Diálogo entre un padre y un hijo en tiempos de pandemia y guerra
Por Pablo Melicchio y Felipe Melicchio | Ilustración: Gabriela Canteros
Lugar de encuentro: la cocina. Entre mates también circulan las palabras. No importa a quién se le ocurrió, eso es lo de menos. Lo que sí importa es el encuentro, los deseos asociados, la propuesta de escribir juntos. ¿Y si escribimos a cuatro manos?
La tarde de Castelar se va perdiendo en un lento crepúsculo, como la ceguera de Borges. Padre e hijo, devenidos escritores, frente a otro devenir, el del mundo, incontenible en textos. Sin embargo, tercamente, el padre escribe; sin embargo, el hijo continúa con ese mismo intento imposible.
Hoy somos espectadores de la convivencia entre la guerra clásica, eternamente repetida (herir al otro, matar, conquistar, avanzar, y todo eso que tan solo cambia en las tecnologías utilizadas para concretarse, pero que en esencia es lo mismo), y las redes sociales más recientes, que más están creciendo, como Tik Tok, y que innovan el acceso a la información. Muchos habitantes de Ucrania filmaron a través de esta aplicación y otras, los eventos más ordinarios de lo extraordinario que es toda guerra: un hombre pasea a su perro y por la ruta avanzan camiones pintados de ese verde militar; o una filmación desde un edificio donde se ve a un tanque que avanza y aplasta un auto, luego el video nos muestra más de cerca la escena del atropello y vemos a un viejito entre el metal deformado. Hoy podemos visualizar el desarrollo de una guerra en tiempo real, sus minúsculos detalles, con tan solo desbloquear la pantalla de nuestro celular. Y claramente no siempre fue de esta manera.
¿Y vos, viejo, cómo te enterabas de lo que sucedía en la guerra de Malvinas?
Por el boca a boca y por esa parcialidad emitida por los medios de comunicación controlados por el entonces gobierno de facto. Ahora la información se expande, es parte de la globalización. Incluso son los mismos ciudadanos quienes emiten y hacen las noticias, informan lo que ven, lo que perciben. Simples, pero muchas veces fundamentales testigos, fotógrafos y periodistas, seres que dan otra versión de los hechos, como en los evangelios apócrifos. ¿Pero dónde está la verdad? Hoy, hijo, entre tantas verdades y mentiras, hay que saber seleccionar, y así, creo yo, se puede ir construyendo un saber más amplio acerca de la realidad.
En teoría es posible seleccionar, pero en la práctica estamos tirados con el celu en la cama, digamos, sin ánimos de hacer una búsqueda profunda y comiéndonos lo que los algoritmos nos tiran. Y los algoritmos son un invento totalmente contrario al funcionamiento de la paternidad, pienso: las redes sociales, a través de ellos, te dan lo que buscás, direccionan la información para que coincida con tus gustos, tu posición política, tu forma de vestir y tu región geográfica.
Creo que un padre justamente nunca recibe de su hijo lo que busca, lo que proyecta que este le dé. Excepto que lo haya colonizado por completo y el hijo sea un empleado de su empresa, por ejemplo, o preserve la biblioteca porque el resto de sus hermanos la venderían de inmediato. Pero los algoritmos no son solo para presentarte un mundo afín a tus deseos. Al identificarte como argentino, como latinoamericano, Instagram, Tik Tok, juzgan que la situación en Ucrania va a ser de tu interés, y es cierto, pero ¿por qué no nos muestran con ese mismo énfasis el conflicto que viven los habitantes de la franja de Gaza o tantas otras disputas desconocidas pero contemporáneas? Aquí el algoritmo ya no responde a mis gustos personales, sino justamente desnuda qué se quiere de Latinoamérica y particularmente de Argentina: que continuemos viendo a Europa, que nos lamentemos solo por las atrocidades cometidas allá, sintiéndolas como si fueran nuestras, como si se hubiera golpeado a toda la “civilización” en donde nosotros queremos un lugarcito desde la época de Sarmiento. Y claramente nos debe sensibilizar ambos conflictos, porque se trata de vidas humanas, nos deben movilizar las cotidianas violencias que se viven en cada punto del globo, pero cierta información nos llega envasada y lista para comer. ¿Qué información estamos comprando y comiendo? ¿Cómo nos llega?
Los mates van y vienen, amargos, pero nada tiene que ver con esa amargura que dan ciertos conceptos, el amargor que queda en la lengua del alma cuando pronunciamos palabras como guerra, enfermedad, pandemia, odio, bombas, muertos, gritos, dolor, hambre, femicidio…
Cuando estábamos celebrando el sabor de la postpandemia, Rusia ataca a Ucrania, y se desata otro virus letal, el de la guerra. ¿Quién fabricará la vacuna contra las ambiciones y los odios? Tiempos de paradojas. Desde las mismas entrañas del mundo pudo salir la esperada Sputnik y luego una lluvia de bombas, como desde un vientre materno puede parirse un Hitler o un Gandhi. La contradicción existe, es parte del ser humano, acontece en la vida cotidiana. ¿Es posible al mismo tiempo proponer la vida y la muerte? Como quien trae un hijo a la vida y luego lo mata, como sanar una herida y luego tirarle vinagre.
