Relatos de entrecasa: "Pandillas juveniles" de Etín Ponce en la voz de Alejandro Apo
Por Etín Ponce
De esta consigna nos imbuíamos, si bien inconscientemente, con un grupo de mis amigos de la preadolescencia cuando queríamos lograr un objetivo y las cosas se complicaban más de lo esperado.
Quizás en aquel momento lo hacíamos para arengarnos mutuamente a nosotros mismos, sin sospechar que tal modus vivendi nos acompañaría por el resto de nuestras vidas.
Si llegado el caso había que apartar a algún miembro del grupo por no estar éste preparado mentalmente para enfrentar situaciones azarosas, lo hacíamos sin complejos en beneficio del colectivo.
Para depurar a la tribu aplicábamos entre nosotros este concepto de guerra: cuando a un soldado hay que andar levantándole seguido el ánimo, es preferible no tenerlo en las filas.
Yo tenía dos grupos de amigos, uno integrado por aquellos con quienes compartí estudios, que eran más o menos recatados, por llamarlos de alguna manera, y «los otros». Estos últimos, a los que prefiero no calificar, son la sustancia del presente relato.
Provenían de hogares humildes, con algunas carencias materiales, pero salvo alguna excepción, no padecían hambre, y también hay que destacar que no tenían acceso a algunos bienes que otros chicos sí tenían y que ellos deseaban.
Dentro de este selecto grupo de amigos estaban Dante, Carlitos y como ya lo he dicho en otras oportunidades, también el Negro Bachicha.
Si tuviera que trazar un paralelismo con el Negro diría que nos parecíamos en la escasez de recursos económicos y en nuestro común apego por los deportes, pero, por supuesto, también teníamos nuestras diferencias, las que quizás hayan servido para potenciar y complementar esa relación.
A una timidez natural que yo tenía, el Negro le oponía una falta total de prejuicios, era capaz de discutirle a Gertrude Elion acerca del tratamiento de la leucemia.
Yo tenía avidez por la lectura y entiendo que el Negro todavía no debe haber terminado de leer aquel Patoruzito que le escamoteó a Roberto Somadossi cuando el titular de la tradicional librería de Avenida Independencia tuvo un infeliz momento de distracción.
Otra de las cosas que al Negro corresponde computársele en la columna del debe, como ya dije en otras oportunidades, es que no le gustaba trabajar.
En cambio, y afirmo esto solo porque tengo calificados testigos que, en caso de ser alguna vez necesario, lo acreditarían fehacientemente, yo siempre trabajé.
Si debiera enumerar las labores que realicé alguien podría decir socarronamente que se trata del currículum vitae del legendario personaje de la mitología sumeria, hijo de la diosa Ninsun y de un sacerdote llamado Lilliah a quien el relato mitológico le asignó el nombre de Gilgamesh El Inmortal.
Pero no. Mis padres no eran sumerios sino santiagueños como mis hermanos y la familia nunca tuvo delirios de ocupar trono alguno, excepto el que comenzó a utilizar mi padre Luisito cuando ya entrado en años, le hizo colocar un suplemento al inodoro que le menguaba los dolores articulares de su columna vertebral.
Fíjese los trabajos que tuve, y si quiere anote pero no se asombre: repartidor de leche, peón de albañil, ayudante de plomero, peón en campamento de ladrillos, mozo del viejo y desaparecido comedor Anahí y del mítico servicio gastronómico rafaelino Organización Miguelito, operario de la ex FACCA (Fábrica Argentina de Cartón Corrugado y Afines) hoy convertida en Smurfit Kappa Sunchales, ayudante de carpintero, empleado de la antigua casa Pipa Bonaudi, analista de control lechero, responsable de técnicas de difusión y extensión agropecuaria, gestión en economía agraria y comunicador social en medios escritos y orales. ¡Tomá para vos!
Pero mucho antes del desempeño de estas labores, a los doce años atendía el quiosco del Club Libertad de Sunchales, institución deportiva en la que mi padre trabajaba de mozo y mi madre en la cocina del comedor.
En esa época en el club se realizaban exposiciones memorables. En el coqueto salón principal de techo abovedado, piso de parqué y amplios ventanales se exhibía todo lo concerniente a la industria y al comercio mientras que en la cancha de fútbol se exponían las maquinarias agrícolas.
Uno de los stands más visitados y promocionados de aquella Expo era el que exhibía una gran variedad de hormas de quesos que mis amigos, los marginales, observaban extasiados quién sabe con qué dudosa intención. Intención que rápidamente me revelaron y a la que yo, de voluntad frágil y conocido por no defraudar la confianza de mis amigos, accedí casi como quién acepta el cumplimiento de una responsabilidad indelegable, casi religiosa.
