Luces y sombras del populismo histórico desde una perspectiva liberacionista, por Santiago Liaudat
Por Santiago Liaudat
En un conocido pasaje del libro VI de la Metafísica, Aristóteles afirmó que “ser” se dice de muchas maneras. Haciendo una analogía, lo mismo puede señalarse respecto al término “populismo”. Por lo que la tarea preliminar, antes de discutir sobre el tema, es distinguir los diferentes sentidos de esa palabra, para identificar correctamente cuál es el debate en torno al populismo, o al menos aquel que aquí nos interesa dar. En primer lugar, entonces, vamos a delimitar el uso que haremos del término “populismo”. En segundo lugar, procedemos a una presentación esquemática de los rasgos centrales del populismo histórico. Es decir, aquel comprendido aproximadamente entre 1930 y 1975. Se utilizan dos criterios en la exposición. Uno de orden cronológico, en el que se reconocen distintas etapas acordes a cambios en la geopolítica global y sus implicancias en la región. Y otro relativo a la formación socioeconómica de cada país y cómo eso influyó en la forma en que se desenvolvieron los proyectos populistas. Por supuesto, la división ente ambas dimensiones es analítica, ya que la comprensión cabal de cada proceso requiere pensar la complementariedad entre la etapa temporal y la configuración social específicas. En tercer lugar, realizamos un balance del populismo histórico en cuanto a las limitaciones y las contribuciones que nos legó en la ardua tarea de la liberación social y nacional. Por un lado, se ofrecen reflexiones en torno a la viabilidad y en qué condiciones de un proyecto capitalista autónomo en la periferia. Por otro lado, se analizan las consecuencias de la ambigüedad populista y la concepción que se tiene del protagonismo de las bases sociales. Se concluye con unas palabras finales respecto a las tareas por delante.
En la presentación hacemos uso de diversos autores, pero gravita fundamentalmente la lectura del filósofo liberacionista Enrique Dussel –en particular, su Política de la Liberación (Dussel, 2013). Aunque es preciso aclarar que no se trata de una reconstrucción sistemática del pensamiento de este autor sobre el populismo. Para eso son suficientes las exposiciones sintéticas que él mismo ha realizado (Dussel, 2006, 2016). Por el contrario, hemos utilizado con libertad sus ideas, en combinación con otros autores y bagajes conceptuales. Por lo que las interpretaciones y ejemplos históricos que se ofrecen a continuación son de nuestra exclusiva responsabilidad.
Los usos de populismo
Dussel (2016) aborda la problemática de la polisemia del término populismo. Identifica, en primer lugar, un “populismo histórico” o “clásico”, que es propiamente el que vamos a analizar en este texto. Considera legítimo el uso de esta categoría en tanto sea clarificada y delimitada en su alcance. Para eso, es preciso descartar la utilización de “populismo” como insulto, en particular, aplicado a los gobiernos latinoamericanos de inicios del siglo XXI. Comencemos, pues, desligándonos de esta segunda acepción, para luego ir hacia donde nos interesa.
El insulto “populismo” surge en los años setenta, pero se difunde desde los noventa con la caída del bloque comunista y la expansión desenfrenada de un pensamiento único en torno al Consenso de Washington. Es utilizado, desde entonces y hasta la actualidad, contra cualquier régimen político que se oponga a la globalización neoliberal. Desde este singular punto de vista, alimentado por las usinas mediáticas e intelectuales globalistas, situaciones tan diversas como pueden ser las de Corea del Norte, Cuba, Siria, Nicaragua, Argentina, Zambia, Brasil, Rusia, Libia, China, México, Venezuela o Bolivia pueden ser tildadas en distintos momentos de “populistas”. Incluso, el expresidente Donald Trump, en tanto representante del ala americanista de las élites estadounidenses, era atacado por populista –así como la nueva derecha autoritaria en Europa.
Es evidente que una categoría así utilizada no tiene ninguna utilidad descriptiva ni explicativa. Es decir, carece de valor teórico-conceptual. Aunque su aspecto performativo –en su efectividad como discurso– merece ser analizado. Dado que no es el tema de este artículo, no nos explayaremos aquí sobre ello. Pero dejamos planteada la necesidad de que se aborde en profundidad el papel del dispositivo ideológico “populismo” en nuestro tiempo. Tiene un papel clave en la batalla ideológica cotidiana que enfrentan distintos procesos y actores políticos de raigambre popular –gobiernos, pero también movimientos sociales, sindicatos, intelectuales, artistas, periodistas, etcétera. La descalificación como “populista” es un latiguillo de notable eficacia, contra el cual es preciso levantar las armas de la crítica. Observamos en ocasiones que el término es utilizado incluso por representantes de los intereses populares, sin comprender que legitimar ese uso luego –como boomerang– se puede volver en contra de su propio sector o proceso político.
