"El tenista": más que punto para ganar o perder
Por Daniel Mundo | Fotografía: Qeja
El tenista, la novela de Ian Fligler, se parece a un partido de tenis, porque desde el título mismo es bastante fácil conocer el final: gana uno y pierde el otro, no hay "tu-tía". Así es el tenis. Si escribiste una novela y no sos Andre Agassi, ya conocemos el resultado. El lector tiene la sensación que el jugador pierde, pero ¿con qué criterios puede asegurarlo? Hay que leer la novela.
Aunque quien se tome ese trabajo adivine el final, aunque “sepa” el final, la novela lograr crear un estado de ánimo muy complejo que, para redondear, llamaría angustia. La palpa en un pibe de 15 años que tiene que hacerse adulto de golpe o queda en el camino. “¡Vos elegís!”, le dice el padre.
Voy a resumir de qué va la historia: empieza con las dotes casi mágicas para el tenis que se le revelan a un nene que juega su primer peloteo en la vida, a los 6 años. Yo creo en eso. Algunas personas tienen un genio para algo. Algunos nos pasamos la vida probando cuál es el nuestro. A otros se les revela por casualidad. Lo lindo en la novela es el color local donde ocurre la escena: el Club de Amigos, la controvertida institución del viejo Palermo. Termina con el narrador cuando tiene 20 años y casi llega a estar nominado en el ATP. Fin de la historia. En el medio, todo lo que un telespectador imagina cuando es adicto a mirar los Grand Slams por tele, y entra al circuito de las semis un jugador nuevo y joven (si es “nuevo” y viejo, es decir de 28 años, ponele, se sabe que ya está jugado) Los comentaristas, a la vez, te recuerdan lo que ya sabés de memoria: lo difícil que es llegar, la muchísima plata que cuesta y el compromiso total que hay que tener en la tarea. Cuando ves al nuevo picando la pelota frente a un match point, imaginás que su cerebro debe convertirse en un témpano. No hay que pensar nada. Es solo una pelota más.
En la novela de Fligler, esta presión nerviosa e insoportable se va construyendo lentamente. Primero es jugar y divertirse. Todos lo elogian. El padre siempre “quiere lo mejor para él”. Desde el primer día. Esto se ve que le pesa todavía a Ian, porque lo tiene que escribir dos veces y ponerlo en cursiva. La última charla, en cambio, la que plantea el desenlace, ni siquiera es una charla, es un mensaje de tres palabras que la madre sabía que iba a llegar antes que el narrador mismo. Esta oración también la repite literalmente dos veces en la misma página, hasta el punto de que el lector se ve obligado a releer para confirmar que es así. Es así. Las madres son unos seres maravillosos.
No es fácil lograr el suspenso y la empatía que consigue la prosa de Fligler. Escribo la “prosa de Fligler” porque no quiero creer que es Fligler el que escribe su historia, lo que convertiría a la novela en una descarga psíquica, una confesión para saldar cuentas (el narrador, es cierto, se llama “Fligler”). La novela no salda cuentas. La novela le da al lector un famoso revés a la mandíbula que le exige preguntarse por sus propias decisiones, por aquéllas que tomó en su vida y no tuvo la valentía de revisar.
Justo ayer el “más grande de la historia del tenis”, Novak Djokovic, le pegó un pelotazo de bronca a un bollboys y fue descalificado. La gente hinchaba por su rival, un español "cualunque" calificado “nada más” que 20. La gente suele tomar decisiones incomprensibles: a veces se pone del lado del pobre, del perdedor. Salvo cuando juega el “más grande de los más grandes de la historia”, Roger Federer. Ahí no duda. No debe ser fácil bancarse eso, aunque seas el Nº 1.