Juego de Caballeros: otra serie sobre fútbol que queda en offside
Por Diego Moneta
Las producciones de la industria del entretenimiento sobre el mundo del fútbol son escasas, aún más si nos alejamos de las propuestas de corte documental. En el caso de las series, además, no logran aparecer proyectos que puedan asentarse. Después del fallido de Puerta 7 y de la película Ultras, el pasado 20 de marzo Netflix lanzó The english game, o Juego de caballeros, por su nombre en español.
La serie, escrita y dirigida por Julian Fellowes (Downtown Abbey), nos sitúa en Inglaterra a fines del siglo XIX, y narra la gesta de la profesionalización del fútbol, en simultáneo a la democratización y masificación del deporte. De entrada, nos aclaran: hasta 1879, en ese juego reglado por las élites, ningún equipo de la clase obrera había llegado a cuartos de final de la FA Cup, la copa más antigua del fútbol mundial.
La trama plantea desde el inicio la lucha de clases en el terreno de la disputa por la pelota. Por un lado, tenemos a Arthur Kinnaird (Edward Holcroft), banquero y estrella histórica de la competición. Como buen Lord, está casado con Alma Kinnaird (Charlotte Hope) y a la espera de un hijo. Por el otro, desde Escocia llegan a Darwen, equipo proletario del norte, Fergus Suter (Kevin Guthrie) y Jimmy Love (James Harkness), gracias a la paga que reciben del dueño de la fábrica, aun cuando las normas prohíben expresamente remunerar jugadores.
Desde ese momento, se van a ir presentando distintas aristas alrededor de un eje central: la demanda física de los obreros en el desempeño de sus labores es muy superior a la de las clases pudientes. Las pautas del fútbol son clasistas, ya que los magros salarios y las largas jornadas de trabajo atentan contra los equipos proletarios, aun antes del comienzo de un partido.
De ésta manera, quedan establecidas polarizaciones de manera constante. Por un lado, los adinerados conservadores del sur y, por otro, los proletarios del norte que buscan liberarse de presiones sociales. Los jugadores de Old Etonians, ex alumnos de una escuela privada y elitista londinense, que para colmo componen la federación y aplican las reglas en su favor; y los de Darwen, trabajadores de una empresa de algodón que apenas tienen tiempo de entrenar.
Si bien el fútbol es el eje del relato, la trama se adentra en otras cuestiones para terminar abordando relaciones personales y diferencias de clase. Veremos cómo el deporte va calando hondo en el pueblo, pero también subtramas sobre violencia de género, paternidad, adopción y el poder de los bancos. Sin embargo, cuanto más se aleja de la cancha, más irregular se vuelve la representación de la serie.
Fellowes, conservador que ayudó en la campaña de Boris Johnson, vuelve a interesarse por el contraste entre clases sociales, pero sin el espacio suficiente para terminar de hacerlo de forma satisfactoria. Los vínculos entre lo que sucede dentro y fuera del campo tienden a lo esquemático, por lo que la ironía de la actuación de los ricos, en ese sentido, no acaba desarrollándose. Fellowes tiene título nobiliario, barón de West Stattford, y se le nota en tanto le cuesta describir las contradicciones de los jugadores obreros.
De esta manera, podemos decir que The english game abre muchas aristas que no logra cerrar debidamente. Arthur Kinnaird, que va a representar la conciencia de los poderosos, pasa de un punto a otro sin trabajar lo suficiente los rasgos intermedios. También queda trunca la organización obrera como analogía del trabajo en equipo durante un partido. Todo desemboca en la simplificación de presentar la profesionalización del fútbol como un mero contenedor de posibles revueltas sociales, sin ahondar en la violencia y los negocios que le rodean.
Al banquero se va a sumar su esposa y el aporte que realiza a través de una fundación para contrarrestar el negocio de los orfanatos y los prejuicios religiosos. La pareja marca la hipocresía de sus pares para hablar de honestidad y caballerosidad pero luego actuar faltando a esos valores. Por sobre todo, la serie relativiza el peso de la moral cuando el deseo de ganar está en juego.
Por la lejanía en el tiempo y la falta de registros, Fellowes se toma varias licencias respecto de la realidad. Así, llega a alterar fechas, equipos (Blackurn Rovers y Blackburn Olympics indiferenciados), resultados y hasta historias de vida. Por ejemplo, inventa un drama familiar alrededor de Suter, para conseguir una mayor empatía con el espectador y justificar su cambio de equipo, cuando la razón en la vida real fue mucho más sencilla: le iban a pagar más.
Otro de los puntos flojos es la recreación de los partidos. Adaptar el juego en la ficción siempre fue complicado, y es difícil que sea creíble. Los delanteros son muy hábiles y los que defienden muy torpes. Igualmente, la ventaja de la serie es que no hay registros visuales del fútbol a fines del siglo XIX, por lo que el relato se construye en forma de hipótesis. Las secuencias están filmadas con más cercanía a un episodio de Súper campeones que a un partido de fútbol actual.
Nos encontramos con un deporte más cercano al rugby, por su violencia, en donde el espacio y la estrategia cobran importancia a partir de los pases aéreos de “Fergie” Suter, una clara evolución táctica escocesa respecto del atropellado y físico sistema inglés. Por fuera de eso, es curioso ver cómo el dueño del equipo, y el capitán dentro de la cancha, hacen las veces de entrenador.
En la sumatoria final, The english game no es más que una serie irregular que ofrece menos de lo que se esperaba. Tras un buen punto de partida, convive con altibajos de manera constante. Por eso, sólo nos queda la paradoja actual. La modernización, absorbida por la lógica del sistema, terminó perjudicando la competición y el entretenimiento. Sin regulación sobre las finanzas de los clubes (“fair play” financiero), los más ricos son los únicos que ganan torneos. Así, como sucede en el resto de la sociedad, las contradicciones vuelven a repetirse.