Finalmente, hay que mencionar un tercer uso que ganó notoriedad en las últimas décadas. Nos referimos a la conceptualización posmarxista de Ernesto Laclau. Como es sabido, este autor se distingue en este contexto adverso por recuperar positivamente al populismo. Desde la teoría de la hegemonía, ofrece una visión política del fenómeno. Según él, una pluralidad de demandas insatisfechas se articula como “pueblo” –que no preexiste, sino que es resultado de su apelación discursiva– frente a un bloque dominante. Esto ocurre mediante una demanda o reivindicación diferencial de un sector que se torna “equivalencial” y va llenando un “significante vacío” –representado, a su vez, en un líder. A medida que los demás sectores sociales incorporan a ese significante sus propias reivindicaciones, éste vuelve a vaciarse. Y así progresivamente. Aunque lo importante es la polaridad binaria –antagonista– entre pueblo y bloque dominante que ello permite. Así, Laclau (2006), en sintonía con otras corrientes posmodernas, se aleja de las contradicciones de clase y otorga una primacía absoluta a la dimensión discursiva y simbólica. Uno de los mayores riesgos de este enfoque, que hace caso omiso de las condiciones histórico-concretas –materiales–, es que permite englobar –al igual que su uso como insulto– procesos políticos sumamente distintos. En ese sentido, avala hablar de populismos en realidades que pueden ser objetivamente opuestas en términos geopolíticos, grados de desarrollo, etcétera. Pese a ello, al defender a distintos gobiernos progresistas que eran atacados, Laclau se constituyó como un posmodernismo crítico. Y su recuperación del “populismo” tuvo mucha repercusión en América Latina –tanto en la esfera académica como en la política y la mediática– y en Europa y Estados Unidos –fundamentalmente, a nivel académico. Más adelante se vuelve a la discusión con este autor.
En síntesis, desde el pensamiento crítico, frente a esta diversidad contradictoria de usos de populismo, hay tres vías posibles:
- Se utiliza à la Laclau, con el riesgo de reproducir su equivocidad –abarcando procesos políticos muy distintos– y de legitimar indirectamente su uso posterior como insulto y descalificación del conjunto. Además, implica la aceptación de su marco categorial posmoderno –donde finalmente radica el origen de su equivocidad, ya que los anclajes de la hegemonía son discursivos, no materiales. Pero no es el tema de este artículo realizar una crítica de Laclau. Para ello, puede verse Borón (2000) y Dussel (2017).
- Se abandona el concepto. Es lo que sugiere, por ejemplo, el expresidente José Mújica al afirmar: “La palabra populista no la uso, porque la usan para un barrido y un fregado. Los que votan en Alemania por la derecha medio neonazis son populistas, en Nicaragua son populistas. Entonces, cualquier cosa es populismo. Yo saco esta conclusión: todo con lo que no se está de acuerdo, que molesta, es populista”. Algunos autores sugieren seguir este camino. Por ejemplo, Adamovsky (2015), quien reconstruye en un breve artículo el origen de la noción “populismo” en la Rusia del siglo XIX, pasando por sus reformulaciones en el ámbito académico a lo largo del siglo XX, hasta sus usos actuales. Dada la equivocidad del término, señala que carece de valor teórico-explicativo y propone dejarlo de lado.
- Se lo circunscribe a un período histórico y a una región concreta, y se identifican con claridad sus rasgos estructurales. Esta es la vía que propone Enrique Dussel –en buena medida, retomando a Octávio Ianni– y que seguimos en adelante. Por supuesto, existe el riesgo en esta vía de reproducir la utilización de un concepto fuertemente vapuleado y con una carga normativa muy grande. Pese a ello, tiene el mérito de que –si se delimita estrictamente su uso en lo teórico e histórico– puede exponer las ambigüedades del término en el pensamiento liberal dominante. Y, por lo tanto, colaborar con la discusión política al respecto.
Rasgos esquemáticos del populismo histórico
En este texto no vamos a brindar una historia pormenorizada de los procesos populistas. Hay muchos trabajos que permiten una introducción en pocas páginas (por caso, Ciappina, 2020) y otros que lo abordan en profundidad (Ianni, 1975). Sí nos interesa realizar una presentación estructurada por etapas y tipos de populismo desarrollados en América Latina y el Caribe entre 1930 y 1975. Retomamos ese ordenamiento del esquema general que ofrece Dussel (2013), aunque con múltiples “ajustes” de acuerdo con nuestra mirada –modificaciones en relación con algunos de los ejemplos que menciona, variaciones referidas a los períodos y la formación socioeconómica de cada caso de populismo, etcétera. Además, al marco filosófico dusseliano se le incorporan reflexiones que abrevan en la geopolítica, la economía y los estudios sociales de la ciencia y la tecnología. Sobre esta base, efectuaremos un balance de luces y sombras de esos procesos, considerados desde una perspectiva liberacionista.
