Sobre Icki, in memoriam

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Sobre Icki, in memoriam

23 Enero 2017

Por Carlos Mackevicius

El primer recuerdo que tengo de Icki es una reunión en Villa Celina, en un centro comunitario que tenían ellos, en una especie de casa a medio terminar: un contrapiso grande y un par de paredes de ladrillo hueco sin revoque, con los agujeros pero sin las ventanas; habíamos ido un viernes a la noche para una reunión política con su grupo, era el año 2000. Para llegar a esa casa había que pasar por una serie de pasillos. El recuerdo es brumoso. Escribir sobre un amigo muerto es brumoso.

Ayer se murió Darío Julián Eugenio, “Icki”. Un militante. No puedo pensarlo, nadie puede hacerlo, de otra manera. Tenía todos los defectos, todas las taras, todas las limitaciones del militante popular. Popular. No, no era solo un “militante”, porque la Franja Morada también tiene “militantes”. Creo que no me equivoco si digo que Icki quizás nunca haya militado una campaña electoral. Era un militante político popular. Tenía 40 años, y militaba desde la escuela secundaria, ahí en Lugano, donde se enganchó a través del centro de estudiantes con las ideas de socialismo, de revolución social, de lucha. Esa era su identidad política, era un revolucionario, se pensaba en la tradición de la nueva izquierda latinoamericana de los 60, 70, adaptada a la realidad de nuestro país hoy. No luchaba por ser funcionario, ni por ganar nada para él. Pertenecía al Movimiento Popular La Dignidad. Para él, militancia fue sinónimo de perderlo todo, hasta la vida, en una literalidad que abruma. No sé si está bien, si está mal, digo que ayer se murió Icki, un militante revolucionario, amigo de sus amigos, compañero de sus compañeros, y que dejó todo por los suyos. Y no porque ahora, en este momento, estén acicalando su cuerpo para que entre en un ataúd y para que vayamos a llorarlo con mayor o menor afectación, o porque, sabemos, los muertos siempre son mejores que los vivos, sino porque era verdad. Icki se inmoló por su causa y por sus pares. Contar eso es el comienzo de algo, el comienzo de hacer algo con su muerte, de intentar darle cierto sentido a algo que es puro vacío. Entonces, Icki era un militante político, forjado en la lucha. Ayer contaba Ivana, su compañera, que hasta antes de perder la conciencia le preguntaba si los compañeros habían cobrado: su corazón lo estaba abandonando a él, pero él no iba a hacer lo mismo con sus compañeros. Oh, las virtudes del muerto, qué género inabarcable. Escribir la muerte de un amigo, qué género indecible.

El segundo recuerdo que tengo de Icki, que no es la segunda vez que lo vi pero sí es el que se me aparece, es en Avellaneda, frente al Shopping, un terreno grande y abandonado que algunos lúmpenes del barrio de al lado, el 9 de abril, con la aprobación de la policía usaban para desarmar autos y otras menudencias. El Movimiento 26 de junio, dónde él militaba, y nosotros, el Movimiento Teresa Rodríguez, lo habíamos tomado, lo habíamos limpiado y habíamos hecho un loteo precario, decenas de familias levantaban su casilla para instalarse mientras entrábamos en una negociación con el municipio y empezábamos a construir las casas. Como la toma afectaba los negocios de algunos de éstos muchachos al servicio de la policía, sumado al temor y al odio del barrio obrero a que le instalen una villa al lado (pensemos en el Indoamericano), las primeras semanas fueron difíciles, nos tiraban tiros desde los bloques de al lado en cualquier situación y horario: en medio de una asamblea de cien familias, por las mañanas, en cualquier momento. Por eso, la autodefensa de la toma era algo delicado. Una noche, en que con Icki habíamos quedado a cargo de esa autodefensa, nos empezaron a tirar. Salimos para el lado desde dónde nos agredían pero estábamos confundidos. Los disparos no parecían salir de los bloques de al lado, como era habitual, sino de un lugar que estaba pegado a los edificios, atrás de la toma, en dónde había una especie de obrador, y estaba perimetrado por un alambre alto y había adentro una garita y una especie de containers. Los disparos no eran ráfagas, sino que eran espaciados; lo cual es una buena estrategia, porque uno no sabía si era algo aislado, y al no existir una secuencia, un ritmo, sumía a los que intentábamos defendernos en cierta desesperación. Era la madrugada, las familias en la toma dormían, y con frecuencia irregular nos caían los tiros, que parecían como de carabina. Cuando nos dimos cuenta que no venían de los edificios sino de esta esquina perimetrada, nos fuimos acercando, primero por una especie de monte que había quedado sin desmalezar porque estaba sobre unas lomas y no era loteable. Y a medida que nos fuimos acercando los tiros empezaron a crecer: alguien nos estaba viendo. Y lo que quiero recordar es esto, porque es gracioso y es patético y a los muertos, o al menos a los amigos muertos o al menos a mi amigo muerto, lo quiero recordar con alegría, con alegría militante (oh, sí, el cliché). Para llegar al perimetrado y responder la agresión fuimos avanzando por ese monte de dunas, basura y yuyo. Él, que ya en ese entonces era un gordo gigante y duro (porque no era un gordo fláccido, blando, sino que era un gordo panza dura, como esos albañiles que, a base de asado, pan y vino todos los días en la obra desarrollan esa fortaleza de paraguayo) tenía un revolver 22 viejo y diminuto, que en su mano parecía un juguete, y yo tenía una tumbera finita que nadie en la toma había probado todavía. A medida que avanzábamos, entonces, los tiros empezaron a crecer, y nosotros pasamos de una caminata segura a cierto trote digno, y de ahí a empezar a correr y tirarnos debajo de esas lomas, siempre avanzando. Como en esas películas de acción truchas, y seguramente inspirados en ellas, empezamos a ir de posta en posta con la pretensión de acercarnos lo máximo posible y poder ver desde dónde nos estaban tirando exactamente. En cada avance que hacía uno, avanzaba el otro, íbamos concatenados. “Íbamos concatenados”, eso sí que es tremendo pensarlo hoy que escribo esto desde el living de mi casa mientras su cuerpo está siendo preparado para ser velado. Por azar, a mí me tocó estar en la posta de adelante, entonces cuando yo llegaba al siguiente “punto seguro”, miraba para atrás y él ocupaba el lugar que yo había dejado, y así. En un momento en que me paré detrás de un ombú grande, miré a Icki y él estaba rodando por el piso, de una posta a otra, como un rodillo, acostado, girando como quién desenrolla una alfombra, pero de manera absolutamente torpe, poco armónica: por su propia panza, porque el terreno era irregular, lleno de pozos, lomas y cascotes. Cuando lo ví, él ya se estaba ríendo de él mismo al ver que no avanzaba, que quedaba trabado ahí, en esa escena irreal, indefenso entre medio de las postas mientras chiflaban algunas balas. Me acuerdo que en ese momento pensé en el jefe Gorgory, de los Simpsons, y cuando llegó al ombú, corriendo, resignado, se lo dije. Ahí estaba Icki, blanco de polvo, jadeando por el agotamiento, tartamudeando hasta para reírse, con su 22 diminuto en la mano.

