Challenger, el vuelo final: crónica de una tragedia anunciada para la NASA
Por Diego Moneta
El martes 28 de enero de 1986 el transbordador espacial Challenger de la NASA (Administración Nacional de Aeronáutica y el Espacio de Estados Unidos) se desintegró 73 segundos después de lanzarse desde el Centro Espacial Kennedy, en Florida. El accidente causó la muerte de sus siete tripulantes y llevó a la apertura de una investigación que determinó el conocimiento previo de la NASA de lo que podía llegar a pasar.
La nueva miniserie documental de Netflix, Challenger: el vuelo final, retoma la historia desde distintos puntos de vista a lo largo de sus cuatro episodios. Su realización, al igual que la de otras incontables producciones sobre el hecho, reposa en las razones que vuelven al décimo lanzamiento del proyecto Challenger distintivo, más allá de la tragedia ocurrida, que fue vista en vivo y en directo por una gran cantidad de personas.
Por un lado, su histórica tripulación. En ella se encontraban Ellison Onizuka, primer asiático-estadounidense en ir al espacio, Ronald McNair, segunda persona afroamericana incluida, y Christa McAuliffe, profesora que podría haber sido la primera civil en hacer la travesía. Por otro, el hecho de que la organización presionó para realizar el lanzamiento, a pesar de desperfectos técnicos y riesgos climáticos de los que tenía conocimiento.
El documental, a través de varias entrevistas y material de archivo inédito, reconstruye la tragedia desde el lado técnico, político y, sobre todo, humano. La historia de la docente es uno de sus ejes, complementada por testimonios de allegados al resto de la tripulación.
El recorrido comienza a principios de la década de 1980, contextualizando al Programa de Transbordador Espacial de la NASA. Para disipar la atención de problemas económicos y protestas sociales, se apostaba al nacionalismo y a la carrera espacial. Ya se habían hecho varias expediciones, por lo que la opinión pública había perdido un poco el interés.
Debido a ello, la administración de Ronald Reagan lanza el programa “Maestros en el espacio” y, entre campañas y entrenamientos, la NASA asevera que era tan seguro como un vuelo comercial. El objetivo era reavivar el interés público por la exploración espacial, mientras la Guerra Fría estaba cerca de finalizar. En esa línea, si la expedición de la profesora Mcauliffe salía exitosamente, el próximo paso era enviar a un menor.
Al componente sociopolítico de dicho objetivo, se sumaba el aspecto económico. El Programa Apolo había sido muy caro, por lo que necesitaban uno reutilizable y de bajo coste. Además, se prometía una cantidad de lanzamientos por mes, para justificar el presupuesto asignado, un número que aumentaría de manera constante.
Sin embargo, ya desde 1977 los directivos de la NASA tenían conocimiento de que el diseño de los motores propulsores del contratista Morton Thiokol, cuya onda de choque generaba temblores, era un problema potencialmente catastrófico. A través del testimonio de ex directivos y algunos ingenieros, se da cuenta que las fallas técnicas eran conocidas.
A partir de entonces, la carrera espacial se transforma en una serie de sucesos que anunciaron la tragedia que iba a ocurrir con el Challenger en 1986. Previamente, hubo pequeños problemas o desperfectos técnicos con otros transbordadores. La posibilidad de permitir la eyección de la tripulación se descartó por la “fiabilidad del sistema”. La presión del cronograma y del presupuesto llevó a dictar una exención, a pesar de las fallas, alegando que estas permitían volar de todas maneras.
En lo que respecta al lanzamiento en particular, se canceló una primera vez por pronóstico de lluvias que nunca llegaron. Luego, pasaron varias horas arreglando un problema con la escotilla, hasta que el viento obligó a posponer el despegue nuevamente. Por último, a pesar de las bajas temperaturas que provocaron un retraso de dos horas, y con varios ingenieros del contratista en disidencia no escrita, la mañana del 28 de enero, el Challenger despegó. Pocos segundos después, ya no quedaría nada a la vista.
El documental también aborda el papel de la comisión presidencial creada por Reagan para esclarecer el accidente. La Comisión Rogers (en referencia a su presidente) estaba encabezada por Williams P. Rogers, secundado por Neil Armstrong. Además, incluía a diversos especialistas, entre quienes destacaban Sally Ride, primera estadounidense en ir al espacio, y el Premio Nobel de Física, Richard Feynman.
Rogers, ex Secretario de Estado y ex Fiscal General, era una reconocida figura política, a la que Reagan le ordenó no hacer pasar vergüenza a la NASA para poder continuar con los lanzamientos a futuro. Luego de audiencias públicas y privadas, con varios videos de lo sucedido y explicaciones de ingenieros en la prensa, la Comisión presentaría su informe.
Pasarían casi tres años para que un nuevo transbordar sea lanzado. Una vez más, en 2003, mientras el Columbia regresaba, ocurriría otra tragedia y la NASA limitaría la investigación, alegando que la tripulación no hubiera podido hacer nada para solucionar el problema que causó la explosión. Finalmente, el programa de transbordadores sería retirado en 2011.
Challenger: el vuelo final, probablemente, sea de las producciones más completas y logradas acerca del hecho. Algo esperable si tenemos en cuenta que la dirección estaba a cargo de J.J. Abrams, acompañado por Steve Leckart y Daniel Junge, y que fue producida por Glen Zipper. Sin desperdiciar el tiempo, se expone el lado más frágil de una de las instituciones más prestigiosas del mundo, como es la NASA.