Populismo histórico según períodos
Una periodización en años va a permitir enmarcar con mayor precisión los procesos sobre los que se busca reflexionar. Y, sobre todo, comprender su vínculo con el contexto global, específicamente con la transición hegemónica entre potencias centrales.
Pre-populismo: 1910-1929
Para algunos autores, el populismo puede rastrearse hasta las primeras décadas del siglo XX en situaciones como la Revolución Mexicana iniciada en 1910 –en particular, el gobierno de Plutarco Elías Calle entre 1924 y 1928–, los gobiernos de Hipólito Yrigoyen en Argentina (1916-1922 y 1928-1930), el surgimiento del APRA liderado por Víctor Raúl Haya de la Torre en Perú en 1924, o el primer gobierno de Carlos Ibáñez en Chile (1927-1931). Sin embargo, estas experiencias son estrictamente pre-populistas. Ya que la aparición del populismo histórico es consecuente con la crisis financiera de 1929. Entre otras cosas, la llamada “Gran Depresión” provocó el deterioro de la libra esterlina como divisa global, el fin de las ideas librecambistas que habían dominado hasta entonces y el ascenso del proteccionismo y el intervencionismo económicos. Estos factores, sumados a las hostilidades crecientes entre las potencias consolidadas y las emergentes, que condujo al conflicto bélico más grande de la historia, fueron un contundente impulso exógeno a la industrialización por sustitución de importaciones en la región. Sin el componente de nacionalismo industrializador en el discurso, pero sobre todo sin la expresión en términos de sujetos sociales que encarnen esas ideas, no es posible hablar de populismo en sentido estricto. En aquellas experiencias previas a 1929 se encuentran proyectos de capitalismo periférico autónomo basado en cierto desarrollo industrial, pero, exceptuando el contexto favorable durante la Primera Guerra Mundial (1914-1918), no había condiciones para su consolidación.
Primer populismo clásico: 1930-1955
El contexto del populismo clásico se caracterizó, en lo geopolítico, por el debilitamiento del control imperial. Esto fue producto, primero, de la transición hegemónica entre 1930 y 1945 –que se concretó mediante las armas en la Segunda Guerra Mundial– y, luego, en los primeros años de la segunda posguerra, porque la atención norteamericana –como flamante superpotencia capitalista– estuvo concentrada en la reconstrucción de Europa Occidental (1948-1951) y los acontecimientos de Europa del Este y Asia Oriental (China, Corea). En lo económico, las coyunturas de la guerra y la posguerra fueron un poderoso incentivo a la industrialización por sustitución de importaciones (ISI). En lo ideológico, desde el New Deal de 1933 –con que Estados Unidos resolvió parcialmente la crisis especulativa de 1929– se legitimó el intervencionismo estatal en economía. El británico John M. Keynes, en su Teoría general del empleo, el interés y el dinero publicada en 1936, fue quien luego teorizó sobre los nuevos instrumentos económicos. Asimismo, en los países del Eje –Alemania, Italia, Japón– y en la Unión Soviética se venían aplicando con éxito planes de desarrollo e industrialización liderados por los Estados.
Con ese trasfondo, algunos países de América Latina intentaron una senda de desarrollo capitalista autónomo –o con pretensiones de autonomía. Aquellos que habían alcanzado previamente un cierto umbral de urbanización y educación formal y contaban con un proceso incipiente de acumulación de capital, pudieron aprovechar este período mediante el control estatal de las fuentes de energía, recursos naturales e infraestructura –hidrocarburos, minerales, electricidad, puertos, etcétera– y el uso de instrumentos de inversión pública, regulación y planificación económica. Los casos paradigmáticos fueron las primeras dos presidencias de Juan Domingo Perón en Argentina (1946-1955), los gobiernos de Getulio Vargas en Brasil (1930-1945 y 1951-1954) y la gestión de Lázaro Cárdenas en México (1934-1940).
Hubo otro grupo de países que experimentaron procesos políticos similares, aunque con menor desarrollo relativo o poblaciones y territorios más pequeños –y, por lo tanto, menor capacidad de sustentación de un proyecto capitalista autónomo. Podemos mencionar a la presidencia de Manuel Odría en Perú (1948-1956), Jacobo Árbenz en Guatemala (1951-1954), Luis Batlle Berres en Uruguay (1947-1951), el segundo gobierno de Carlos Ibáñez en Chile (1952-1958), la segunda y tercera presidencias de José María Velasco Ibarra en Ecuador (1944-1947 y 1952-1956), la primera presidencia de Víctor Paz Estenssoro en Bolivia (1952-1956) y el primer gobierno de Fulgencio Batista en Cuba (1940-1944). En Colombia esta corriente se expresaba contemporáneamente en la figura de Jorge Eliécer Gaitán, líder popular asesinado en 1948. Un caso más contradictorio lo constituyó la dictadura de Rafael L. Trujillo en República Dominicana (1930-1961), al combinar aspectos de nacionalismo económico con una fuerte represión interior –en breve volveremos sobre estos aspectos.
