Cómo ser conducida, por Violeta Kesselman
Por Violeta Kesselman
Cómo ser conducidx
Entre las cosas que se supone son divertidas pero que en verdad son muy aburridas se encuentran en un lugar de privilegio los perfiles de “políticos” que circulan en diversas publicaciones. La ministra usa la misma campera de cuero desde los 25; el secretario se escabulle de reuniones para ver a Douglas Haig: las anécdotas de gestión o rosca y los detalles con efecto de realidad no logran darle calado a una mirada que se enfoca en la “dirigencia” como clave de la política argentina. Lo que nunca va a entender ese tipo de pensamiento es la lógica de la organización política, a cuya voluntad de construcción llama alternativamente “sed de poder”, “voracidad de contratos”, o cualquier otra metáfora gastronómica. En su supuesta ingeniosidad esa mirada se saltea un hecho simple, milenario: la existencia de un deseo de transformar lo que creemos una injusticia, lo que “nos parece mal”. Demasiado humano para los profetas del cinismo.
Para ese pensamiento castinguero y dirigencial hay sólo dos motivos posibles por los que alguien se dejaría conducir (o mejor dicho, se sentiría representado): el engaño o el deslumbramiento por determinada medida de gestión que beneficia a su sector particular. Lo que no comprende esa mirada es que ser conducido consiste, sobre todo, en dejarse marcar una táctica y una estrategia para, como dice Cristina, poner en juego nuestra libertad personal a fin de ampliar la libertad de los otros.
La confusión es tan grande que se vuelve necesario repensar todo este asunto, empezando por un señalamiento básico: más importante que poder conducir a otros es dejarse conducir. Sin conducidos y conducidas, a lo sumo habrá candidato, habrá una figura, habrá muchos caracteres por página, pero nada que dure. Por eso pensemos lo que nos toca: ¿cómo se da esa relación entre conductores y conducidos en una organización vertical? ¿Acaso los voraces y sedientos usurpan las mentes de los inocentes e idealistas? ¿Hay hacer todo lo que le dicen a una? ¿Se puede pensar “por sí mismo”?
El bastón de mariscal apunta hacia uno mismo
Primero, una constatación del propio Perón: todos los compañeros y las compañeras conducimos algo. Algunos conducen frentes, otros conducen millones, otras conducen las ansias y expectativas de las familias que viven cerca del tren, otros conducen seis compañeras muy abrigadas un sábado de otoño; y otros, quienes “menos” conducen, son conductores de sí mismos. Es en este sentido que debe entenderse la frase “cada peronista lleva en su mochila el bastón de mariscal”; no se trata, como quiere la vulgata realpolitikera, de que cada peronista esté preparado o preparada para trepar y hacer harina a los demás. Por el contrario, la frase apunta a una verdad menos rosquera y más concreta: la militancia (palabra que Perón no emplea) implica una fuerte autodisciplina que, más allá de cuestiones operativas, apunta realmente a tener a raya al yo y a integrarlo productivamente al colectivo.
Si Brecht les decía que estudiaran al hombre en el asilo, a la mujer en la cocina y al sexagenario porque estaban llamados a ser dirigentes, la organización convoca a formarse políticamente porque todos estamos llamados (aunque no lo sepamos) a ser militantes conducidos por otros. Y para poder ser conducido por otro, el primer paso es conducirse a sí mismo, incluyendo los detalles más nimios. Hay que perder de vista todo aquello en lo que yo se asienta orgullosamente. Desde los adolescentes “soy antisocial” y “soy calentón”, pasando por el impresentable “soy colgada”, hasta el más rebuscado “soy muy honesto y siempre digo lo que pienso”, se trata de dejar de lado los lugares en los que el yo se siente demasiado cómodo, demasiado “sí mismo”.
