Mónica Gutiérrez, una afrodescendiente que resiste con el conocimiento y cura con plantas
Por Luciana Loza | Ilustración: Gabriela Canteros
La luz del atardecer no es la misma en verano que en otoño, ni en invierno ni en primavera. Cambios casi imperceptibles al ojo distraído ocurren permanentemente en la naturaleza. Una sinfonía con múltiples movimientos se sucede desde el origen mismo y como seres vivos que habitamos este hogar, somos parte de la orquesta. También, en varias ocasiones, los principales responsables de la desarmonía, por acción u omisión.
Inducción mediante fuimos olvidando que somos indivisibles del universo y algunos se creyeron que podían estar por encima de la Madre Natura y, además, ejercer el dominio entre nuestros semejantes distorsionado el proceso evolutivo, convirtiendo así a la familia humana en un campo de batalla con pocos opresores y muchos oprimidos. Por medio de la tiránica aplicación de un modelo coercitivo, se trata de eliminar lo que molesta, lo que sobra, lo que no gusta, lo que no quiere aceptar cierta elite que, a la vez, reproduce un discurso maniqueísta y siembra el terror para desalentar a quienes se atrevan a dudar o cuestionarle sus fundamentos amparándose en teorías científicas. Por un lado la razón, por otro la intuición, luz y oscuridad. División de razas, división de géneros. Por lo tanto, no es casual que el razonamiento científico busque encajar entre el saber popular falsas creencias, mentiras, y prejuicios para socavar desde adentro la tradición cultural de cosmovisiones ancestrales. En contraposición a esto encontramos voces, corporalidades y prácticas que nos recuerdan que formamos parte de un gran organismo donde todo está sistémicamente interrelacionado y que estamos yendo a contramano en un planeta diverso y abundante de belleza.
En mi consideración, la transmisión oral es uno de los instrumentos para quebrar el orden impuesto. Y si viene de parte de una mujer que es descendiente de esclavizados y proclama que cura con plantas merece toda mi atención.
“Hasta el amor seco tiene propiedades medicinales” me dice Mónica Gutiérrez, afrodescendiente serrana nacida y criada en Villa Giardino, aunque hubo momentos de su vida que los pasó en otras provincias. Ezequiel Agüero nos dice en Plantas medicinales silvestres del centro de Argentina que “la Bidens pilosa L., conocida popularmente como amor seco es una hierba anual, ramificada. A pesar de ser una planta tan poco querida, es maravillosa. Como verdura, es muy nutritiva, pionera en suelos modificados, melífera y medicinal. Cosmopolita tropical, se la puede encontrar en Paraguay, Chile, Brasil y Argentina. Desde Mendoza hasta Buenos Aires y por el norte hasta Jujuy”. Curiosamente, algunos de estos son los lugares habitados por Mónica en su infancia.
Actualmente vive en Casa Grande, localidad del Valle de Punilla, sierras de Córdoba. El mejor escenario para conversar con ella hubiera sido a la sombra de un Molle o algún Tala después de haber recorrido los senderitos marcados por el paso de vacas y caballos, reconociendo y recolectando buenezas antes de que las heladas inicien el ciclo de descanso de la tierra. Pero como suele suceder, a veces lo urgente no deja tiempo para lo importante y el recurso virtual de la comunicación sirve para los fines de esta nota.
“Tengo 57 años”, comienza diciendo en un primer audio de wathsapp. “Nací en La Falda pero vivíamos en El Molino de Thea (un barrio de Villa Giardino) Somos una familia de doce hermanos, mi papá murió cuando yo tenía 6 años. Él era de Salta y mi abuela paterna Epifanía, era boliviana. Ellos sabían cómo curarse con los yuyos. Cuando fallece mi papá me llevó mi abuela Fany a vivir con ella, que por ese tiempo estaba en Jujuy”.