Entre estas distintas experiencias hay diferencias y rasgos comunes que sintetizamos en cuatro aspectos centrales: a) acceso y mantenimiento del poder; b) relación con el nacionalismo; c) formas de mediación entre Estado y sociedad; d) vínculo con la modernización. Respecto al primer punto (a), algunos de los presidentes llegaron al poder mediante elecciones –más o menos transparentes, según el caso– y otros a través de golpes de Estado, intrigas palaciegas o insurrecciones. Incluso un mismo líder pudo haber protagonizado distintas formas de llegar o ejercer el gobierno en momentos sucesivos. Por supuesto, esta diversidad de vías de acceso al poder no fue patrimonio de los populismos: durante buena parte de los siglos XIX y XX eran los mecanismos habituales de constituir gobierno en los países de América Latina y el Caribe. Lo mismo puede decirse respecto a la represión de la oposición política. Hubo casos de tolerancia democrática y ejercicio pleno de las libertades civiles, así como otros contextos caracterizados por un mayor o menor grado de represión interior. Y, al igual que respecto al punto anterior, también hay casos en que se dieron ambas situaciones en un mismo proceso a lo largo del tiempo –momentos de mayor libertad y momentos más autoritarios. Pero, insistimos, nada de esto es característica privativa de los gobiernos populistas. De hecho, en no pocos casos, los líderes populistas surgieron del desencanto de las masas populares frente a regímenes liberales fraudulentos y sangrientos. Por lo tanto, contra lo que suele reproducir el pensamiento liberal dominante, no hay un rasgo dictatorial o autoritario propio de los populismos históricos. Más bien, en algunos casos, se constituyeron como períodos de relativa democracia y bienestar que son recordados por sus pueblos como “años dorados”.
La crítica de los opositores –por derecha y por izquierda– fue catalogar a los líderes populistas de “fascistas” o “nazis”. Como es sabido, existió una simpatía –al decir de Dussel, “totalmente comprensible”– en tanto tenían un enemigo común –Inglaterra y las demás potencias consolidadas– y proponían igualmente un proyecto capitalista nacional independiente (Dussel, 2013: 448). Pero los populismos latinoamericanos no desarrollaron regímenes totalitarios al estilo nazifascista, así como tampoco formas de nacionalismo agresivo. Las únicas excepciones fueron, quizás, los gobiernos “populistas” caribeños –en particular, Trujillo en República Dominicana. Pero, innegablemente, las dictaduras del Cono Sur –antipopulistas por definición– fueron mucho más sistemáticas en la aplicación del terror.
En relación con el segundo punto (b), un rasgo que sí fue idiosincrático de los populismos fue el nacionalismo. Aunque los hubo con distinto signo. En algunos casos, un nacionalismo popular, en otros reaccionario. También fue común la combinación entre ambas formas de nacionalismo –en simultáneo, o en distintos períodos o dimensiones dentro del mismo gobierno. Sin dudas, en la explicación de ello subyace lo que Dussel denomina la “ambigüedad populista” –que veremos más adelante. Cabe aclarar, al igual que respecto a los puntos anteriores, que el nacionalismo tampoco era patrimonio exclusivo de los populismos. El contexto de las guerras mundiales favoreció en el mundo entero el ascenso de los nacionalismos –incluso el comunismo abandonó en parte su impronta internacionalista. Aunque, definitivamente, quien encarnó en los años 1930-1955 el ideario nacionalista en América Latina fueron los movimientos populistas. Luego, contemporáneamente al populismo tardío (1955-1975), surgieron otras apropiaciones del nacionalismo: aristocrático-conservador, desarrollista, popular revolucionario, marxista.
En el período previo a 1930 se dieron otras formas de nacionalismo, no necesariamente vinculadas al proyecto de un capitalismo autónomo basado en la industrialización –que fue la impronta del populismo clásico. En la etapa previa se vinculó, o bien con un enfoque aristocrático conservador –en reacción a la oleada inmigratoria y a la modernización–, o bien con un liberalismo democrático progresista. En los casos más radicales, este último adoptó un claro enfoque antiimperialista. Por ejemplo, Ramón E. Betances en Puerto Rico, Antonio Maceo y José Martí en Cuba –en ambos países, en el contexto de las luchas por la independencia de España en el último tercio del siglo XIX– o Augusto C. Sandino en Nicaragua –quien resistió la ocupación norteamericana de su país entre 1927 y 1933. Hubo, por otra parte, figuras que vincularon tempranamente marxismo y nacionalismo: emblemáticamente, Farabundo Martí en El Salvador (1893-1932) y José C. Mariátegui en Perú (1894-1930).