En esa época en el club yo era como de la casa. Cada noche, cuando la muestra finalizaba y la gente se iba, me tocaba cerrar el quiosco que personalmente atendía y acompañaba a Lolo Lucatto en su recorrida por el salón a cerrar todas las ventanas y correr las cortinas.
Para quienes no hayan conocido la vida del Deportivo Libertad de aquella época las y los ubico en tiempo y espacio. Lolo Lucatto fue siempre la llave de entrada y salida del club, el encargado de todo, era al club más que Aristóteles a los griegos, Julio César a los romanos o Mahoma al islamismo, o sea: podías llevarte mal con el presidente, putearte con el gerente pero no llevarte mal con Lolo, pretender ingresar al club enemistado con él era como querer entrar a la Basílica de San Pedro con una pancarta en contra del catolicismo, porque era de esos que por responsabilidad y tiempo en el club se constituyen en referentes ineludibles a la hora de nombrar a los personajes históricos ligados a la vida de la divisa aurinegra de la santafesina ciudad del cañón.
Resulta imposible describir la capacidad de trabajo, la dinámica que tenía en su plenitud física, era ciertamente una persona que podía trabajar horas y horas sin parar. El Negro Bachicha podría caer extenuado solo con mirarlo cómo marcaba y pintaba la cancha de fútbol, cortaba el pasto, arreglaba lo que se rompía o cuando controlaba el pH del natatorio a las dos de la mañana.
Vuelvo a aquella noche en que los marginales me habían encomendado «determinada» misión. Esta, al término de la jornada de la Expo, consistía en ir detrás de Lolo y, ni bien tuviera yo oportunidad y sin que él se diera cuenta, destrabaría una ventana por dentro y dejándola arrimada de manera tal que, tapada por la cortina, pareciera que estaba totalmente cerrada como las otras.
Y bien. Así lo hice y al rato, cuando la ciudad entornaba los párpados, regresamos con la pandilla, ingresamos al salón por la ventana a la que había dejado sin trabar, tomamos como al pasar unas bebidas cola del puesto de Audero Hnos., hicimos lo propio con unos viejos, duros y manoseados panecillos en el stand de La Espiga de Oro y nos dirigimos al lugar donde se encontraba el leit motiv de la pieza principal que deseábamos ejecutar, el sitio del preciado botín: el stand de los quesos.
Agarramos solo dos hormas como para saciar el hambre sin desperdiciar y también como para que la acción no generara demasiado alboroto al día siguiente.
Con el tesoro en nuestras manos, ansiosos, saltamos el tapial del club y apelando a una figura literaria campera, pasamos como perro pa´la carneada al lado de Carlitos Olmo, que de la borrachera que tenía no podía cruzar la esquina de Dentesano y Leguizamón.
Con la respiración entrecortada por la velocidad que le imprimimos a la marcha nos dirigimos rumbo al viejo puente del canal a disfrutar de aquel trasnoche que tanto habíamos imaginado.
Ya tranquilos, normalizadas las pulsaciones y sentados en el pasto nos dispusimos a comer.
-Negro... ¿Trajiste el cuchillo? -se escuchó decir en la oscura garganta de la noche.
-Sí, por las dudas traje dos -respondió el Negro Bachicha, que venía con «atraso cambiario» en lo que respecta al suministro alimenticio.
-¡Qué pasa, che!, o este queso es muy duro o el cuchillo muy ordinario porque se le dobló la punta. ¿De dónde lo sacaste, Negro? -inquirió Carlitos, nervioso e impaciente.
-Lo tenía guardado mi viejo en un cajoncito, medio escondido, me parece que es igual a uno que se le perdió a doña Aurora, una vecina que nos gritó de todo echándonos la culpa de aquella desaparición. Tomá, probá con este.
-¡A este también se le dobla la punta! ¡Queso de mierda, no lo puedo cortar! -bramó Carlitos, decepcionado al ver que no podía con la horma de queso que tenía entre sus manos.
Así, una y otra vez, hasta que lastimosamente caímos en la cuenta de que las hormas... ¡Eran de madera pintada!
Con aquel grupo marginal de amigos siempre supimos que fuimos lo que las circunstancias hicieron de nosotros, pero también lo que nosotros hicimos con esas circunstancias.
Nunca renegamos de las cosas que nos deparó el destino, buenas y de las otras, porque cada una de ellas contribuyó a cincelar la imperfecta pieza en la que nos hemos convertido.
No voy a realizar una defensa de aquellas conductas preadolescentes porque sería hacer apología del delito, sí digo que en estos tiempos escucho a muchos impolutos de heladeras llenas hablar del hambre con una liviandad pasmosa.
En cierto sentido el hambre es como el amor. Para hablar con autoridad de uno y otro primero debe habérselos conocido, porque ambos, el hambre y el amor, no son instrumentos que suenen bien cuando se los toca de oído.