La topadora Cambiemos: la impugnación de lo político como nueva hegemonía, por Adrian Negro
El resultado de las elecciones del pasado domingo 22 de octubre refleja el gigantesco crecimiento de la coalición Cambiemos en todo el país y la consolidación del poder del gobierno nacional. El macrismo (que podría ser vidalismo, larretismo o cualquier otro “ismo” que surja del “equipo”), claramente ya no es una fuerza política localista. Ya no se puede explicar su triunfo tautológicamente con la tesis ingenua del “gorilismo” histórico de la Ciudad de Buenos Aires. Es necesario tomar en serio la hegemonía del oficialismo y pensar acerca de qué cuestiones son las que lo hace tan pregnante, tan seductor y fácilmente asimilable para una importante cantidad de argentinos.
Un tornado arrasó a mi ciudad
Cambiemos no es otra cosa que su literalidad. Es decir, “cambiemos” es eso, una interpelación al cambio. Supone un conjunto de personas (no un colectivo) que está esperando algo así como “que las cosas cambien de una vez por todas”. No hay misterio ni encanto en su nombre, no hay una construcción de sentidos que se disputan con algunos otros. Hay, sí, una palabra vacía, plena, que convoca a la compulsión de arriesgarse, de transgredir y de modificar: las claves para ser un “emprendedor”. Se puede (y se debe) siempre ir por más (“¡sí, se puede!”). Pensar a Cambiemos como un partido conservador es un error conceptual. Más bien es, en algún punto, esa necesidad imperiosa de transformación y autosuperación. Diría Fito Páez: “hablo de cambiar esta, nuestra casa, de cambiarla por cambiar nomás”.
Entonces, en este torbellino, lo que queda del otro lado, lo “cambiable”, es lo que resiste. Las estructuras nucleadas en torno a colectivos e identidades compartidas (“los trabajadores”, “los militantes”, “los compañeros”, etc.) formarían parte de la “vieja política ideologizada” que debe dejarse atrás porque atrasa, “divide” y no permite, precisamente, emprender. Pero no se trata solamente de eso. Ocurre, por supuesto, que lo que debe desterrarse no es otra cosa que la clásica “política corrupta y mentirosa”. Esa que habla de los pobres pero se llena los bolsillos. Esa que, en definitiva, no ha terminado nunca de modificar las innumerables injusticias diarias. Las mismas que sufren, también, los votantes de Cambiemos: trabajadores, vecinos de barrios precarios, ciudadanos de un conurbano históricamente atravesado por la estructura enquistada del peronismo, etc. Cambiemos es, allí, una promesa. Algo distinto, sin importar qué. Algo que interpela hacia el riesgo de probar lo nuevo y ver qué pasa.
En ese entramado de desilusiones y malestares es, entonces, donde los gestores del cambio hacen su magistral irrupción. Ellos son muy diferentes de los clásicos y denostados políticos. Del proselitismo y las multitudes partidarias (hoy clasificadas como “fanáticos irracionales”) pasamos al coaching motivacional del equipo innovador. La promesa es tentadora: en el fondo no es otra cosa que la revolución del individuo. De la lógica del discurso y de la multitud al timbreo. De lo masivo a lo personalizado. No es, en el fondo, nada nuevo. En el mundo empresarial y publicitario tiene larga data: el marketing “uno a uno”. La ingeniería de la individuación que puede resumirse en la siguiente frase, por supuesto, ficticia: “todo lo que importa sos vos”.
En ese plan hay una clara impugnación de lo político. La anulación de las identidades colectivas y la exacerbación del individuo borran las fronteras de lo antagónico. Hay una suerte de negación autoritaria de la contradicción social, de la imposibilidad de que la sociedad funcione como un todo orgánico donde cada parte aporte su granito de arena porque, precisamente, hay una parte (o partes) que no tienen ni granito, ni arena, ni parte. Entonces, ante la prevalencia de la fe en esa “sociedad orgánica”, cualquier gesto de colectivos que planteen la confrontación y el reclamo ante los abismos de esa ficción es impugnado: “¡Eso es un reclamo político!”; “buscan un rédito político”; “llevan la política a terrenos en donde no debería estar”, etc. La “política” parecería haber quedado atrapada bajo el signo de lo erradicable y lo indeseable: es fanática e irracional, es egoísta y entraña intereses oscuros, engaña y corrompe a muchas personas para que se enlisten bajo banderas ideológicas que nublan la visión.
En estos aires, la “política” sería lo conservador y todo lo que intenta representar el oficialismo sería, por el contrario, la revolución. La cara del “Che Mauricio” en alguna remera tenía, finalmente y en el fondo de todo su cinismo, algún sentido. Y el cinismo radica, precisamente, en ese gesto de proyectar en el otro lo que en verdad es propio. Porque Cambiemos es un claro exponente neoliberal. Y el neoliberalismo puede (y lo hace) transformarlo todo pero siempre conservando las estructuras de poder. O mejor dicho, conservar esas estructuras modificando la balanza aún más a su favor. Diría el geógrafo David Harvey: “el neoliberalismo es la restauración del poder de clase”, ni más ni menos.