El diablo está en los detalles. Poner “ok” un chat ante una convocatoria, de modo tal que el o la responsable sepa si leímos el mensaje y lo entendimos, contestar lo antes posible cuando somos requeridos, rellamar si se nos escapó la llamada, no son meramente cuestiones de etiqueta contemporánea. Delatan algo: el respeto por la autoridad política y, siguiendo, el respeto por la cadena de definiciones que hicieron que el o la responsable ocupe ese lugar –con “autoridad política” no nos referimos meramente a los roles de mayor responsabilidad de la organización, sino también a la pequeña pero clave conducción táctica que ejerce, por ejemplo, una compañera del barrio con flequillo de nena sobre otros dos militantes. Parece en principio más fácil respetar la autoridad política de Cristina que la de esa compañera… pero no respetar a esa compañera es no respetar a Cristina.
Es conducido quien confía
Empezar a militar es más que pasar por una charla de encuadramiento, primero, y acudir a determinadas convocatorias, después. Eso deja al yo intacto, en un mismo lugar de exterioridad respecto a la militancia política: están “mis deseos”, “mi agenda”, “mis actividades”, por un lado, y “los deseos”, “la agenda”, “las actividades” de la organización por el otro. Dicho de otra manera, la organización (en la forma de compañeros con más responsabilidad) me convoca; y yo asiento o me niego. La mística, la ideología, la formación, las actividades van operando una transformación de la relación del yo con el colectivo, que tiene quizá como primer síntoma la confianza en la conducción. Por supuesto, al principio seguramente esa confianza sea semi-pre-política, y dependerá un poco de las características del compañero que conduce o de nuestra relación personal con él/ella: si habla con amabilidad, si es simpática, si nos cae bien, etc. Pero como la conducción no es una persona sino una función (que obviamente recae en alguien en particular), progresivamente tiene que crecer la impersonalidad de esa relación hasta llegar a la instancia donde sólo importa que una definición me la esté dando quien conduce, y no si quien conduce es X o Y. Por supuesto, esto va completamente a contrapelo de las relaciones de la vida extra-militancia –y no sólo, también de modalidades políticas con un fuerte componente “amical” (típicamente la frase me cuidan mis amigas, no la policía, entendible en un momento de rabia defensiva). Formarse políticamente también es saber despojarse de las afinidades y caprichos personales, porque impiden el pleno funcionamiento de la orgánica, y por lo tanto la acción militante organizada.
Inicialmente, alguien puede suponer que es “mejor” el compañero o la compañera difícil de conducir, que interpela y pone a prueba, genera debate, que dice “las cosas como cree que son”. Pero lo cierto es que puede ser fácil distinguir entre la duda genuina (por qué estamos haciendo esto, a dónde vamos con esto otro) que el afán incluso inconsciente por recortarse de las definiciones generales. Lo que falla en esos casos es la formación política, no en el sentido de haber leído Puiggrós, Hernández Arregui o cualquier otro, sino en el de haber podido incorporar la lógica militante, que se basa enteramente en la confianza (en lxs compañerxs, en la conducción, en Cristina, en el pueblo).
La confianza en la conducción es condición indispensable para poder ser conducido. Y esta confianza no puede requerir una permanente prueba de amor; por el contrario, el dato por default es la legitimidad de la conducción para dar definiciones. Para que esta confianza nazca y se mantenga se requiere una enorme dosis de humildad, que permita poner en cuestión al yo: ¿por qué un compañero al que un proceso colectivo puso en el lugar de responsabilidad por mis acciones estaría equivocado, y yo tendría razón? ¿Por qué una y otra vez la organización requeriría mi mente para iluminarse? Como en la metáfora del calendario en la que la vida en el Universo equivale a un año, y toda la existencia de la humanidad ocupa solo los últimos 20 segundos, en algún punto lo mismo ocurre entre la historia de la organización, la complejidad del entramado que sostiene de cada definición, y la opinión personal. Por regla general, y aunque suene a 1984, las definiciones que da organización a través de sus responsables son correctas, y los pareceres individuales que colisionan con ellas están errados… básicamente porque las definiciones de la organización no son algo que toma Alguien en Algún Otro Lado (volveremos sobre esto) sino que son el resultado de una decisión que surge de la práctica y la reflexión colectiva. A qué nos referimos: no se trata de que las decisiones surjan de forma asamblearia o plebiscitaria, haciendo bascular la definición ante cada parecer, sino que son las mentes, los oídos y los ojos de los compañeros y compañeras los que aportan los insumos objetivos (datos, números) y subjetivos (análisis de la relación de fuerzas, balance de la actividad, propuestas de avance) para que se tomen las decisiones. La conducción confía en nosotros para que desarrollemos determinada actividad… ¿Por qué no habríamos de confiar en quien confía en nosotros? Si somos co-responsables de las definiciones, desconfiar de la conducción es desconfiar de nuestra propia (“individual”) capacidad militante.
