Crónica desde abajo: los voluntarios que recorren Balvanera para darle un plato de comida a las personas que viven en la calle
Por Diego Jáureguis
Son las ocho menos veinte y en la cocina, ubicada en el patio de la iglesia, unas nueve personas trabajan en torno a dos grandes ollas. Se oyen algunos tramos de la misa al igual que un eco lejano que se disuelve en la noche, pero los cocineros están concentrados en su labor culinaria. En este sector de la iglesia los voluntarios se dedican al aspecto solidario de la acción religiosa. Mientras los fieles oyen el sermón y reciben la Eucaristía, humea un guiso para quienes duermen a la intemperie.
La noche de la caridad, según una de las voluntarias más antiguas, “debe haber empezado como hace unos quince años”. En palabras de sus mismos protagonistas consiste en “llevarle buena comida a gente que no tiene casa, que no tiene nada, y duermen ahí en la plaza”.
Hace unos diez meses atrás el Papa Francisco, en un videomensaje emitido por el canal de YouTube de Vatican News, agradeció a los servidores de la noche de la caridad y del Hogar de Nazareth de otra diócesis, la de Mar del Plata. Allí recordó que Cristo está en el rostro de los hermanos marginados y que “el centro del Evangelio son los pobres”.
Según la Real Academia Española hay ocho acepciones del término caridad. Tres de ellas sirven para definir la acción solidaria de estos voluntarios. La primera es “actitud solidaria con el sufrimiento ajeno”; la segunda “limosna que se da o auxilio que se presta a los necesitados”; la tercera, de índole cristiana: “virtud teologal que consiste en amar a Dios sobre todas las cosas, y al prójimo como a uno mismo”.
Una voluntaria de la noche de la caridad de Balvanera explica con relación a la cantidad de colaboradores actuales debido al aislamiento: “ahora no son tantos; recién están empezando a venir”. Pero, dependiendo de la disponibilidad por motivos personales, son entre diez y doce personas.
Las tareas empiezan a eso de las cuatro de la tarde cuando llegan los colaboradores de la cocina. Como cada uno sabe el procedimiento “empiezan a lavar verduras, a lavar y cortar el pollo, a disponer un poquito la cocina, los alimentos que se van a necesitar”. También encienden las hornallas y ese horno que es como el de las pizzerías. Dos voluntarios revuelven el arroz con pollo para que no se pegue. Afuera, en una mesa colocada contra la pared exterior de la cocina, otros cuatro voluntarios pelan zanahorias y papas. Cortan las verduras en cuadraditos que otro va colocando dentro de bolsitas de plástico.
Para graficar el nivel de organización Ruth, encargada de la cocina, asegura: “Yo llego entre cuatro y media y cinco. Y por lo general llego y es como seguir un guión”. Cada persona, en silencio, está concentrada en una tarea específica. No hay improvisación, ni apuro, ni sobreexigencia. Algunos de los que colaboran en la cocina están en “probation” y realizan horas de servicio comunitario. No obstante, como observa una de las voluntarias: “hay un equipo de trabajo y se produce una sinergia”. Y, para ser más específica, puntualiza: “en el equipo de trabajo estamos todos a la par como si fuéramos todos voluntarios”.
La mercadería para la cena caritativa llega mediante donaciones. Ruth explica que “el menú es relativamente fijo porque son los recursos que tenemos asignados para esta actividad”. Si hay garbanzos los incorporan al guiso. Pero como lo describe ella misma: “a veces no nos podemos adaptar a las recetas tradicionales si no que nos tenemos que ajustar a los recursos que tenemos”. Como dice con orgullo una de las voluntarias: “los pedazos de pollo son enormes”.
Para Hermosinda todo esto es posible gracias a una intercesión sobrenatural: “San Expedito trae mucho”, afirma con seguridad.
Hambre y solidaridad
Cuando el guiso está a punto se vuelca dentro de tres recipientes térmicos donde se conserva caliente. Cada recipiente, cuyo contenido equivale a unas sesenta raciones, se coloca en un changuito de supermercado junto a un bidón con jugo, un gran termo con una bebida sabor a café (que es una mezcla de mate cocido, leche y caramelo), cuatro mangas con vasos, tazas, bandejas y cubiertos descartables; además de contar con dos bolsas: una con pan y otra con facturas.