De esta manera, la nueva derecha hace uso y abuso de ciertos sintagmas populares. Si Marx decía que las ideas dominantes son las de la clase dominante, lo que aparece funcionando acá es, más bien, lo que sintetizó Žižek al afirmar que las ideas dominantes no son nunca directamente las ideas de las clases dominantes. Es decir, la ideología dominante (tensionada) deviene dominante en la lucha de clases ideológica. No hay algo así como dos mundos coherentes y separados, puros, el dominante y el subalterno, que se enfrentan en una contienda. Sino que son el resultado de una dialéctica entre la reproducción y la transformación. En esa tensión, Cambiemos ha movido muy bien las fichas para adueñarse de los sueños de cambio y transformación de una realidad injusta y repetida hasta el hartazgo.
Y a mi jardín primitivo
El sentimiento que aflora luego de todos estos días no termina de encasillarse. No es del todo dolor, ni bronca, ni mucho menos resignación. Aunque haya algo de todo eso, lo que se experimenta es más bien la de una suerte de situación inédita. Un extrañamiento con el mundo aprehendido. Determinadas verdades que parecen diluirse, descubrir su rostro monstruoso, su perfil ilusorio que se estrella estrepitosamente ante el espasmo. En esa consternación, hasta la convocatoria a una movilización se torna una decisión obnubilada por la incerteza y la duda.
Cierto terror asoma cuando se escucha a jóvenes de veintitantos defender a Gendarmería o afirmar que si algún manifestante le arroja piedras a las fuerzas de seguridad también está reprimiendo. Aquí parece expresarse algo propio de nuestra época, eso que Alain Badiou llamó “mundos atonales” y que invita a pensar en el declive del sentido. Una tendencia por derribar los referentes “amo” a los cuales amarrar el sentido de las cosas. La caída de cierta ley que encuadre. Es decir, hay una inclinación por la exaltación del individuo, el goce permanente, la descreencia y el distanciamiento hacia cualquier tipo de “verdad”. La caída de la escuela es un ejemplo, pero también, algunas ciencias, la política, el trabajo, entre otros, caen como lugares (simbólicos) de autoridad. La apología al relativismo hace que todo valga lo mismo. Eso, en el marco de la lógica de la inmediatez y lo efímero que imprimen las nuevas tecnologías, es el seno de lo que hoy está de moda llamar “posverdad”.
En los más de dos meses que Santiago Maldonado llevó desaparecido se sucedieron una innumerable cantidad de elucubraciones dignas de una serie de televisión. Desde pueblos extraídos de una imaginación de realismo mágico, en donde “todos se parecían a Maldonado”, hasta teorías conspirativas en donde los Mapuches conforman un siniestro grupo terrorista. Mientras el encubrimiento ante la responsabilidad estatal se acrecentaba, estos relatos eran producidos diariamente ya sea en los medios de comunicación como en las redes sociales. El broche de oro lo puso Elisa Carrió al proferir la frase que planteaba un 20% de probabilidades de que Santiago se encuentre en Chile. Todo vale. Y la maquinaria de confusión y sobre estimulación informativa parece ser efectiva.
Sin embargo, pese al negacionismo explícito de la actitud del gobierno ante la desaparición de Santiago, pese a la aparición del cuerpo y a la confirmación del trágico final, el resultado de las elecciones no parece haberse influido por el “efecto Maldonado”. Si eso se debe a una suerte de indiferencia social, a la mal llamada “grieta”, en la que “Maldonado” y “kirchnerismo” pasaban a ser un poco lo mismo o a la oportuna declaración del Juez Lleral afirmando el viernes previo a las elecciones que el cuerpo no presentaba lesiones, no lo sabremos y, en parte, de nada importa. Seguramente, algo de todo eso haya funcionado en el imaginario colectivo pero no es el principio de ninguna explicación racional. No hay razón en la pregnancia de lo ideológico. Hay, más bien, una cuestión de lo afectivo.
Por eso, las estrategias que apelan a la toma de conciencia por medio de la crítica al ajuste (necesaria) no hacen mella. No parece ser el camino indicado aquél que agite los demonios del pasado noventista o los de la crisis del 2001 con explicaciones de economía política. Esas razones ya están perdidas porque antes ya se perdió otra cosa, más ligada a la llamada “batalla cultural”. ¿Cómo explicar, sino, que una mayoría abrumadora de trabajadores voten a favor de un gobierno que ya anunció una nueva etapa de ajustes?
Es allí donde las fuerzas opositoras deberán dar la pelea. Pero esa pelea no es una mera lucha de significantes y de imposición de hegemonía. Esa lucha deberá, necesariamente, manifestarse en las calles y expresarse en el espacio público. Allí el desafío radica en que realmente se propicien otro tipo de experiencias que impliquen nuevos posicionamientos subjetivos, nuevas identificaciones. Las palabras no bastan.
La oposición, con una clara demarcación del kirchnerismo (que sabe a poco), no puede confinarse ni terminar constituyendo el lugar del refugio. El desafío también es no ceder a la desazón y al encierro y combatir la impugnación autoritaria de lo político. Hoy, entre el kirchnerismo y la izquierda se reparte el campo popular. Ambos espacios tienen el potencial de reconfigurarse y de establecer uniones necesarias. También el de batallar en el interior de colectivos imprescindibles como los sindicatos. Más que nunca se torna central contar con algunas “verdades”, aunque sean pocas. El valor ético-emancipatorio de las calles, por ejemplo, y, con ello, una irrenunciable declaración de igualdad que no puede ceder al patoterismo de mercado.
*Comunicador Social (UBA) / Docente bachillerato popular
RELAMPAGOS. Ensayos crónicos en un instante de peligro. Selección y producción de textos: Negra Mala Testa Fotografías: M.A.F.I.A. (Movimiento Argentino de Fotógrafxs Independientes Autoconvocadxs).