Delicious: monstruosidad y lucha de clases
Nada fortuita, la escena inicial de Delicious, el primer largometraje como directora de la actriz y guionista alemana Nele Mueller-Stöfen, es una marca de agua para todo lo que veremos después. Una familia alemana de clase alta y su chofer se topan con un piquete de iracundos manifestantes. El indolente padre de la familia, John (Fahri Yardim), indaga al chofer sobre el motivo de la protesta. Piden aumento de sueldo, responde el chofer, porque la vida está muy cara. La inteligente observadora Alba (la niña Naila Schuberth) le pregunta a su padre si están seguros dentro del auto. Los vidrios son blindados, responde John ante la sonrisita despreocupada de mamá Esther (Valerie Pachner) y la inquietud de Phillip (Caspar Hoffmann), el típico adolescente mitad rebelde mitad ingenuo. Las tomas aéreas siguen al mismo auto zigzagueando por una ruta despejada entre parcelas de la apacible campiña francesa, hasta que penetra en una lujosa propiedad, escenario en el que la familia se aprestará a disfrutar sus vacaciones, lejos de molestos piquetes y gases lacrimógenos.
Tras un falso accidente en la ruta, Theodora (Carla Díaz), una empleada andaluza de un lujoso hotel de la zona, herida en un brazo por el auto manejado por John tras una cena en el hotel, se instalará en la vida de la familia, convirtiéndose en la sirvienta que subrepticiamente maneja los hilos como una ama de llaves maliciosa. Theodora incita tanto a John como a Phillip, y busca transmitir ciertas enseñanzas inocentes a Alba a la vez que ambas se acusan recíprocamente de ladronas del celular de Esther. Un episodio que exhibe la influencia que Theodora ejerce sobre John, el más débil de la cadena, es cuando éste mata a una de las martas que asedian en los techos y cuyos ruidos provocaron la negativa de Esther a mantener relaciones sexuales con él. Las martas son un pretexto de Esther para no aceptar que el matrimonio está quebrado y también una percepción certera de que algo está mal en los alrededores.
Mueller-Stöfen suma, dosificadamente, contraseñas de un desastre que ya presentimos en la secuencia de la larga noche de juerga continuada con un amanecer en la playa, mezcla de ritual adolescente y armonía de clases, en el que Esther se "libera" con Erik (Joep Paddenburg). Al regreso de ese desvío, hábilmente trazado por Theodora, agarradas de la mano en la luminosa cocina de la casa, Esther le dice a su inesperada amiga que nunca se había sentido tan libre. Theodora le contesta con la archiconocida cita de Gramsci: "el viejo mundo se muere y el nuevo está por llegar, y en ese claroscuro surgen los monstruos". Esther sonríe y le pregunta si lee a Gramsci, a lo que Theodora, sonriendo también, le responde que por supuesto que no porque ella es sólo una sirvienta.
Mueller-Stöfen usa la vieja fórmula de los relatos vampíricos en las que el monstruo seduce a sus víctimas y luego las debilita mediante la complicidad sentimental y la tensión sexual. La sensualidad ojerosa y casi indolente de los monstruos de Delicious es reforzada por una lente minimalista que domina las actuaciones, los diálogos, el cromatismo, los movimientos de cámara y el sonido. Mueller-Stöfen, afortunadamente, no cae en el melodrama erótico, y, quizás todavía más afortunadamente, no ancla la otredad a una "naturaleza" maléfica o satánica, como suele hacerlo la corriente del mainstream cinematográfico norteamericano –cada vez más degradada a vulgata teologal–, y sí se ocupa de ajustarla a la estructura de sentimiento de una época. Porque aunque Delicious nos recuerde a Teorema de Pasolini y El Sirviente de Losey, es imposible negar que las metáforas de antaño entraban como anillo al dedo en el sistema de creencias e ideas de la vida de aquellos espectadores que salían del cine sabiendo que lo que veían guardaba una analogía con las expectativas y los proyectos de cambios sociales y económicos. Hoy apagamos las pantallas sabiendo que la continuación de la guerra no es la política sino la vida social, o lo que queda de ella, donde las redes de protección y los horizontes de bienestar se fosilizaron o directamente desaparecieron. En este claroscuro de miserias y resignaciones, los monstruos de Mueller-Stöfen, mientras trabajan para alivianar el tedio veraniego de los ricos clientes del Hotel La Fontaine, sostienen una comunidad cuyo designio hace de Delicious una película de terror, calificación correcta si admitimos que, de acuerdo a su metáfora principal y atroz, lo terrorífico es aquí renta excedente de lo social.
El final de Delicious muestra a John confundido, sin Esther, abandonado además por su amante, la esposa de su amigo, y a merced de los monstruos. Cuando John esté fuera de juego, Phillip consumará un acto que metaforiza la incorporación definitiva del Padre, condenándose así a la soledad y la impotencia. Alba, contrariamente, que tiene todo el futuro por delante, es la elegida por Theodora para incorporarla a sus milicias. Pero hay un cierre más, sumamente revelador, y es el momento cuando en la que será su última fiesta, antes de que sea apresada/abrazada por los amigos de Theodora, indudable cita a Munch, Esther descubre que nunca fue más que una presa apetecible y le reprocha a Theodora que ella creía que eran amigas. Theodora le retruca que nunca fue su amiga ni su sirvienta. Semejante respuesta, como síntoma lógico de esta época, suponemos, quizás escandalice a los amantes de las conformidades espurias y los paraísos artificiales como algo parecido a una traición.