Muelle, por Dolores Reyes
Por Dolores Reyes
Me espantaba pensar que si marcaba el lodo con el pie, la marca no se borraría nunca. Me parecía que en ese lugar todo estaba bien como estaba y no quería dejar mis huellas. Buscaba que el río, el cielo y las islas fuesen los que sellaran su presencia en nosotros.
Nadaba alejándome de la orilla.
-El fondo del río es pringoso- me decía la abuela y yo la escuchaba porque era raro que hablara de algo que no fuera dios. Por las tardes, ella leía su biblia a escondidas, lejos de nuestros ojos, aprovechando que era la única que quedaba adentro de la casa. De noche, cuando papá apagaba las luces, ella sacaba una vela, la encendía y hacia que se derritiese la cera vieja del fondo de una lata. En la medida que el olor a cera me iba adormeciendo, pegaba la vela ahí, esperaba que volviese a endurecerse y empezaba a leer.
La abuela me leía a mí. Acomodaban su colchón pegado al mío y dormíamos las dos solas sobre el piso de madera. Y aunque yo no encontrase nunca el peligro o la esperanza que ella veía en las páginas de su biblia, me gustaba dormirme sintiendo su voz.
Cuando papá se enteró de las sesiones de lectura, se armó. Quería echar a la abuela. Decía que no era porque me leyera a escondidas, sino que la mujer era un peligro, que con las velas iba a encender la casa. Yo sabía que Dios era algo que jamás salía de sus labios.
Desde que bajábamos de la lancha colectiva, el muelle nos recibía como un amigo viejo. Si el río estaba bajo, desnudaba sus maderas a medio tragar por el agua, y las mostraba, podridas, al sol de la mañana. Buscábamos antes de tirarnos al río, las marcas que el agua escribía una y otra vez en los pilotes. A veces hacíamos carreras con mis hermanos y terminaban siendo horas de jugar en el río. Eran días hermosos. Casi nunca salíamos del agua por la nuestra. A veces nos obligaban, a veces trataban de convencernos.
Después, venía la comida. El mantel a cuadros en el que la panera se movía de una punta a la otra de la mesa. Mendigábamos el amor de los padres como un pan viejo al que había que roer, penetrar su dureza hendiendo los dientes, antes de que los otros hermanos acapararan las migas.
Mi hermano pequeño apenas llegaba a la mesa, sus pies quedaban colgando y como casi nunca tenía hambre, había que obligarlo a comer. El otro era el más fuerte, se sentaba siempre al lado de papá. Les gustaba competir uno con otro, quién comía más tostadas, quién cortaba más leña o traía el pez más grande. A papá no le gustaba perder. Con nosotros no había perdido nunca.
A mí me quedaba servir con mamá. Primero acomodaba la panera y adentro, pan por pan cuidando que quede con gracia, sobre el mantel que tenía marcadas las líneas de la plancha. Pero ni bien la apoyaba el pan iba desapareciendo. -Nadar te abre el apetito –decía la abuela- y mamá tenía que servir de un lado a otro de la mesa con la misma velocidad en la que volaba el pan. Y yo a veces pensaba que si no era por ellos, mamá, yo y la panera podríamos descansar, sentarnos a conversar entre nosotras, con la comida apoyada a un costado de la mesa.
Una tarde salimos temprano del río porque hacía frio. Ni bien nos secamos y nos pusimos ropa, agarramos las mojarreras. Antes de echar los anzuelos al agua, nos parábamos con las piernas abiertas y pasábamos una lombriz por él, como si ensartáramos las cuentas de un collar. Después las veíamos hundirse dejando a flote la boyita de colores. Siempre estaba el miedo de que un pez gigantesco te arrastrase. Me asustaba caer. Me parecía que las hojas de los sauces doblándose sobre el agua iban a enredarme, que si caía o resbalaba con las raíces enormes en las que terminaba la isla, no iba a poder nadar. Pero eso nunca pasaba y nos aburríamos, dejábamos las mojarreras bien clavadas en la tierra, cerca de la fila de árboles que acompaña al río y nos íbamos a jugar por ahí, o a dar la vuelta a la isla.
Mi hermano decía siempre que iba a traer el machete del viejo pero no lo hacía, y yo no sabía hasta donde se olvidaba o era que no se animaba ni a pedírselo. Mi hermanito, a su lado, no decía nada, pero se reía. Esa tarde tratamos de abrirnos paso por las plantas enormes de la isla con un tramontina que llevamos para sacar lombrices de la tierra. Nos parecía que avanzar entre esas plantas que lo cubrían todo era nuestra aventura en la selva. Pero detrás de las plantas había otras plantas, y otras más. Y también de ellas nos aburrimos y quisimos volver.
Al volver al borde del río, La mojarrera de mi hermano no estaba.