Desde los años treinta, la afirmación nacional transitó un espectro que iba desde un nacionalismo popular y antiimperialista hasta expresiones nacional-conservadoras que buscaban evitar confrontaciones en el interior del país, así como en el frente exterior –con las metrópolis. La novedad fue la unidad exitosa –durante un tiempo– de esas tendencias dentro de frentes nacionales populistas. En la construcción compleja, muchas veces contradictoria, de esas amalgamas nacionales fue relativamente común el vínculo con el catolicismo y la afirmación del hispanismo –frente al anglicismo dominante en el período de hegemonía liberal británica. En muchos casos, la Doctrina Social de la Iglesia sirvió, a su vez, de fundamento ideológico para el proyecto de pacificación nacional basado en la alianza de clases. Desde ese punto de vista, el comunismo –ateo y conflictivo– fue demonizado y perseguido en la mayoría de los casos. Incluso el indigenismo –como raíz última del proyecto nacional autónomo– fue integrado en varios países a ese esquema católico e hispanista.
De este modo, durante los populismos hubo un “retorno a lo nuestro”, de la mano con un “revisionismo histórico”. La recuperación de lo autóctono frente a lo foráneo motivó el cuestionamiento a la colonización intelectual y cultural. Esta fue una de las condiciones de posibilidad para el surgimiento de diversas corrientes originales de pensamiento en América Latina, vertientes que abrevaron en el americanismo de entre siglos –el de José Martí, José E. Rodó, Rubén Darío, Manuel B. Ugarte, Rufino Blanco Fombona, etcétera– pero le otorgaron un mayor grado de sistematicidad a la crítica, incluyendo análisis empíricos sobre los mecanismos de dominación neocolonial –un caso pionero en este sentido fue el de Raúl Scalabrini Ortiz. Así pues, desde 1930 a 1975 –coincidente, no por casualidad, con el período que va del auge al ocaso del populismo histórico– fue madurando el pensamiento crítico latinoamericano, hasta alcanzar la originalidad que se percibe en corrientes como la Teoría de la Dependencia, la Filosofía de la Liberación, la Pedagogía del Oprimido, el Pensamiento Latinoamericano en Ciencia, Tecnología y Desarrollo (PLACTED) o la Teología de la Liberación.
Respecto al tercer punto (c), hubo una lógica semejante de mediación entre Estado y sociedad que podemos sintetizar en tres elementos. Primero, el proyecto de desarrollo capitalista nacional requería de paz social. Por lo tanto, había una búsqueda de institucionalizar el conflicto entre las clases. Se procuraba, entonces, que los diferentes sectores construyeran representaciones gremiales –en particular, empresarios y obreros– y pudieran establecer una negociación colectiva. La figura del Estado como mediador, árbitro externo al conflicto, era clave. Esto suponía, en una cara, lograr al menos una autonomía relativa de las instancias estatales respecto de las clases dominantes –que habían sido, hasta entonces, “dueñas” del Estado. En la otra cara, requería de la sindicalización compulsiva de la clase trabajadora bajo la tutela estatal. Lo que implicaba una pérdida de autonomía obrera –comparada con los sindicatos de origen anarquista o socialista nacidos por fuera del Estado– pero al mismo tiempo un mayor peso en la negociación y, por lo tanto, mayores posibilidades de obtener beneficios.
Segundo, existía un líder populista carismático en conexión directa con sus bases sociales mediante actos de masas o alocuciones radiales. Era visto como un héroe mítico, un padre-fecundador, que generaba la adhesión popular en base a una figura áurea rodeada de virtudes morales, pero asociada a los logros materiales. La fe cuasi sagrada en el líder era inquebrantable y, en varios casos, se generó un poderoso culto a la personalidad –lo cual, por supuesto, tampoco fue exclusivo de los populismos latinoamericanos. En particular, como destaca Dussel, el discurso del líder tenía un rol fundamental en la construcción política populista. Utilizando herramientas del psicoanálisis y la lingüística, Dussel (2013: 437-445) analiza la estructura morfológica del discurso populista. Entre otras conclusiones, sostiene que es un discurso con la forma ancestral de un cuento campesino, en que se dramatiza simbólicamente la lucha ente el héroe y sus enemigos. De ahí la familiaridad con que sonaba a los oídos de las masas obreras y sectores marginales, recién llegados a las grandes ciudades desde contextos rurales.
