Adiós a Leopoldo Brizuela: “Nos aferramos al recuerdo de su persona entrañable”, por Guillermo Saavedra
Por Guillermo Saavedra*
Consternado, me entero aquí mismo de que se nos fue –como del rayo, diría Miguel Hernández– el querido y admirado Leopoldo Brizuela sin que la vida le dejara celebrar sus 56 años.
Lo conocí hace décadas en casa de Arturo Carrera, y desde entonces cultivamos una amistad sesgada por recíprocos pudores y la distancia entre sus pagos del sur, a los que homenajeó en su último y hermoso libro, y mis andares porteños. Compartíamos un gusto entrañable por el canto y la cultura populares, la buena frase inmejorable y la lengua de Shakespeare, a quien él homenajeó como pocos en su formidable novela “Inglaterra. Una fábula”, que tuve el honor de recomendar calurosamente para el Premio Clarín (lo ganó con más justicia que nadie) y luego comentar en “La Nación” con inocultable alegría: “La novela se despliega con la precisión de una obra de suspenso, la capacidad de sorpresa de un libro de aventuras y la grandeza intelectual de una búsqueda del espíritu. Compleja pero perfectamente legible, tachonada de alusiones y sutilezas, se cumple en su vasto desarrollo con rara eficacia”, escribí entonces, y ahora lo reafirmo con el inmenso dolor del momento.
Siempre que estuve al frente de una publicación reclamé sus colaboraciones luminosas, personales y cargadas de una forma discreta de la erudición y la inteligencia. De uno de esos pedidos y otros azares, como él mismo recordó generosamente en una entrevista que le hicieron hace poco, nació su novela “Lisboa”, sobre los tormentosos amores de Tania y Discépolo.
Dirimimos de diversas formas los vaivenes de la amistad, amenazada a veces por sus antológicas rabietas y la espesa intolerancia mía, digna de mejor causa. Pero siempre se impusieron el respeto y el afecto por sobre la aviesa destilería de la susceptibilidad. Cuando empecé, hace un año y medio, a deambular por estos arrabales cargados de egotismo virtual, fue uno de los primeros en darme una cálida bienvenida. Y desde entonces se me hizo necesidad y costumbre atisbar en su muro sus hallazgos de archivo, que él rescataba desde su puesto en la Biblioteca Nacional y ponía a disposición de todos en su página, como quien abre un bar en un arrabal desnudo, o una pulpería en medio de la pampa, para cobijo y solaz de los muchos caminantes.
Hoy él salió hacia esa inmensidad desoladora e inexplicable de la muerte, y nosotros, los muchos que lo queremos y admiramos, nos aferramos al recuerdo de su persona entrañable y a las páginas de sus libros. Atados sin remedio al palenque de la tristeza. Que en paz descanses, queridísimo Leopoldo.
*El autor publicó este texto en la red social Facebook y estuvo de acuerdo en su reproducción en APU.