París: la hipoteca del siglo XIX
Hace algunos años escribí un ensayo que se llamaba "NY, capital del siglo XX". Obviamente era una especie de burla al famosísimo trabajo de Walter Benjamin, "París, capital del siglo XIX". Siempre creí que el título de Benjamin significaba que París había sido la ciudad más importante de ese siglo, lo cual sin duda fue, ya que de ella nació ese espíritu revolucionario que recorrió como una mecha de pólvora encendida los territorios de Europa y América.
La envidia del pajuerano me impedía interpretar otra cosa. No es que ahora haya dejado de ser un pajuerano, sólo que me doy cuenta del otro significado que encierra esta título incomparable: París es la inversión más grande que tiene el siglo XIX para no terminar de pasar, el capital simbólico para resguardar una promesa de futuro que nunca se cumpliría, un capital onírico en el que convivían el resplandor del hierro, la furia de los comuneros, las invenciones maquínicas para la reproducción de imágenes, las galerías comerciales y las anchas avenidas para el avance rápido de las tropas de asalto. El París actual casi no ha cambiado, aunque ha perdido su elan vital. Parece más bien un fiel simulacro que custodia todo ese capital, perdido para siempre (salvo que suceda algo por lo que este multiverso digital en el que vivimos pierda su potencia eléctrica). Constituye algo así como una especie de museo viviente, el recuerdo vencido de un pasado que nunca existió.
Obviamente que estos términos son contradictorios: ¡el museo es lo contrario de la vida! ¡No puede haber un pasado que no haya ocurrido! París encarna estas contradicciones. Uno de los objetivos centrales de las vanguardias históricas, desde el dadaísmo hasta el constructivismo, consistió en demoler los museos y lo que estos significaban: un orden de representación exhibicionista que compartía su destino con el del zoológico. Ambos daban cuenta del poder político, del poder imperial de una ciudad: cuantos más animales exóticos tuviera, cuanto más famosos los pintores que poseyera, más poder representaba. El Louvre (junto a MET de NY) son el emblema de la principal función del arte moderno, la concentración exhibicionista del capital y el encubrimiento de la expropiacion, la colonización y el desfalco político bajo el goce estético de lo bello. Los turistas hacemos largas colas en sus puertas como si se tratara de una procesión para ingresar a un lugar sagrado. Y es un lugar sagrado en el que se habla en susurros y se camina con pasos cortos. Los zoológicos, por su parte, están desapareciendo por la evidencia misma de su crueldad. ¿A qué divinidad está dedicado este templo? No queremos saberlo. Si nos lo dijéramos, no lo toleraríamos. Es al capital desnudo barnizado de una belleza que no estamos capacitados para disfrutar. Ni loco un parisino se somete a la larga procesión que implica ingresar al templo Pompidou, ni se deja estafar por un refresco en algún bar de la Ile de le cité. Por algo será.
París, así, es una especie de faro, pero cumple una función extraña: ilumina la tierra que habría que abandonar como si fuera el horizonte a conquistar. París es una zona internacional con fuerte tono local, una especie de territorio liberado para el goce del turista. De ahí la cantidad de policías y militares de élite que la patrullan y protegen de lo que año a año se acerca ominosamente (basta con darse una vuelta por el canal Saint Martin, donde en los últimos cinco años la pobreza y la marginalidad conquistaron por lo menos quinientos metros). Francia en particular y Europa en general están metidas en varias guerras que no comprenden y que no pueden ganar.
Los franceses, que son tan puristas de la tradición, llegaron a cambiar el nombre de alguna parada de subte porque las masas de turistas ignorantes se bajaban en la estación equivocada. Tal el poder del capital.
Fijémonos en el museo de Orsai. Ocurrió lo mismo y casi en el mismo tiempo que lo que le pasó al Thyssen Bornemisza: en quince años crecieron por lo menos un tercio. El Thyssen tenía un tamaño humano por el que se podía palpar la evolución de la pintura moderna, así como en el Orsai se comprendía a la perfección lo que ocurrió en los cincuenta años que van del impresionismo a las vanguardias. Ahora es imposible lograrlo. Se perdió la escala humana. Ambos museos sufrieron de gigantismo. No debemos olvidar que el arte es el rostro bello que se da el capital en la conquista de todos los espacios vitales. No se puede competir con los que inventaron e impusieron las reglas del juego en el que queramos participar.
Es imposible pensar algo, sea lo que sea, encorsetados en lo políticamente correcto. Si me preguntaran si me gusta París, respondería que no lo sé. Pero no lo sé no porque no pueda apreciar el método cartesiano con el que están recortadas las copas de los árboles sino porque a mí cada vez más me gustan las copias truchas, las falsificaciones, las putas borrachas, los amores drogados y los fraudes idiotas.