Ahora bien, ¿esto quiere decir que nadie puede “decir nada”, a riesgo de ser llamado o llamada liberal? En absoluto. Es bueno tener ideas acerca de cómo mejorar algo, pero asumiendo ese momento con la responsabilidad de hacer una propuesta duramente sopesada… que puede hacerse realidad por la fuerza de la organización (un secreto: no estamos tan acostumbrados a que las ideas políticas que tenemos se hagan realidad). Se valora al compañero o compañera que hace un planteo, cuando este es meditado, razonado, puesto en juego… y que arriesga su ego con la posibilidad de que su responsable le diga “eso no es así”, “no lo vamos a hacer”. Además, se trata de cuidar el tiempo colectivo de la organización, porque es arduamente construido: es tiempo arrancado a la cotidianeidad cíclica burguesa (la carrera personal, los trabajos aburridos y mal pagos, etc.) o bien desgajado con amor de otros sectores de la vida personal (el tiempo de la familia y las amistades). Disentir ante cada definición, tener siempre “una idea mejor”, hacer propuestas poco viables, no es equivalente a ser más inteligente, más valiente o ver la situación más clara, sino que suele ser un síntoma de inmadurez política. Si por añadidura estos apartamientos impiden el avance de la organización (porque la compañera elige de qué actividades participa, porque el compañero incentiva a otros haciendo gremialismo) entonces el ego nítidamente se coloca por delante de la organización y de la voluntad de transformación política. Parafraseando el dicho: ¿qué es lo que quieren los y las militantes, tener razón o transformar la realidad?
Todo está en el mismo lugar
Adelantamos más arriba una trampa del verticalismo mal entendido, que es la del compañero o compañera que se deja conducir invocando siempre que determinada cosa es una definición que “viene de arriba”, que por eso no hay que reflexionar sobre ella, que sencillamente hay que acatarla sin chistar. Por supuesto, habrá momentos donde la urgencia será tal que no se podrá parar a explicar cada cosa, y habrá otros donde las razones no deban ser explicadas. El problema es cuando sistemáticamente la lógica de la toma de decisiones se entiende de esa manera. ¿Por qué esto resulta contraproducente? Porque la disciplina política no apunta sólo a una cuestión operativa (que las cosas se ejecuten para no detener la actividad), sino a cómo agrandamos, mejoramos y sostenemos en el tiempo una organización fuerte que es, junto con la conducción de Cristina, el enorme diferencial que tenemos respecto de todas las fuerzas políticas de nuestro país. Y para eso hace falta un compromiso total, que exceda el cumplo lo que me dicen porque viene de arriba.