Tercero, la identificación entre partido de gobierno, Estado y sindicatos, mímesis que se tradujo en una tendencia hacia la burocratización, cuando las mediaciones en lugar de funcionar como tales –como medios– se vuelven un fin en sí mismo –no necesariamente en procura de enriquecimiento personal, como cree el pensamiento liberal dominante, sino muchas veces como mera reproducción ampliada de grupos burocráticos. Este proceso, que deslegitimaba o desprestigiaba al régimen populista en tanto frenaba o ralentizaba los cambios anhelados por las masas, encontraba su salvaguarda en el diálogo directo líder-masas. Cuando algo no funcionaba en el gobierno, los errores eran achacados a los burócratas, al entorno, y no al presidente, que así preservaba intacto su carisma –incluso la “soledad del líder” acrecentaba lo dramático de su lucha épica contra enemigos externos… e internos. La trágica “carta de despedida” de Getulio Vargas –escrita poco antes de su suicidio en el palacio de gobierno– y varios de los discursos y textos surgidos en distintas etapas del peronismo ejemplifican perfectamente este punto.
Por último, respecto al cuarto punto (d), una breve mención en relación con el vínculo entre populismo y modernización: por un lado, fueron, en general, regímenes modernizadores de la estructura socioeconómica de sus países. Al desarrollar las fuerzas productivas nacionales, se fomentó la urbanización, se mejoró el acceso a la educación y la salud, y se generó una movilidad social ascendente. Pero, al mismo tiempo, en no pocos casos, se entendió que ese crecimiento requería de un orden social cohesionado con un discurso tradicionalista –expresado, por ejemplo, en políticas educativas y culturales de neto corte conservador. Estas tendencias contradictorias provocaron múltiples conflictos dentro de las alianzas de gobierno y con la oposición. Naturalmente, también hay que buscar en la “ambigüedad populista” el origen de estas contradicciones. Tensiones que se mantuvieron latentes durante los años vigorosos de crecimiento económico –décadas de 1930 y 1940– pero que desde 1950, aproximadamente, comenzaron a expresarse con mayor virulencia. Y terminaron de manifestarse con toda su violencia desde mediados de los cincuenta, provocando la crisis del populismo clásico y el inicio de una segunda etapa de gobiernos populistas que intentarán sin éxito recrear las alianzas de clases que sostuvieron sus primeras experiencias.
Segundo populismo tardío, 1955-1975
El contexto global del segundo populismo es claramente diferente al anterior. La transición hegemónica había concluido. Gran Bretaña cedió definitivamente su primacía a Estados Unidos, y las potencias emergentes –Japón, Alemania– también quedaron subordinadas al nuevo orden con centro en Washington. Habiendo concluido el Plan Marshall (1948-1951), la preocupación norteamericana se trasladó hacia la confrontación con el comunismo como enemigo principal. A nivel interno, se expresó en el macartismo, entre 1950 y 1956, el síntoma de una nueva era. A nivel externo, la revolución comunista de 1949 en China –el país más poblado del planeta– fue motivo de enorme inquietud de los países capitalistas del Atlántico Norte. Ese mismo año se anunció un nuevo tratado militar transnacional bajo la dirección del Pentágono: la OTAN. En respuesta, los países comunistas lanzaron el Pacto de Varsovia en 1955. Cabe destacar que cada alianza militar –la OTAN y el Pacto de Varsovia– incorporó la mitad de quien fuera el enemigo acérrimo solo unos años antes: Alemania. Fue la señal más clara del cambio de época. Se conformaron así, a mediados de los cincuenta, dos bloques que competían entre sí y disputaban por la supremacía sobre el Tercer Mundo: África, América Latina, Oceanía, Asia.
En este nuevo escenario geopolítico se sucedieron velozmente los acontecimientos en nuestra región que pusieron fin al populismo clásico. En 1954 Árbenz fue derrocado en Guatemala en un golpe con injerencia directa de los norteamericanos. Y, en particular, entre ese año y el siguiente, los dos países cuya alianza Estados Unidos debía evitar a toda costa –por ser los únicos capaces, debido a su escala, de traccionar un proceso de desarrollo autónomo en Sudamérica– sufrieron abruptos cambios de régimen: Brasil y Argentina. En 1954 Vargas se suicidó ante la inminencia de un golpe militar. En 1955 Perón fue derrocado luego de un extenso período de desgaste y agresiones –que incluyó, entre otras cosas, el bombardeo aéreo de una parte de las fuerzas armadas sobre población civil indefensa.
Si bien a mediados de los cincuenta podemos fechar el cambio de período, lo cierto es que desde inicios de la década ya se expresaban los límites estructurales de la estrategia populista. O sea que, en el final del populismo clásico, hay que identificar tanto los cambios externos como los límites internos. Por supuesto, estos últimos también se asocian con condicionantes externos –aunque no se agotan en ellos. ¿A qué nos referimos? En concreto, en la segunda posguerra se establecieron nuevas condiciones para las economías de las periferias. La pérdida de competitividad industrial por el retorno al comercio mundial de las tradicionales potencias –que habían estado ocupadas en la guerra y la reconstrucción– y la brecha creciente en materia científico-tecnológica presionaron sobre estructuras industriales todavía inmaduras. Con ello, las conquistas logradas en autonomía nacional y derechos sociales fueron amenazadas y aumentaron los conflictos al interior de los países periféricos.