Y de esta manera Mónica fue aprendiendo el arte de curar con plantas. “Tos resfríos, dolores de panza, todo te lo curaban con yuyos. Lo endulzaban quemando azúcar con una brasa. Y así de chiquita me interesó conocer más y más”. Con 8 años, vuelve a su casa natal y ahí convive un tiempo con la otra abuela: Juana. “Era descendiente de africanos”, me cuenta y es la que también le muestra cómo sanar con lo que la tierra nos brinda tan generosamente. “Nos enseñaba los nombres comunes de las plantas, tal como ella los conocía y nos decía para qué servía. A mí me interesaba mucho así que le preguntaba todo, soy muy preguntona”.
Juana Fernández había nacido en la ciudad de Córdoba cuando su madre ya era sirvienta en casa de los Chiodi. Fue traída por esta familia a Villa Giardino como ama de leche de uno de sus hijos. Y aquí se quedó Juana y tuvo su descendencia. Poco cambiaron las condiciones materiales de subsistencia de estas mujeres.
No pasó mucho tiempo cuando mandaron a Mónica a trabajar a Mendoza, cama adentro. Allí estuvo 2 años para luego volver una corta estadía con su familia hasta que la madre la mando a la ciudad de Córdoba, como empleada doméstica. Con todo este derrotero y obligaciones había poco tiempo para ir a la escuela. “Fui a primer grado mientras viví en Giardino pero no iba todos los días porque había que trabajar. Aprendí a leer con la ayuda de la gente, siempre con un diccionario. En Mendoza fui un poco a la escuela y cuando tomé la primera comunión me regalaron mi primer libro, El Principito”.
Como una semilla que duerme en la tierra hasta que se dan las condiciones para despertar, Mónica, a los 19 años, dijo basta. No quiso seguir trabajando en las condiciones en que lo hacía. Ella nunca vio un peso. “Fue una infancia muy dura, pero se puede salir adelante, si una quiere. Gracias a Dios me tocó gente re linda, aprendí mucho, siempre fui muy curiosa.”
A los 20 años se casó y se fue a vivir a La Punilla, un paraje rural donde echó raíces y fue madre de 3 varones a los que les inculcó el uso medicinal de las plantas. “Ahí viví 27 años. Y conocí mucho más de las hierbas medicinales preguntándole a la gente y, leyendo libros viejos de medicina natural, aprendí las propiedades curativas, cuáles son tóxicas y la forma y las cantidades recomendadas para tomar. Siempre viéndolas crecer, recolectando, me encantan las plantas”.
Así con la fuerza natural de lo silvestre esta mujer sobrevivió a experiencias adversas. El desarraigo, la falta de amor que se espera de una madre, la protección, el cariño. En cambio, el monte, los yuyos y las abuelas le dieron sentido a su vida. En su semblante siempre brilla una sonrisa, “es bueno reír, cura el alma”, me asegura y agrega: “la pasamos mal con mis hermanas, porque a las mujeres mi mamá nos hizo siempre a un lado, pero bueno, acá estamos y somos lo que somos”.
Para terminar, le pregunto: ¿si pudieras convertirte en una planta, cuál elegirías? “Un mimbre”, me responde, “me gusta porque se dobla, pero no se quiebra, danza con el viento y es muy fuerte”. A pesar de que su madre usaba las varillas para castigarlas, elige este árbol. Quizás sea una forma inconsciente de resistencia y de resiliencia. Cualidades que permitieron a nuestros ancestros esclavizados durante el período colonial (en muchos casos, una situación que se prolongó aún después de la declaración de la abolición de la esclavitud) mantener vivo el germen de la rebeldía y la libertad. Seguramente hubo una mujer que alivió las heridas con Barba de Piedra, Palán Palán, Llantén o Verdolaga allí donde, después de haber sido sentenciado a un infame número de latigazos, un cuerpo y un alma padecían.
Orgullosamente Mónica y tantas otras mujeres afrodescendientes hoy están haciéndose valer por sus muchas virtudes cultivadas con amor propio. Porque, si bien el amor seco es una planta maravillosa que podemos encontrar creciendo en cualquier clase de lugares, es urgente y necesario abonar con tierra fértil nuestro corazón, regarlo todos los días con alegría y darle la luz y el calor de pensamientos del más elevado amor si no queremos ser la próxima especie en extinción. Nada surge afuera si antes no fue creado primero adentro