Cerca de las ocho caen los voluntarios encargados de salir a buscar a la gente en situación de calle. Con este otro grupo llega una monja acompañada de unas hermanas en formación pertenecientes a la congregación Hermanas de Don Orione. Como dice uno de los voluntarios de este segundo contingente: “nosotros venimos, agarramos las cosas y nos vamos, con todo listo”.
Sin embargo, antes de partir, el padre Tomás reúne a todo el equipo en el patio y, formando un círculo, rezan un Padrenuestro y un Avemaría. Luego los voluntarios se dividen en tres grupos, cada uno con su changuito.
A cada grupo se le asigna un recorrido distinto. El grupo del que participa el párroco va por Bartolomé Mitre y pega la vuelta a Plaza Miserere. El segundo grupo, del que forman parte las hermanas de Don Orione, va hacia Plaza Congreso por avenida Rivadavia. El último grupo busca gente hasta llegar a Facultad de Medicina.
Una experiencia muy fuerte
Ruth, que hace seis años pertenece a la comunidad parroquial, está a cargo de la cocina. Se incorporó en el grupo al inicio de la pandemia. “Exactamente desde que se dio el decreto en marzo”, afirma.
Sus primeras experiencias, sin embargo, fueron en la calle, en un momento en el que, según ella, “había mucha psicosis y riesgos reales”. El clima, en aquel entonces, era de mayor angustia e incertidumbre que ahora. “Fue una experiencia muy fuerte porque confluyeron varias cosas”, asegura. La ausencia de una vacuna, el aumento de los contagios y el desasosiego general repercutía en el plano personal de cada voluntario y, sobre todo, en la gente desamparada. Por eso Ruth califica esta experiencia como de “un aprendizaje tremendo”. Cuando mira en retrospectiva y evalúa lo acontecido sostiene: “eso de alguna manera hizo que me quede acá, que abrace esta causa”. Comenta, además: “nunca habíamos cocinado para tanta cantidad de personas”.
Para Ruth participar de la noche de la caridad “es, por sobre todas las cosas, como un deber moral con nuestros hermanos, con la gente que nos necesita”. Detrás de este imperativo hay, como ella misma explica: “un profundo agradecimiento, una gratitud enorme a la comunidad, con Dios, con el santo”. Sus palabras, revelan, en el fondo, un amor, no sólo por el otro sino por lo mejor y más luminoso del que ha caído.
Participar de la noche de la caridad tiene además un objetivo social. Así lo ve Ruth cuando afirma: “por nuestra actividad nosotros visibilizamos más a la gente que está en situación de vulnerabilidad”.
Un guiso caliente
A medida que cierran los locales y los puesteros que venden en la vía pública se retiran, quedan los que no tienen hogar. Cuando el murmullo comercial cesa adquieren relieve y ya no se los puede ignorar. Se los ve en los alrededores de Plaza Miserere durmiendo entre cartones, acurrucados en grupos de dos, tres o solos. Generalmente se apiñan en alguna esquina o en la entrada de algún edificio. La estación Sarmiento es un gran imán que los obliga a permanecer en las inmediaciones. Durante sus caminatas circulares revisan los tachos de basura, levantan las tapas de los contenedores y, los más jóvenes e intrépidos, saltan hacia el interior y rebuscan cualquier cosa que pueda servir como objeto o alimento. También está ése que, rascándose el cuero cabelludo, el torso y los brazos va levantando latitas del suelo, las pisa con el talón y las coloca dentro de una bolsa de plástico con la esperanza de venderlas por unas monedas. Éste, a su vez, es precedido por otro tipo de persona, casi linyera, que vacía las sobras de las latitas que encuentra dentro de un vaso donde se va formando un líquido obsceno que es pura saliva sucia con papelitos y colillas. Cuando el brebaje llega a la mitad del vaso lo bebe y se limpia los labios con el dorso de las manos. Para todos ellos hay un plato de comida. Como dice una de las voluntarias, que suele observarlos con atención: “da lástima verlos ahí tirados. Les llevamos lo que se puede y lo que nos dan acá, en la iglesia”, y otra agrega: “esto de ayudar es algo que me sale del alma”.
La pandemia, que enfermó al planeta a través de los vectores logísticos de la globalización, viralizó la miseria y la pobreza. En los primeros meses de aislamiento, durante el 2020, se hizo notoria la siguiente situación que visibiliza una de las voluntarias: “lo que se veía mucho en la calle era gente que tras no poder pagar más el hotel donde estaban alojados terminaban en la calle con sus pertenencias. Y veías gente con sus valijas, con el colchón en la calle y esperando un plato de comida”.