Frente a estas limitaciones y tensiones, surgieron tres tipos de respuestas: dos que proponían salir del esquema populista y una que intentaba recrearlo. Las dos primeras fueron, por un lado, el intento de superar esas contradicciones mediante un cambio de régimen económico que implicara la socialización revolucionaria de las fuentes de la riqueza. Cuba desde 1959 y en parte la experiencia socialista de Salvador Allende en Chile (1970-1973) son las referencias de esta vía. Tardíamente, en un período distinto –que podemos definir como “pos-populista”– y en condiciones aún más adversas, también debe ubicarse en esta vía a la Revolución Sandinista en los ochenta en Nicaragua. Por otro lado, la alternativa desarrollista –promovida desde los Estados Unidos– entendía que los límites económicos y políticos del período anterior eran insalvables dentro de la concepción populista vigente. Por lo tanto, era preciso “abrirse” a la influencia cultural y al capital norteamericano para recibir la ciencia y la tecnología y los conocimientos que permitieran “modernizar” la sociedad y dar un salto en la industrialización. No se pretendía ya un desarrollo autónomo, sino una integración subordinada. La Alianza para el Progreso (1961-1970) fue el mayor exponente de esta tendencia que encontró asidero en múltiples experiencias de gobierno en la región, tanto en manos civiles como militares.
Por último, hubo líderes que intentaron recrear el populismo –como proyecto de desarrollo capitalista autónomo– en estas nuevas condiciones. A este grupo es al que denominamos “segundo populismo” o “populismo tardío”. Puede inscribirse aquí la presidencia de João Goulart en Brasil (1961-1964), Marcos Pérez Jiménez en Venezuela (1952-1958), Gustavo Rojas Pinilla en Colombia (1953-1957), la cuarta y quinta presidencias de José María Velasco Ibarra en Ecuador (1960-1961 y 1968-1972), Juan Velasco Alvarado en Perú (1968-1975), Omar Torrijos en Panamá (1968-1981), Luis Echeverría en México (1970-1976), la breve gestión de Juan José Torres en Bolivia (1970-1971) y la tercera presidencia del peronismo en Argentina (1973-1976). En algunos países tuvieron logros significativos, aunque, en general, no fueron duraderos. En varios casos, este populismo tardío se imbricó con el enfoque desarrollista dominante, lo que implicaba, entre otras cosas, abandonar o moderar la perspectiva antiimperialista. Sin embargo, les resultó imposible recrear las alianzas y las conquistas que sostuvieron los proyectos populistas clásicos, por lo que estuvieron atravesados de conflictos insalvables y, en la mayoría de los casos, fueron abortados por golpes militares –propiciados y respaldados por las potencias de la OTAN.
Ya en los setenta, estas dictaduras buscaron poner fin al “sueño populista” y readecuar la estructura económica al nuevo discurso dominante: el monetarismo librecambista. El pinochetismo en Chile –que sucedió a Allende tras el golpe de 1973– y el ministro de economía de la dictadura argentina, José Alfredo Martínez de Hoz (1976-1981), fueron emblemas de ese cambio de concepción. Desde entonces se reprimarizó la economía en la región, se buscó obtener competitividad mediante la reducción del costo laboral y se abandonaron los instrumentos de regulación, intervención y planificación económica. La desindustrialización fue generalizada, provocando la desintegración parcial de los sujetos sociales que constituyeron las bases principales del populismo: la burguesía industrial nacional y la clase obrera fabril. Mientras que el otro actor clave, las fuerzas armadas, habían perdido su perfil nacionalista luego de que varias generaciones de oficiales latinoamericanos pasaran por la Escuela de las Américas –creada por Estados Unidos en Panamá en 1946).[1]
Sin esos tres sujetos sociales protagónicos del populismo clásico, no puede hablarse ya de gobiernos populistas para las experiencias posteriores a los setenta. Más allá de semejanzas superficiales que puedan existir, estructuralmente son procesos distintos. Por lo que otros términos deben acuñarse que den cuenta de la especificidad de la época que transitamos en las últimas décadas.
Populismo según formación socioeconómica previa
Es preciso no solo considerar la dimensión temporal –en qué momento se desenvolvieron los populismos históricos– sino también la dimensión espacial: dónde lo hicieron. No es lo mismo el modo en que se desarrolló el intento de un capitalismo periférico autónomo en un país o en otro. Las diferencias previas explican, en buena medida, las distintas configuraciones que adoptaron los populismos en cada país. Desemejanzas que se expresaban como formaciones socioeconómicas, estructuras de clases, memorias históricas y diversos grados de desarrollo de las mediaciones Estado-sociedad.