Algunas reflexiones no elaboradas que quiero decir:

La amistad tiene un sentido político, ético y estético profundamente revolucionario, siento pena de los que se piensan militantes y no lo saben o lo rechazan.

La muerte de Icki fue un martirio, la vida de Icki es una huella. Honrarla es empezar a decirla, a contarla, a ponerle palabras, sentido a esta ciénaga. Más allá de su figura pública, en la intimidad de la amistad me voy a permitir pensarlo, recordarlo como yo quiero. Y esa manera es la de recordarlo como un hombre de lucha, ése fue el sentido de su vida. Nunca se entregó. Para mí debe ser mentira que el evangelio habla de poner la otra mejilla. Y si lo dice entonces ese no es mi libro. Ninguna ofensa sin responder. Para adelante, siempre. Eso es para mí mi amigo.

Aunque suene duro, guardo cierta tranquilidad de que Icki murió en su ley: me refiero, Icki murió consecuencia de un disparo que le dio un soldado, un pichón de tranza, de compadrito, de esos que creen que el coraje es sólo algo individual, en el contexto de una lucha social por una toma de tierras en Villa Celina*. Estoy seguro que él, y sin ser apologético de la muerte, en algún momento de su vida habrá pensado la posibilidad de morir en una instancia similar. Y estoy seguro que esa posibilidad, lejana, brumosa, fantasiosa, en su cabeza de pelo crespo, se cargó de orgullo. ¡Cómo no estar orgulloso de vos, amigo! Si tu nombre ahora está grabado en la misma piedra que están el de Darío Santillán, el de Carlos “Petete” Almirón, el de todos los que pasaron antes y honran nuestra causa. La muerte de un amigo es una bruma densa llena de mierda, pero ya que murió, carguemos de sentido esa muerte, démosle un sentido profundamente revolucionario. Enseñémosle a los pibes que empiezan a militar quién fue Icki, cuál fue su trayecto militante, enseñémosle a los pibes que se suman a militar que antes que ellos hubo otros, con nombre y apellido, con señas particulares, y antes de éstos otros, y antes otros. Hagamos de la memoria de nuestros compañeros una cadena, vayamos concatenados, no estemos empezando siempre de cero, como pedía uno. Llenemos de sentido político esta bruma, esta ciénaga.

Icki eligió de qué manera vivir. Eso lo hizo un hombre libre. Y, en un punto, también eligió de qué manera morir, y eso lo hace un hombre digno. Y por último, aunque no sea de forma exterminante como en los 70´s, el hecho que el asesinato siga siendo una posibilidad real, concreta, para el militante popular, para todo el que decida levantar cabeza y no someterse a una vida de padecimiento o de consumo vacuo es algo que tenemos que darnos la tarea de pensar.  Y como dice la consigna de nuestra tradición:

“¡Ha muerto un revolucionario, que viva la revolución!”

*http://www.revistacrisis.com.ar/notas/tres-disparos