Los voluntarios y las voluntarias están interiorizados acerca de la situación personal de estos hermanos marginados. “El intercambio es inevitable porque las recorridas se dan todas las semanas y la gente de la calle es la misma”, cuenta una de las voluntarias. Pero estos desdichados, como explica un voluntario, “no suelen ser muy comunicativos”. Además de las razones económicas hay otros motivos que explican la situación de estas pobres gentes. Una de las voluntarias lo expresa de la siguiente forma: “al menos a mí ha tocado escuchar casos de conflictos familiares, de personas que se sienten incomprendidas, hay muchos casos de adicciones. La propia adicción los aleja de la familia. Ahí es donde quizás ellos no encuentran asidero y sí encuentran asidero en otros pares. En otras personas que por ahí están atravesando la misma situación social y la misma situación de soledad, de desamparo”.
La guerra y el pan
Para Hermosinda López, que tiene ochenta y nueve años y es una de las voluntarias más antiguas de “la noche de la caridad”, el hambre es un viejo conocido. Lo vio por primera vez en sus pagos, allá en España, por el año 45 del siglo pasado, después de la Guerra Civil Española. Ella, que por aquel entonces tenía catorce años, “veía que andaba la gente pidiendo y que pedían pan”. Todavía recuerda, como si fuera ayer, que su abuela le decía, sobre esta gente que iba de puerta en puerta, “hay que darle a esta gente. Esta gente no tiene nada”. Y su abuela aguardaba con una hogaza de pan para ofrecerles a estos empobrecidos y mutilados por las luchas fraticidas. Recuerda Hermosinda, sobre aquellos años en el ayuntamiento de Vedra, allá en Galicia: “en ese momento se estaba pasando muy mal”. Lleva en el recuerdo la ayuda que le brindó a una mujer, siendo todavía una niña. “Esta mujer –explica Hermosinda- tenía dos chiquitos y no tenía para darles de comer” así que, sin que su abuela y su madre se dieran cuenta, les sacaba leche a escondidas en una jarrita y se la llevaba.
En Argentina el destino la condujo por los caminos de la solidaridad. Relata: “sobre Rivadavia, entre Paso y Castelli, había una señora que dormía ahí delante de una puerta”. Como hacía frío siempre le llevaba algo para comer y para abrigarse. Así fue que, una vez, mientras ayudaba a esta señora se cruzó con una de las chicas del coro de la iglesia Nuestra Señora de Balvanera. Esta chica la invitó a participar como voluntaria: “¿Por qué no te animás a venir con nosotros a la parroquia?” Hermosinda, ya sea que llueva o haga frío, jamás falta a la noche de la caridad, a pesar de que, como ella misma confiesa “ya soy vieja y no puedo caminar mucho”.
Plaza Miserere
En esta ocasión acompañamos al grupo que va hacia Plaza Miserere. En el camino hay cuatro paradas obligatorias.
La primera es sobre la esquina de Bartolomé Mitre y Azcuénaga. Allí los aguardan unas seis personas apiñadas. Se acercan al carro formando una fila por orden de llegada. Hermosinda, celosa de su tarea, llena las bandejas cuidando de darle a todos la misma cantidad. Estos pobres hermanos hablan muy poco. Saludan respetuosamente pero con una voz que es apenas audible. El padre Tomás, para romper el hielo, dialoga con cada uno de ellos. Pero este grupo, tan pronto recibe las bandejas, se dispersa al igual que unas hojas en el viento.
Cuando los voluntarios cruzan Azcuénaga son advertidos por los cartoneros que están sentados sobre el cordón, a mitad de cuadra. Héctor sube el changuito a la vereda. Los voluntarios y cartoneros se conocen. Uno de ellos trae un pote de telgopor.
-Necesito tres porciones, dice. Una para mi hija y otra para mi esposa.
Hermosinda, como los conoce, toma el pote y lo llena. Los cartoneros, al ser más activos y locuaces, se amontonan en desorden alrededor del changuito. Hablan entre sí y con los voluntarios. Un muchacho encargado del bidón de jugo les ofrece para beber.
-Uy, sí. Contestan.
Una voluntaria les extiende un vaso de plástico a cada uno.
El grupo parroquial sigue su camino.
