¿Qué es la filosofía?: rondando los libros de Lucas Soares y Giorgio Agamben

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    filosofía hoy
    Ilustración: Matías De Brasi
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¿Qué es la filosofía?: rondando los libros de Lucas Soares y Giorgio Agamben

01 Junio 2025

¿Qué es la filosofía? Esta pregunta debe ser tan antigua como la misma filosofía y debe de tener tantas respuestas como filósofos existieron y existen. De manera empírica y banal podríamos decir que la filosofía es una disciplina del conocimiento que durante siglos se consideró la más importante, la más fundamental, la ciencia primera (entre paréntesis agregaría: que nació en Grecia y murió en las cámaras de gas alemanas o en los centros de desaparición argentinos, pero esto es historia de otro costal).

Hace unos meses se publicó un hermoso libro del filósofo Lucas Soares que se hace esta pregunta: ¿Qué es esa cosa llamada filosofía? (Siglo XXI), y da un montón de respuestas muy pertinentes, correctas y de algún modo divertidas.

En el primer párrafo del libro, Soares afirma que “podría decirse que todo el mundo cree saber qué es la filosofía, salvo los filósofos, que son los únicos que no lo saben”. Para un no-filósofo, para un exfilósofo, esta frase hace que te destornilles de risa, por lo precisa y bella que es… y por lo fraudulenta.

Dos cosas: 1) el filósofo es el único que ignora lo que todos creen saber, y que le atañe a él en su ser íntimo, pues se trata de definir su formación; 2) todo el mundo “cree saber”, es decir, en realidad, no sabe: el filósofo es el especialista en hurgar en ese no-saber que los otros confunden con el saber, para revelarles esa ignorancia saturada de prejuicios y lugares comunes —que suelen consumirse como conocimiento en nuestra sociedad híper informada.

Durante muchos siglos se definió etimológicamente a la filosofía como un tipo de pensamiento que amaba el saber, pero no lo poseía —a esta caracterización se le suman pronto las ideas de Bien, de Belleza, de Justicia, bajo cuya luz pensaba el filósofo. Lamentablemente ya nos dimos cuenta hace rato que a esa forma de pensar le faltaba la otra faz, la del Mal, el Odio, el Sexo, etc. y que en realidad ese gesto humilde en el que el pobre filósofo duda de todo —salvo que sabe que no-sabe— oculta o disfraza una soberbia que si bien demuele todos los saberes instituidos en los otros y en sí mismo, termina edificando una obra a la que un iniciado (para no hablar de un neófito) le tiene que dedicar toda su vida para entender… y que siempre termina dudando de lo que entendió. Menuda tarea a la que nos dedicamos.

¿Qué es esa cosa llamada filosofía? me gustó en muchos sentidos, uno es justamente este pasaje necesario que Soares le adjudica al “no entender” como contrato de lectura básico con un filósofo que otro filósofo trata de leer: “en filosofía es fundamental reconciliarse con ese no entender que es consustancial al acto de lectura de las fuentes filosóficas”.

No entender está emparentado con el asombro, con la extrañeza, con esa perplejidad que se rubricó en el adn del pensar filosófico en su mismo nacimiento. Soares da un par de características que provocan ese no entender: “el discurso filosófico es orgullosamente difícil… pensar en esos términos es un trabajo arduo”. A lo que agrega que el discurso filosófico es un “léxico hipertécnico”. Tiene razón.

De hecho, pone el dedo en la llaga del problema que atraviesa el pensamiento filosófico en una sociedad como la nuestra, hipervinculada, ultraocupada, que lo que menos tiene es tiempo para dedicarle horas y horas a unos enunciados que, para bien y para mal, no se terminan de entender.

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Tapa qué es esa cosa llamada filosofía

En este sentido, si bien el libro de Soares es muy ameno y se lee en un día sin dificultades conceptuales (lo que me provoca una gran envidia), por otro lado plantea cuestiones profundas que muchas veces queremos ocultar debajo de la almohada. Porque es muy posible que lo que la sociedad consume como filosofía no sea otra cosa que un “espejismo de filosofía como un discurso fácil y accesible”. Es decir, la filosofía, si es filosofía, no es un saber masivo que se difunde y se apropia por las redes mediáticas —un filósofo prefiere la penumbra de un claustro a los pixeles brillantes de las pantallas, el anonimato a la fama, digamos. Soares dice que es un saber artesanal. Yo agrego: de iniciados. O de creyentes.

Los pensamientos filosóficos “alborotan nuestras formas sedimentadas de pensar, de sentir, de desear y de actuar para que aprendamos a enfocar distinto unos cuantos problemas y conceptos fundamentales … en busca de entender mejor el sujeto que somos en el presente y, sobre todo, cómo llegamos a ser ese sujeto que somos” (las cursivas son mías). Bueno, ojalá un filósofo lograra adivinar tal cosa. Es más fácil proclamarlo a los gritos y con un martillo apuntando a la sien que concretarlo en una existencia. Con suerte adivinaremos cómo nosotros mismos llegamos a ser algo en los libros de Foucault o de Nietzsche, que en esas noches peliagudas en las que las ilusiones son más reales que nuestros pensamientos, y que llamamos realidad.

¿Se trata de entender o de no-entender, al final? Si me obligaran a dar una respuesta, repetiría una idea que está en el libro: habría que desaprender. O en otras palabras: des-entender, que no es desentenderse, sacarse de encima el problema o el concepto, sino todo lo contrario: es encarnar el concepto hasta llegar a esa razón que no le interesa tener razón, sin ser irracional… o no, no sé.

