Contra el imperativo de la superación: Manchester frente al mar
Por Nuria Silva
Hace unos días compartí, a través de Facebook, una entrevista al realizador Finlandés Aki Kaurismaki, en la que vertía una serie de opiniones sobre el cine, la humanidad, la vejez y otras cuestiones desde una perspectiva misántropa, pesimista y algo cínica. Sin muchas demoras, tanto en mi muro como en el del contacto que originalmente la había posteado, comenzaron a aparecer comentarios en los que predominaba una penosa condescendencia teñida de apresurados diagnósticos psicoanalíticos; "pobre, está deprimido", es el que más recuerdo. A través de estos comentarios puedo inferir que, al menos para una mayoría, la opinión de una persona deprimida carece de validez, y/o que toda opinión que no se exprese dentro de una línea de superación, progreso, humanismo o corrección política sólo puede venir de un depresivo.
Esta mínima y fugaz experiencia (como todas las que pueden experimentarse en una red social como la mencionada) me remitió de inmediato a Manchester by the Sea, película estrenada esta semana, dirigida por Kenneth Lonergan, protagonizada por Casey Affleck y nominada a los premios Oscar en las categorías Mejor Película, Mejor Actor, Mejor Actor Secundario, Mejor Actriz Secundaria y Mejor Guión. Casey -el bueno de los Affleck- interpreta a Lee Chandler, un conserje en apariencia apático que debe volver a su pueblo natal para asumir el rol de tutor de su sobrino tras la muerte de su hermano mayor. Este viaje nos expondrá otras tragedias que Lee arrastra desde el pasado y que resultan ser el motivo de su negativa a permanecer en dicho lugar, como también de acceder al cortejo de todas las mujeres que lo tienen como objeto de deseo. Lee está absolutamente deprimido y con motivos de sobra: la muerte le ha arrebatado lo más querido dejándolo con el vacío de la culpa.
La película va y viene entre el presente y recuerdos del pasado que se cuelan en el montaje sin demasiados indicios, lo que da la sensación de un tiempo único; el del trauma. Lee sólo vive en la pérdida, y su presencia ahuecada por el dolor saca a relucir la soledad de quienes lo rodean, y que se dividen entre quienes insisten en ayudarlo a salir del pozo, como una forma de eludir la tristezas que les corresponden, o en mantenerlo lo más lejos posible, tal vez por el mismo motivo.
Con todo a favor para convertirse en un drama con abundancia de golpes bajos, Lonergan sortea cualquier apunte facilista sobre el duelo y la depresión, y opta por introducir apuntes humorísticos que no se disocian ni neutralizan el carácter trágico de la historia. El punto de vista de la cámara es lo suficientemente distante como para no imbuirnos en una subjetividad inamovible, logrando así que los gags cómicos no resulten disonantes ni lleguen a desarticular el tono general de la película, y la música -herramienta que parece querer movernos hacia el sentir profundo y angustiante del protagonista- por su cualidad excesiva, a veces melosa y algo invasiva, equilibra la balanza entre el llanto y la risa a la vez que desnuda los artilugios de este tipo de dramones. Lo sorprendente es el verosímil que logra construir con estos elementos tan elocuentes, y que con seguridad se asienta en las actuaciones, especialmente en las de Casey Affleck, impecable, contenido como pocas veces se lo ha visto, y en la de Kyle Chandler (que interpreta al hermano de Lee), más querible y paternal que nunca.
Con el mar de fondo como signo fatídico y desolador, con el invierno como única estación, la película acepta la pena de su protagonista y le evita la ardua tarea de recomponer nada; hay dolores que no calman, hay pérdidas que son irrecuperables, hay cuestiones que no pueden ser superadas nunca. Manchester frente al mar no pretende enseñar nada, más bien entender, y esa es una enorme cualidad.