-Acá a mitad de cuadra, en la entrada de ese edificio hay un hombre que siempre nos espera, dice el padre Tomás.
Pero bajo la luz verdosa duerme otra persona dentro de una frazada gris. Al escuchar los pasos y las voces se despierta un tanto sobresaltado. Los hermanos de la parroquia le ofrecen un plato de guiso, un vaso de jugo y una taza de mate cocido. El hombre, sacándose las lagañas, lo acepta todo y agradece.
En la esquina de Mitre y Castelli hay unas veinte personas aguardando. La mayoría son adultos mayores. Dos mujeres llaman la atención. Las voluntarias intentan hablar con ellas pero ambas son evasivas. Con sus bandejas se apartan para comer lejos el contacto de cualquier intruso. Da la sensación que quisieran encogerse para pasar desapercibidas. Son madre e hija. La hija, que debe de tener unos treinta y pico de años, parece tener algún problema motriz y alguna clase de desorden mental. El retraimiento y ensimismamiento que se observa en ellas es común a todos estos hermanos y hermanas que aguardan lo que quizás sea el único plato caliente del día. A la esquina se acercan otras personas, incluido el que suele esperar a mitad de cuadra y cuyo lugar había sido ocupado por otro individuo.
La última parada es en la recova entre avenida Rivadavia y Mitre. Allí hay algunas pibas y algunos pibes, todos menores de edad, junto a una señora mayor, que muy posiblemente sea su abuela. Todos pasan la noche en la vereda. Algunos, que estaban acostados o sentados sobre cartones, se acercan y reciben sus bandejas con comida. Finalmente, cumplida esta parte de la misión, cruzan avenida Pueyrredón. El padre Tomás encabeza el grupo.
Héctor explica que hay un truco para que las rueditas del changuito no se traben con las baldosas rotas.
-Hay que llevarlo medio de costado, y agrega, medio en broma: igual ya ni me fijo en la calle. El changuito va solo porque ya se conoce todos los baches.
En una parada de colectivo, ya sobre Plaza Miserere, un hombre y una mujer han hecho un colchón con cartones. El dormitorio público lo han protegido con un cerco de cajas de verduras. Ambos tienen sobrepeso, por eso ninguno se levanta para recibir las bandejas. La mujer hace un intento pero desiste. Está en una posición que le dificulta ponerse de pie.
Una muchacha, que baja corriendo las escaleras de la estación Sarmiento, cruza corriendo Mitre y le pide al padre Tomás algo caliente para tomar.
-¿Querés un plato de guiso también?, pregunta el párroco. Pero la muchacha no quiere. Viene de trabajar y está apurada por llegar a su casa.
De pronto llegan varios muchachos que están escabiando y fumando marihuana. Deben de tener entre veinte y treinta años, pero se nota que están en la calle hace varios días. Los muchachos, empujándose y riéndose, se amontonan alrededor del grupo de voluntarios. Uno de estos muchachos, mientras recibe su bandeja, le dice a otro que llame a su hermana. Éste, que no está muy al tanto de lo que sucede en su entorno, contesta:
-No creo que quiera.
-Dale, andá y decile.
Un tercero, que da vueltas, viendo por donde meterse para que le den su bandeja con guiso le grita a un cuarto pibe, que está como a unos quince metros:
-¡Avisale a la Beti que venga! ¡Que venga!
El padre Tomás le pide a Hermosinda que le prepare una bandeja y se aleja hasta la esquina. Se la extiende a un hombre que está sentado. Ambos se quedan hablando un rato. Mientras tanto se acerca la tal Beti acompañada de tres niños de entre tres y cinco años. Dos de ellos, una niña y un niño, están en monopatín. Los tres niños, incluida Beti, están sucios. Beti se siente intimidada por interactuar con gente que no conoce. Al mismo tiempo se acerca un pibe con capucha. Con un brazo sostiene un televisor de unas treinta y dos pulgadas y con la otra mano un balde. Como ve que hay demasiada gente se aleja, pero cuando está subiendo al 31 una de las voluntarias le da una taza de mate cocido.
Finalmente no queda nada. Según el padre Tomás ésta es la primera vez que no logran dar la vuelta a la plaza.
Hermosinda, que vive a media cuadra de la iglesia, regresa con el padre que transporta el changuito. Reflexiona en voz alta: “Parece que en la noche de la caridad Dios nos acompaña. En todo momento”.