Amsterdam, la ciudad de los buenos muchachos
Por Daniel Mundo
Nota aclaratoria: Mientras escribo estas Aguafuertes globales en mi iPhone5 la Argentina entró en un tobogán de devaluación cuyas consecuencias políticas, económicas y sociales son imposibles de predecir. Si acá, en Europa, se trata de denunciar la fiesta autocelebratoria permanente que se da la clase media hegemónica, en Argentina se trataría de salvar como sea algo de la clase media noqueada con demoledoras trompadas a la mandíbula. No es que nuestra clase media no esté infectada con el virus global, pero lo está igual que lo está la clase media alemana, la francesa o la japonesa. Ni la torre de marfil ni el barro hasta la cintura proporcionan buenas perspectivas para imaginar modos de existencia alternativos. La realidad no se elige, pero hay que acostumbrarse a quererla.
Cuando me asalta la idea de que ya no quedan en Europa megaciudades amables y a escala humana recuerdo la próxima ciudad que visitaré: Amsterdam. 650.000 bicicletas para una ciudad de 700.000 habitantes, repite la publicidad. Todo un logro. Había estado hace unos años atrás, y me pareció verosímil la proporción (dicen que en la Atenas de Pericles había 30.000 ciudadanos y 30.000 dioses, en fin).
Las capitales europeas, desde Praga hasta Barcelona (tengo dudas de que Atenas o Budapest sean europeas, como nadie dudaría que Londres lo es, aunque no pertenezca a la eurozona), se convirtieron en un muestrario de especies turísticas en proliferación. Andemos en grupo o solos, el paso es siempre más o menos el mismo: con los ojos muy abiertos y embotados consultando el mapa cada doscientos metros. Es posible, de cualquier manera, que la cosa haya resultado lo contrario de lo que Europa se había propuesto. Hoy casi no se puede distinguir si es un territorio en guerra o un shopping al aire libre, o las dos cosas. El resultado final invirtió el proyecto original que había soñado: representar el poder de la tradición humanista que nació en Grecia hace 2500 años, aunque para ello deba enterrar todavía caliente el cadáver del imperialismo, la división laboral del globo terráqueo y los experimentos políticos del siglo XX. Más Da Vinci y menos Hitler, sería más o menos la consigna.
Todxs sabemos que no hay elemento más ponzoñoso que un recuerdo teñido con los colores del deseo. Este recuerdo todavía le puede dar de comer a Europa unos años más. Pero tarde o temprano la realidad fraudulenta que vende el proyecto de la unión europea será insostenible. La conciencia que se ate al mástil de la razón para no dejarse seducir por esos colores de neón fabricados en China (y que se ofertan a 1,29 euros en toda Europa) igual no logrará vencerlos: auténticamente el souvenir sale más barato que cualquier porquería que se compre en CABA (esta reflexión esperanzadora se escribió antes del golpe financiero de la semana pasada, me veo obligado a aclararlo). Ahora bien, la conciencia que se deje arrastrar por esos "recuerdos" de tonos tan vivos, tan intensos, tan baratos, tampoco vencerá: tan solo tendrá que comprar un par más de valijas para llevar sus cosas. Cuando se advierta el engaño, siempre será tarde.
Salvo en Amsterdam, tal vez solo en LA (Los Ángeles), la gente me atendió en el supermercado o en un quiosco o en una pocilga de venta de comida china chatarra con una sonrisa de oreja a oreja, deseándome que tenga un feliz día mientras bailotea de un pie a otro como si la realidad se moviera al ritmo de una música ligera. Hasta podés sentir que el chabón o la mina te están tomando el pelo, pero no, es tal cual, así de amable ese mundo de gente cool. ¡Les encanta la vida! Solo tenés que sonreír. Te miran como si desearan entenderte.
Si pienso en los motivos por los que Amsterdam se salvó de verse deglutida por el estilo de vida turístico americano (es un nombre genérico) me digo que tal vez sea por la lengua: el holandés, para llamarlo vulgarmente, no es un lenguaje fácil. Pero puede llevar un segundo comprobar que no hay holandés que no hable inglés de manera tan fluida como su lengua materna. El amsterdamiano es multicultural.
