Adiós a Hugo Correa Luna: maestro de escritores
Por Inés Busquets
Ninguna historia se compone de detalles y si resultaran,
si, importantes, dejarían, claro, de ser detalles.
(Los árboles, Hugo Correa Luna)
El escritor Hugo Correa Luna (Buenos Aires, 1949) falleció el sábado 29 de agosto en la ciudad de Buenos Aires, acompañado de su compañera Vicky y sus dos hijas.
Maestro de escritores, se destacó por dejar una impronta de personalidad modesta y riqueza literaria. Autor de cinco libros publicados y seguramente algunos más inéditos, durante su vida forjó una huella única en sus alumnos y en quienes lo conocieron.
El efecto pandémico cambió la noción del tiempo. La vida transcurre, pero ya las cosas que nos distraen de la muerte mermaron en su calidad productiva. El impacto de esta ausencia fue ese rayo de Cortázar en el medio del patio.
El último correo que intercambiamos terminaba así: “Tenés tu espacio reservado”.
La distancia, la economía y la sensación de que la quietud del momento también detenía el tiempo me llevó a pensar que pasaría este contexto y todo volvería a la normalidad: retomar mi espacio en su taller. Terminar mi novela inconclusa.
Casa de letras, institución donde trabajaba publicó un mensaje de cada uno de sus compañeros y compañeras, entre anécdotas y despedidas el factor común era haber recibido en el último tiempo un correo o una señal de él: “Me mandó un mail cuyo único texto era este: ¿Cómo estás, Ariel? Me sorprendió que me escribiera tan cortito, y por supuesto, le contesté enseguida, mezclando chistes, información y preguntando cómo estaba él…” escribió el escritor Ariel Bermani, o la escritora Mariana Docampo: “Hace pocas semanas Hugo compartió un post que hice en Facebook sobre algunas discusiones en nuestro mundillo literario. Le dedicó un tiempo a elaborar un comentario, complejo, profundo, comprometido, y también a brindarme algunas palabras de amistad en su propio muro. Decido creer que –aunque probablemente inconsciente- fue un modo de contactar conmigo en sus días finales, un modo de despedida a través de los medios más precarios que tenemos.” Supo estar presente con cada uno, aun en sus días finales.
Correa Luna dio talleres literarios a partir del año 1979, sin embargo publicó un libro de poesía en 1989, Andando Poesía (De Cero) y recién después a partir del año 2005 la novela El enigma de Herbert Hjotsberg (El Cobre, Barcelona) y luego La pura realidad (2007, Losada), Los Árboles (Modesto Rimba, 2017) y Once campanadas a medianoche (Cienvolando, 2018).
No porque no tuviera producción sino porque según lo que él transmitía no escribía para publicar: “Vos escribí, no te enloquezcas por publicar,” me decía. Claro, era el primero en escribir con pasión y entrega, la publicación era una consecuencia, llegara o no.
La envergadura de maestro que supimos otorgarle sus alumnos tiene que ver con el compromiso y la generosidad con la que él tomaba cada uno de nuestros trabajos.
Fernando Garriga, escritor y discípulo de Hugo lo despidió así en sus redes:
Hoy me dicen
lo que ya sabía. Hoy es domingo
y te volviste pájaro, Maestro.
Me dejaste un dolor como una piedra
en el pecho
tal vez un huevo
del que nazcan
pájaros de piedra
como estatuas.
Además de estar conformando un poemario: El diario de Hugo.
“Miguel Ángel le decía a sus alumnos: yo no te enseño a tallar la piedra, te enseño a sacar lo que sobra”, me dijo una vez.
Es cierto, la paciencia para leer los textos de los alumnos, el uso de la voz impostada como si se tratara de grandes escritos, la corrección palabra por palabra, las puntuaciones, los verbos. La elegancia para señalar, la sutileza para decirnos lo que estaba demás y la predisposición para ayudarnos a reconstruir el relato. Esa era la manera de lograr que uno encuentre la piedra preciosa y la empiece a pulir.
La sabiduría de Hugo consistía en ser lo que enseñaba, si un texto mío decía: “Fulanito es alto” el solo te contaba: “En una escena Chandler dice: ese hombre que no pasaba por la puerta, ¿ves? Así se muestra en la literatura”.
Y él mostraba con sus acciones, con sus gestos, con los hechos, con los prólogos, con la participación activa en todas nuestras presentaciones. Y siempre contento, como si fuera un libro suyo, con esa plenitud que se veía reflejada en la comodidad, en la sonrisa, en disfrutar el encuentro sin mirar el reloj. Trato de pensar desde la lógica de Hugo y en realidad dejó miles de publicaciones. Pero de manera “oculta” sin ego como le gustaba trabajar a él.
Cierro los ojos y lo veo sentado en la mesa grande y cuadrada, con su gran biblioteca de fondo. Iluminado por el sol de la terraza colmada de plantas y un gato gordo que entraba y salía.
Aíra, Borges, Saer, Barthes, Ricoeur, Tolstoi, mucho de análisis del discurso, Ginzburg, Keegan, clásicos y poesía de todo tipo. Y un detalle particular, entremezclados entre las bibliotecas y en las mesas, los libros que recomendaba: los de los alumnos. Infinitésima cantidad de voces en las que también estaba él. Además de la recomendación, contaba los procesos, los tiempos, las ideas originales y sus respectivas mutaciones. “Está bien que a veces no escribas. Hay tiempo para todo y es importante que respetes esos momentos de no escritura”, me explicaba cuando llegaba desesperada inmersa en el vacío de la hoja en blanco.
Sus libros son verdaderas exploraciones narrativas: los personajes, la voz de Saer, la construcción laberíntica de Borges, el simbolismo de Kafka, el sentido del humor de Correa Luna, la riqueza de los diálogos, las interlocuciones coloquiales, la poética propia, lo convirtieron en un maestro en el arte de narrar. Porque sabía de giros lingüísticos, de desvíos, de morfología. Era preciso.
Un crítico de la realidad social, nunca evadió su responsabilidad de ciudadano detrás de los libros, nunca lo escuché intelectualizando una crisis, en momentos difíciles del país. Eso lo hacía un distinto, lo impregnaba de grandeza.
La historia de Hugo se compone de tantos detalles, como de personas con las que compartió su vida; o como diría él quizá no se tratarían de detalles.