Lo dijimos antes, pero la idea de que el yo se sacrifica cuando ejecutamos una definición (no acuerdo pero acato) es todavía demasiado vanidosa. Pero además resulta problemática la noción de que las ideas se toman en “otro lado” y que “bajan” hacia las bases. No hay, en rigor, ningún otro lado. Concebirlo de esa manera hace que no nos involucremos con las definiciones; al tomarse en “otro lado” la responsabilidad de cada uno y cada una parece limitada, cuando en rigor tiene que ocurrir exactamente lo contrario: hay que llevar la definición hasta el fin, y si en el medio nos parece destinada al fracaso, ocuparnos de mejorarla a través de canales orgánicos. Un ejemplo concreto: la conducción dice que hay que hacer un Día de las Niñeces en cada punto del país. Cada distrito prepara a conciencia las jornadas… Dos días antes del domingo en un sector de seis manzanas un compañero que está difundiendo casa por casa la actividad advierte que una pelea entre dos familias parte al barrio al medio y ennegrece los ánimos. ¿Cuáles son los caminos que se abren? Puede reportar por arriba esta situación, y dejar que se avance con jornada: si sale mal, dirá “es que la definición era hacer la actividad; avisé que las familias estaban peleadas pero yo no tomo las definiciones”. O bien puede realizar ante su responsable un reporte exhaustivo de la situación con una conclusión que será sometida a examen (“no sé si están dadas las condiciones porque está todo el barrio peleado”) e involucrarse en la definición que surja de allí.
Es que las definiciones son pautas más o menos nítidas de acción política que luego se actualizan al concretarse. En ese sentido, nada hay más hermoso que una definición correcta que es ejecutada rápidamente, con responsabilidad y creatividad por parte de los compañeros y las compañeras, que la devuelven, en algún punto, mejorada y enriquecida con los matices que da la realidad. La definición es blanco y negro, su concreción toma color, ya que muchas veces ejecutar algo hasta el fin implica tomar mil pequeñas decisiones en el camino que cuando son correctas realzan la actividad militante y multiplican las posibilidades.
La idea de “otro lado” donde estaría el verdadero núcleo de la organización engendra un peligro aun peor: separa a la conducción (táctica, estratégica) del resto de la militancia, replicando al interior de la organización la mirada que divide a la sociedad entre “la gente” y “los políticos”. Lo que queda luego es pedirle a la propia conducción que “haga algo”; lo segundo, la antipolítica y el abandono de la militancia. Se busca, en cambio, un doble movimiento: que cada compañero ponga todo de sí a la hora de ejecutar las definiciones; por otro lado, que las definiciones que reciba las haga propias, en el sentido de que realmente desee que salgan bien, por más que no hayan emanado de sus labios. Es esa pasión que no distingue las “ideas propias” de “lo que me dijeron que haga” la garantía de posibilidad de ese deber de vencer del que hablaba Perón. Las comillas de la frase anterior existen porque en rigor esas categorías, lo propio y lo ajeno, no aplican del todo en la organización.
Suena lindo de escribir y hasta de leer, pero ¿cómo efectivamente se llega a eso? En primer lugar, una vez que un compañero se suma, la formación política es fundamental, como también la “formación informal” que puede recibir a través de su responsable o de compañeros con más experiencia. Más allá de las palabras, los ejemplos: militar, militar y militar aprendiendo. No hay una fórmula más compleja.
Y siempre recordar una frase de Máximo: “la velocidad de los deseos es más rápida que la velocidad de la construcción”. En cada momento donde nuestro deseo individual de determinada acción colectiva no se pueda realizar, o no sea el momento, o la organización decida no llevarlo a cabo, sea ese deseo una actividad en un barrio o la candidatura a presidentx de alguien), hay que pensar que la construcción (colectiva) es más sabia que las ganas (individuales) de determinada cosa, y confiar en los tiempos de la conducción. Sin esa confianza, las posibilidades de la acción militante se acotan, se empobrecen, y termina ganando la fuerza centrífuga. Más allá de momentos de avance o retroceso, la organización es lo único que dura cuando todo lo demás, empezando por los vaivenes del ego, se desvanece. Por eso la clave es fortalecerla. Y para eso la primera y permanente responsabilidad de cada compañero es dejarse conducir.
* La nota contiene lenguaje inclusivo por decisión de la autora.