Como en cualquier otra megalópolis europea, en Amsterdam también se tiene la sensación de que no viven holandeses reales en esas casas que se miran entre embelesado y drogado cuando bordeás el canal, a punto de que te atropelle una bicicleta. Pero el amsterdamiano se encuentra allí, cerca, todo el tiempo, porque si algo remarca la presencia del local en Amsterdam es justamente el medio de transporte. Debe de haber turistas que alquilan bicis, pero se nota en seguida su extranjeridad: los locales manejan a una velocidad vertiginosa, mandando whatsapps en lugar de aferrar el manubrio. Un arte de equilibristas.
Primero la política de transporte te parece recopada, súper bio y cool; al poco tiempo te das cuenta que el amsterdamiano lo que desea es atropellarte; si no lo hace es porque lo afecta directamente a él también: en la bici la carrocería es nuestro cuerpo.
El tranvía, otro medio de transporte extinto en el resto del mundo, también puede colaborar en la confusión del habitante con el viajero. Solo que el viajero auténtico tratará de que en el amuchamiento del trole no se le doble el póster del pobre de Van Gogh que compró a 20 euros: ¿lo colgará, cuando vuelva a su casa, en la pared del living? ¿Le contará a los amigos que Van Gogh se mató a los 37 años después de arrancarse una oreja y mandársela a la puta que frecuentaba en el prostíbulo? ¿Que en toda su vida el chabón vendió un solo cuadro? Ni idea; hoy por hoy las entradas a su museo se agotan con tres días de antelación.
Cada viaje que uno haga es único e irrepetible, ok. Hay gente a la que le gusta ir siempre a los mismos lugares, y hay otra a la que le gusta cambiar de destinos todo el tiempo. Sobre gustos no hay nada sentenciado. Cuando viajé con mi mamá hace más de veinte años, parábamos todas las tardes una hora para dormir la siesta. Esta vez viajo con mi hija menor, de ocho años: de los cinco museos que me hubiera gustado visitar, iré tan solo a dos; no está mal. En cambio, hicimos un paseo en lancha por los canales de Amsterdam. También fuimos a un hotel cuatro estrellas. ¿La excusa? Nina reclamaba una pileta (y por no sé qué cosas de la vida, en la que seguro Google algo tiene que ver, una página de hoteles con descuentos de hasta el 60% me venía volviendo loco desde hacía unos meses: me salió más barato el hotel que el monoambiente que iba a alquilar por Airbnb). Bueno, esa pileta es el bestiario más exótico de la especie humana que haya visto alguna vez: una melànge de jubilados y recién casados de todos los pesos y colores con un espíritu tan respetuoso que yo temía que vieran ahogarse a mi hija sin saber si debían intervenir o no mientras se daban apasionados besos de lengua. Hasta mi hija se dio cuenta: "Pá, esto es una fiesta". La celebración permanente. Había personal especializado que una vez por hora tomaba muestras del agua para calibrar temperatura y cloro. Cuando te metías por primera vez parecía apenas fría, pero a los treinta segundos dejabas de sentirla fría o caliente y comenzaba a ser tan vivible como el aire en un día de plena primavera; pasaban las horas y nada; simplemente como que empezás a existir en una atmósfera con otra consistencia, una atmósfera líquida. Te volvés un pez con pulmones.
Salís del hotel, fumás un cogollo sentado en unos escalones mirando un canal, pasan lentas las nubes en un cielo pesado. En el canal chapotean unos patos. No pueden no resultar extraños. No hay nada parecido en ningún otro lugar del mundo (en Venecia no hay patos; tampoco en Venice, LA). Me imagino que es posible que los canales sean unos eficientes amortiguadores o imposibilitadores de la modernización forzosa a la que estamos sometidos. Modernizarse significa que el ritmo vital de la ciudad lata al compás de los deseos de las masas, solo eso. Los deseos de las masas difieren de una ciudad a otra –no es el mismo deseo el que gobierna París que el de Roma–, pero se advierten de inmediato: están fundados en el consumo. La Torre Eiffel lo mismo que el Camp Nou, H&M o la Mona Lisa, nada se salva de la lógica arrasadora del consumo filisteo. Amsterdam tampoco. Entre la casa de Anna Frank y el Rijksmuseum se trafica sangre internacional. En la lógica del consumo lo único que se mantiene idéntico es la reemplazabilidad de cualquier cosa que hayamos vivido. Obras de arte, cenas con velitas o bolas de vidrio de esas en que nieva cuando se agitan, da lo mismo.