Se debía haber caído al agua. Miré la mía, un pez había hecho hundir la boya. Tomé mi hora de suerte casi como si fuera una revancha. Saqué un animalito resbaladizo, un pez feucho que resultó ser una boga. Desenterrándo el anzuelo de su carne, lo eché a un fuentón de metal. Después corrí por el muelle hasta el último escalón y con un cacharro, tomé el agua suficiente para cubrirlo. Los tres nos quedamos un rato sobre las maderas viendo a mi pez respirar arriba del muelle, dando vueltas al fuentón enloquecido.
Pero de la caña de mi hermano no había ni rastro.
Miramos hacia la casa, papá encendía la bomba de agua con el bidón de querosene. La bomba hacia ruido, amagaba con empezar a funcionar y se apagaba de nuevo. El combustible solo alcanzaba para quemar la poca paciencia del viejo. –Papá está re caliente, tenés que escaparte- Le dije a mi hermano. -¿Sabés lo que te va a hacer cuando descubra que la perdiste?- Mi hermanito, al lado suyo, ya no sonreía.
El me miró, si dijo algo no me acuerdo, solo el sonido de los pájaros y mi voz insistiendo que lo mejor era que se fuera, porque la iba a ligar.
Cuando vino mamá yo ya estaba sola. Miró de reojo el fuentón en el que custodiaba mi tesoro y me dijo: “Eso no se come, tirá ese bicho al agua” Después buscó algo cerca mío. Solo vio al pequeño de mis hermanos sentado al final del muelle, balanceando sus piernitas sobre el agua.
-¿Y tu hermano? -Solo levanté y baje los hombros en un gesto mínimo y seguí mirando a mi pez.
Mi pescado empezaba a boquear en el fuentón y yo no quería alejarme del él ni por un momento. Mientras tanto adivinaba los pasos de mamá a mis espaldas buscando a mi hermano entre los árboles con la vista. Después se fue alejando más allá, hasta que desde el muelle no podíamos verla.
Mamá volvió al rato, todavía estaba calmada. –Vamos- me dijo- se debe haber ido para adentro.
Me costó dejar el muelle. Yo sabía que adentro mi hermano no estaba. Y antes de entrar en la casa apoyé el fuentón en el pasto y la dejé a mamá pasar sola por la puerta. Al rato papá y ella salieron hechos dos bolas de nervios.
Mamá se alejó hacia la parte de atrás de la casa. Papá vino hacia mí. Yo seguía mirando mi pez. Me puso su mano en la cabeza y me dijo: -Se está muriendo, le falta el aire. Guardámelo para carnada.
Papá no sabía nada, ¿Para qué quiere aire un pez que vive en el agua?
Pero el pez seguía abriendo y cerrando su bocaza. Y el tiempo pasaba, sin mi hermano. Pensé que a él si podía estar faltándole el aire y salí corriendo hacia el muelle con el fuentón en las manos.
Corrí hasta el final de las maderas y donde el muelle se acababa me doblé, dí vuelta el fuentón el agua con el pez cayó al río. Lo ví alejarse, flotando. Mi madre caminaba por la orilla, buscaba algo en el agua y yo pensaba en el pez, en que si lo veían flotar con la boca abierta se iban a enojar conmigo. Papá lo quería para carnada de peces más grandes y yo no había querido dárselo. Preferí devolverlo al agua. Pero en que en vez de nadar, mi pez flotara no me pareció algo bueno.
Era la hora de la cena. Mamá por fin se había liberado del mantel, pero caminaba al borde del río como si estuviera rodeando la mesa. Miraba al agua y yo no sabía qué buscaba, pero trataba de acompañarla.
Se habrá caído- le escuché decir ensimismada.-
Y yo también baje los ojos hacia el agua con miedo de encontrar la cabeza rubia de mi hermano, asomando por el agua como la flor de los camalotes.
Mamá me miró con los ojos grandes de la boga, atrás de ella, una lancha oscura atravesaba el río como un cuchillo. Y chupaba el color del paisaje como si fuera un agujero negro. Yo ya había visto la lancha almacén, pero un funeral en el agua, nunca. Por primera vez me cayó la ficha de que la vida podía cortarse, que no éramos eternos como prometían el libro ese de la abuela.
Mi hermano no aparecía y empezaba a anochecer.
No sé las lágrimas, el tiempo espeso y oscuro que lo buscamos.
Pero mi hermano volvió cuando el cielo ya estaba lleno de estrellas y murciélagos pequeños, que daban vueltas por arriba de la casa.
Nunca supe porque no me acusó de haberlo convencido para que se fuera, pero a mi hermano lo salvó algún bicho del monte. El animal se le atravesó en el camino, era grande y se le aflojaron las piernas. Ese día, entre los dientes del animal y las garras enojadas de papá, mi hermano eligió volver.