Hijo, nunca calculé las desdichas cuando te traje a este mundo… Obvio que sabía que no estábamos en el paraíso, pero tampoco en esta sucursal del infierno. Hijos, para mí y para tu madre, siempre fue, y es, señal de amor y de esperanza, de frutos para una vida bella y libre. Por eso insistimos y trajimos tres. Tres hijos. Hijos, buenos hijos. Hijos como buenas semillas. Sembramos la tierra con esa intención.
Las consecuencias de vivir en un tiempo de pandemia y de guerra son heterogéneas, rusos y ucranianos resultan hoy los frágiles protagonistas como en el principio de la propagación del coronavirus fueron el personal de salud y la ancianidad. ¿Se puede propagar la guerra también? ¿No es ese acaso el miedo subyacente de que se desate la ya bautizada Tercera Guerra Mundial? Aunque a este confín del mundo por ahora no lleguen las bombas, sí llegan las esquirlas: las irradiaciones mediatizadas, las consecuencias emocionales, simbólicas y éticas de lo que sucede en los campos de batalla.
Uno de los dos, no sabemos quién, se levanta, tira la yerba vieja y lavada y renueva el mate, es el obrero de la mateada; rol que asumirán alternativamente mientras el manto de la noche va cayendo sobre el conurbano.
¿Cómo es posible tanta agresividad? ¿Por qué los odios, las guerras, las diversas formas de la violencia? Calculando los efectos de la Primera Guerra Mundial, sin sospechar que pronto vendría la segunda parte, en septiembre de 1932, desde Viena, Sigmund Freud le contesta una carta a Albert Einstein y le señala: “Si la aquiescencia a la guerra es un desborde de la pulsión de destrucción, lo natural será apelar a su contraria, el Eros”. El viejo psicoanalista, que moriría 7 años después, insiste en la contrapartida del odio, el Eros, es decir el amor, la fertilidad, como modo de frenar las pulsiones de destrucción que habitan en cada ser. Las pulsiones agresivas acotadas por la creatividad, el arte, la empatía, el fortalecimiento de los lazos sociales, la solidaridad. Y en el final de la carta, agrega: “Entretanto tenemos derecho a decirnos: todo lo que promueve el desarrollo de la cultura trabaja contra la guerra”. Lo opuesto a la guerra (no solo la ruso/ucraniana, sino las grandes y pequeñas guerras cotidianas, los salvajes asesinatos, femicidios, odios raciales y tantos maltratos) es el Eros, el amor, que encarnado en una cultura nos conduce a una comunidad empática, cooperativa y no solo competitiva, de sentimientos ligados y no de los propagados narcisismos que conducen al sálvese quien pueda.
Pausa. Los mates son el pretexto para mirarnos, para reconocernos como padre e hijo, vínculo marcado por lo biológico, por lo sociofamiliar, pero que lo trasciende allí donde nos elegimos para ser y estar en este mundo, de este modo, compartiendo la vida cotidiana, reflexiones, palabras y silencios.
Yo, por ejemplo, quiero tomar un mate, lo deseo. Pero pienso, intuyo, que vos también querés uno. Ahí, como decía Perón, el otro es la extensión de uno mismo. Entonces te cebo un mate a vos. Mi deseo puede ser el tuyo. “Yo es otro”, agregaría Rimbaud. En la guerra se necesitan enemigos, que ontológicamente deben ser opuestos, a pesar de que ambos estén constituidos de carne y hueso, de sangre, alma, familia, amigos, ganas de vivir. Entonces, ¿en qué se fundamenta la diferencia? En el discurso que nos imponen; la diferencia es imaginaria, aunque sus efectos son concretos. Los seres humanos compartimos el 99,9% de nuestros genes y otras cuestiones microscópicas, pero que nos definen, como el amor, los sueños, los proyectos, las ganas de un paseo por ahí, besos y abrazos, un mate mientras escribimos este texto.
Estos dos años de coronavirus y guerra resultan un tour por la fragilidad humana y sus miserias. Sí, el ser humano puede ser enviado a la guerra o a una guardia por una peste. Y de esto nadie sale indemne.
Los bostezos… los ojos enrojecidos… y los lentos golpes sobre las teclas son las señales del cansancio compartido. En la mañana que se avecina, uno, estudiante de Antropología, tiene que preparar un final; el otro, psicólogo, atender a sus pacientes. Punto y aparte.
El mundo, como un texto aun sin publicarse, es perfectible. Urge corregir antes de que sea demasiado tarde.