En la antigua Grecia, donde nació la filosofía (en mi concepción, en Oriente no hay filosofía, pero este prejuicio está siendo licuado por la fuerza centrífuga de la globalización hiperreal), la diferencia sutil y fundamental entre saber y no-saber era importante porque distinguía al filósofo de otras dos figuras que en aquella época (y hoy) se consideraban prestigiosas: la del sabio, que encarna el saber en su propia vida (y por ende no es filósofo; “el sabio no filosofa”, como dice Lucas), y la del sofista, que hoy llamaríamos asesor, consultor o directamente periodista, que no sabía nada pero enseñaba cómo disimular esa ignorancia con todos los saberes acumulados.

El sofista se especializaba en enseñarle al orador como parecer lo que no era, pues él mismo era eso; éste es el retrato tradicional que se hizo del sofista, que Platón, el que instituyó la filosofía como Academia, hizo del sofista, pero hoy, como todo, está en revisión, pues es un retrato tendencioso. Es decir, el filósofo se autopercibía como aquel que no tenía el saber, como lo tiene el sabio, ni tampoco tenía el no-saber, como le sucedía a los sofistas. Un equilibrista que deambulaba entre lo que es la nada y el ser que no es.

De alguna manera podemos hacernos eco de una idea de Soares que responde correctamente (que a mí me gusta, digamos) sobre qué es esa cosa, la filosofía: “un sutil juego de impugnación, rectificación y complementación”. Redoblo la apuesta y digo: un filósofo es un contradictor nato, un cuestionador adicto a cuestionar. Todo filósofo, incluso un mequetrefe de Almagro, se permite sospechar que la mayor altura que puede alcanzar un pensamiento es la de su suicidio.

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tapa filosofía primera, filosofía última

Desde su mismo origen, la filosofía se caracterizó no sólo por discutir e impugnar a los filósofos anteriores, de apropiarse de sus ideas, retraducirlas y finalmente refutarlas, sino también de negar y silenciar a aquellos con los que se corría el riesgo de ser derrotados.

Esto es así porque finalmente es imposible traducir bien un texto de un idioma a otro, no digo del griego al latín, o del alemán al argentino, sino del mismo griego al griego antiguo, como en su momento sugirió tan pícaramente Martin Heidegger.

Como dijo, entre tantos otros, Jorge Panesi: toda traducción es una traición. Hasta ahora se creía que la mejor “traición” era la que más se acercaba al original (con una nota al pie en cada uno de los conceptos traducidos). Pero esa “traición” no era una traición auténtica, por el contrario, representaba la máxima fidelidad posible en un juego en el que la única certeza es la traición, el error, la apropiación tendenciosa.

El día anterior al que leí el libro de Soares, había leído un librito de otro filósofo que hace mucho que dejé de leer, y al que volví de casualidad, me refiero al italiano Giorgio Agamben: Filosofía primera, filosofía última. El saber de Occidente entre la metafísica y la ciencia, que editó Adriana Hidalgo. Mi mala memoria es ejemplar, pero estoy seguro que nunca leí que “el término metafísica, en su forma latina metaphysica, fue inventado por Domingo Gundisalvo”, que vivió aproximadamente entre 1110-1190. Hasta ese momento, salvo en el título del libro de Aristóteles, a la disciplina que hoy llamamos metafísica se la denominaba teología —si quieren profundizar en este tema les recomiendo que lean el libro, es increíble.

Lo que quiero plantear es que la filosofía, antes de ser otra cosa, es una mala traducción de los textos filosóficos (uso la palabra “mala” por los dos sentidos que pueden adjudicársele: mala por errónea, mala por malvada). Soares recomienda la lectura de las obras originales, no la de los comentadores, para iniciar el penoso sendero del pensar filosófico. Yo también, por supuesto. Pero ¿en qué idioma? No se trataría solo de empezar y terminar leyendo los libros originales, auténticos, sino hacerlo en su idioma original, que debe des-cubrirse luego de limpiar toda la palabrería que lo oculta y lo convierte en una lengua muerta —que es lo que hace, por ejemplo, ese discípulo tardío del maestro de Alemania que es Agamben. Igual que en Heidegger, Agamben interpreta genealógicamente los conceptos, forzando las traducciones, pero restituyéndole a la página original esa imagen de virgen que solo él, el filósofo, con su cuidado especial, con su vocación genuina, va a revelar y dotarla de sentido o de vida. Esto no solo porque la lee en su lengua original, sino porque la lee sin los prejuicios que interfieren en su auténtica interpretación, acumulados por siglos. De ese purismo vivió la filosofía. Hoy existe Google Translate y la IA.

En esta época salvaje que nos tocó en suerte, ése puede ser un camino todavía para el filósofo profesional, no para la filosofía. La filosofía, una disciplina realmente buena-para-nada, en un país conceptualmente dependiente, gobernado por una ¿extrema? derecha que no logra pensar, debería ser coherente consigo misma y practicar abiertamente otro tipo de apropiación, una apropiación errónea, incorrecta, tendenciosa, que viole esa página blanca y pura en la que se imprimieron los grandes pensamientos impolutos, y producir un concepto que tampoco sirva para otra cosa que para desorientarnos en esta extraña realidad. La cosa no está en encontrarnos sino en extrañarnos y perdernos.