El museo interactivo de Ciencias, el Nemo, es algo diferente a otros museos de ciencias que conozco: no tiene como principal objetivo educar, no quiere transmitir información, sino que busca que los chicos y sus padres jueguen y se asombren. No es poco. Lo que se pueda aprender no es tan importante como pasarla bien un rato, dos o tres horas. Está demostrado que el proyecto enciclopédico de los museos fracasó, derrotado por una sociedad que convierte cualquier cosa en información utilizable... hasta perder los criterios para valorar una información como más valiosa que otra. Hace treinta años atrás, ibas al museo con una vaga idea de lo que ibas a ver; hoy llegás sobreinformado. Es muy difícil soportar la visita a un museo. Creo que la única manera que puede tolerarse es seleccionando tres o cuatro pinturas y dedicarle entre quince minutos y media hora a cada una. Me hubiera gustado ir al museo de la Armada Mercante, a ver cómo tapan sus años imperiales de colonización, pero me pareció aburrido. Ya en el Nemo cuentan a su manera los últimos trescientos años. No parecen añorar sus años de poder real, la verdad.
Tal vez, no lo sé, la vida cool que se respira en Amsterdam se deba a la política que tiene con la marihuana y el hachís, cosas que en el resto del mundo están prohibidas. No hay policías patrullando la ciudad, ni siquiera en la Zona Roja, sin dudas el área más triste de todas. No es triste porque se comercie con el sexo, sino porque cuesta un poco entender qué se está intercambiando o comercializando. Nos sentamos con mi hija en unos escalones, justo en frente de un lugar llamado Sexual Palace. Mi hija me pregunta: ¿qué hace la gente en ese lugar, pá? No sé –le respondo–. Y agrego: Querrá tener sexo, imagino. ¿Para qué? No sé, para disfrutar. Ah. Pero la verdad es que no sé qué busca la gente cuando va a la Zona Roja en pos de sexo. Otro tipo de postal, posiblemente. Y eso que yo soy de los que creen que el afecto que se paga es el más barato que se pueda conseguir. Se vende y se compra espectáculo en forma de sexo. O algo así. No placer.
De cualquier manera, aceptar como normal el comercio sexual (aunque se lo circunscriba a una zona delimitada) habla también de la relación que la ciudad quiere mantener con la lógica de vinculación capitalista. Lo que debe consumirse a escondidas y violando la ley tiene consecuencias tanto sociales como psíquicas. Podrá decirse que en Amsterdam la prostitución no forma parte de la realidad de la ciudad, que ni en pedo un holandés termina en el barrio Rojo. Ok. Pero tampoco esa realidad les es totalmente ajena. Ya no hay marineros beodos por sus calles, eso es cierto. Pero sí adolescentes de veinti, treinti o cuarentipico de años en su nuevo viaje de egresados.
Más allá de lo que nos gustaría creer, tal vez Amsterdam sea tan genial no porque los holandeses sean más piolas o educados, ni por su política de la droga o la vida sexual, ni tampoco por la complejidad de su lengua, sino por un motivo más elemental y obvio: simplemente es una ciudad rica en un país rico. No quedan ya muchas ciudades en el mundo en las que encontremos lo que encontramos entre lo que los amsterdamianos tiran a la basura (hace veinte años ese tipo de "basura" también se encontraba en Madrid o París, ya no). Cada vez más creo que para conocer de verdad una ciudad no hay que visitar sus grandes monumentos ni sus calles peatonales, hay que hacer algo más básico y sencillo: revisar su basura (también se podría evaluar su riqueza por las marcas de los autos que se ven en una cuadra de barrio; véase el mosaico de imágenes que acompaña esta nota). Pareciera que el grado de buena onda de una ciudad depende más de su riqueza que de su educación turística o sus siglos de tolerancia política y religiosa.
Cenar en CABA en el mismo restaurante que un famoso de la tele es más fácil que encontrar un pobre al borde de un canal en Amsterdam. Desde la vereda suelen verse por las ventanas los jardines traseros de las casas. Todo es de película. Los muebles minimalistas, el jardín exuberante, los colores de las flores. No hay postigones ni rejas. Lo único que falta, lo que nunca se ve, son sus habitantes. Es como con esos bancos muy onderos que tienen muchas casas en sus veredas, ni los turistas los usan.
Ojalá que las bicis logren impedir el avance del progreso y la modernización así como supieron taponar el paso de las tropas nazis cuando entraron a cazar judíos, allá por la ya tan lejana Segunda Guerra Mundial. Pero lo veo bastante difícil.