hacia adelante, gesto que resulta confirmado por la dirección de su sable, que marca el destino que sólo librando batallas será alcanzado.
Todo lo contrario expresa el monumento a Juan Domingo Perón, que sintomáticamente fue colocado en la plaza que llevaba, hasta su inauguración, el nombre de Agustín P. Justo, artífice de la impopular década infame. Muchos años pasaron desde la aprobación del proyecto hasta que la obra fue finalmente realizada. Si la iniciativa gozó de un amplio apoyo entre los diversos partidos políticos, su ejecución y el valor simbólico que implicó que la inaugurara en plena campaña el candidato cuyas políticas más se alejan de los postulados peronistas, dieron cuenta de las contradicciones no siempre observadas en esa imperceptible fuerza sobrevalorada denominada consenso. Pero esas contradicciones que se observan en las circunstancias de su emplazamiento adquieren volumen en la propia obra erigida. No se trata, cabe aclararlo, de que carezca de calidad técnica o elementos que la enriquezcan. Pero el concepto que la fundamenta y los ejes centrales de su plasmación son la puesta en evidencia de una concepción de la política y de la historia que debe ser señalada. El gesto de su rostro, en el que aparece su sonrisa distintiva, y la elevación característica de los brazos, recortan al hombre histórico en sus rasgos personales. Lo mismo sucede con la configuración del pueblo, presentado como sujetos pasivos en los bajorrelieves que ladean el pedestal, mientras que los trabajadores, homogeneizados en sus formas abstractas, aparecen bajo sus pies, semiocultos detrás el escudo nacional que levantan a desgana. La figura de Perón se erige en una altura desde la que mira al transeúnte, como pidiéndole que lo bajara de esa posición incómoda en la que permanece estático. La estatua de Juan Domingo Perón se eleva a partir de sus caracteres individuales, deteniendo la figura en el tiempo y separando al líder de la masa, al individuo de la política y a la imagen de la historia.
La estatua de Juana Azurduy, por el contrario, plasma en el bronce un movimiento constante que emerge de la tierra, llevando consigo al pueblo, uniendo el pasado con el presente, para marcar un rumbo. La ambición de hacer una obra de semejante envergadura, no obstante, exigió la colocación de vigas internas que contuvieran el movimiento expansivo e inclusivo. Para que la heterogénea masa que conforma no se derrumbe, la obra precisa de un constante mantenimiento, tanto interior como exterior, porque el contacto entre materiales diversos genera coloraciones distintas en la superficie. Cuatro años de abandono podrían ser fatales para el destino de esa escultura. Pero si lo que se pretende eliminar es el proyecto que le dio vida, no alcanzarán cien años. Porque el pueblo siempre resurge de sus cenizas: emerge de la tierra, generando movimientos circulares, marca un camino, librando batallas, y configura, contra el anhelo de unos pocos, los contornos de la historia.
RELAMPAGOS. Ensayos crónicos para un instante de peligro. Selección y producción de textos Negra Mala Testa y La bola sin Manija. Para la APU. Fotografías: M.A.F.I.A. (Movimiento Argentino de Fotógrafxs Independientes Autoconvocadxs)