Debe tenerse en cuenta un punto central: el populismo surgió en la transición entre un esquema primario-exportador –dominado por el imperialismo con eje en Gran Bretaña y la libra esterlina, aproximadamente entre 1880 y 1930– y un esquema de industrialización dependiente orientado a abastecer el consumo de masas –asociado al monopolio financiero y tecnológico de los Estados Unidos, aproximadamente entre 1950 y 1980. El discurso económico dominante del primer período fue el librecambismo y la teoría de las ventajas comparativas –cada país debía especializarse en vender aquello en lo que tenía ventajas: para el caso latinoamericano, minerales, abonos, productos agrarios, hidrocarburos. El discurso del segundo período fue el desarrollismo y la teoría acerca del papel benéfico de las inversiones extranjeras para promover la industrialización. En el medio se dio la transición en que se disputaron la supremacía global entre las potencias consolidadas y las emergentes –Alemania y Japón, en particular. Fueron alrededor de los veinte años –aproximadamente entre 1930 y 1950– más sangrientos en la historia de la humanidad, hasta que el tablero mundial se reacomodó. Ese período excepcional fue el que generó la ventana de oportunidad en América Latina para que surgiera el populismo histórico.
Si esta tesis es correcta, deberían verificarse procesos semejantes en esos años en otras partes del mundo periférico. Y efectivamente es lo que sucedió, con las particularidades correspondientes a la historia de cada región. Entre otros, podemos mencionar a Mustafá Kemal Atatürk en Turquía (1923-1938), Sukarno en Indonesia (1945-1967), Gamal Abdel Nasser en Egipto (1954-1970), Jawaharlal Nehru en India (1947-1964) y Kwame Nkrumah en Ghana (1951-1966). La conferencia de Bandung de 1955, que dio nacimiento al Movimiento de Países No Alineados, fue la expresión de este proceso en Asia y África. Estas regiones, que incluían una mayoría de países recientemente independizados, tuvieron un mayor margen de autonomía en el contexto de la Guerra Fría –no antes, debido a que eran en muchos casos colonias europeas. Mientras que, para entonces, en América Latina el escenario se había vuelto adverso para los populismos.
Volviendo a nuestra región, las clases sociales constituidas gracias a la hegemonía británica fueron centralmente una burguesía mercantil aliada a un pequeño mundo urbano –artesanos, pequeños comerciantes y burócratas. En algunos países en que las fuerzas productivas –tanto en el agro como en incipientes procesos de industrialización– tenían un desarrollo relativo superior, habían comenzado a desarrollarse una burguesía industrial y una clase obrera sindicalizada. Gracias a ello, el populismo como proyecto de capitalismo independiente encontró, en ciertos contextos, una base que le permitió apoyarse en su consolidación inicial. Con ese punto de partida, los saltos industriales producidos por el primer peronismo en Argentina y el varguismo en Brasil fueron notables, acelerando a su vez la emergencia de una nueva estructura socioeconómica coherente con un capitalismo industrial. En cambio, en países con bajo nivel de urbanización e instrucción pública, con presencia dominante del campesinado, el populismo mostró facetas más contradictorias. En regiones con tradición encomendera-colonial –Perú, Ecuador, Bolivia– pudo avanzarse con la distribución de tierras y la reivindicación de lo autóctono indígena. Pero la industrialización, que permitiría desarrollarse como capitalismo independiente, quedaba fuera de sus posibilidades. Mientras que, en regiones del Caribe –con escaso desarrollo de las fuerzas productivas y muy influenciados por la gran potencia del norte– se dieron las formas más distorsionadas, como las de Trujillo en República Dominicana o Batista en Cuba.
En síntesis, durante los violentos años de transición de la hegemonía británica a la norteamericana se dieron las condiciones transitorias para el surgimiento de un capitalismo independiente en la periferia. Cada país recorrió esa posibilidad según su evolución en la etapa previa, es decir, según su formación socioeconómica específica. En los casos más avanzados, un sector de la burguesía –industrial– se impuso sobre los sectores primario-exportadores y mercantiles, dominantes en la fase anterior. Para ello contaron, normalmente, con el apoyo de una parte sustantiva de tres actores: a) las fuerzas armadas, impregnadas del nacionalismo en auge en todo el mundo en ese período de transición; b) la Iglesia Católica, afirmada en el hispanismo tradicionalista y el discurso de la Doctrina Social; c) la clase obrera fabril, beneficiada por el proceso de industrialización por sustitución de importaciones. El enemigo declarado era la oligarquía terrateniente o rentista y las clases medias ilustradas: el “medio pelo” –al decir de Arturo Jauretche– ligado a los aparatos culturales de la etapa anterior.
Por otra parte, hubo otro grupo social clave, aunque con distintos roles según la región: el campesinado y las masas marginales compuestas por campesinos desplazados a las ciudades. En países como Argentina o Brasil, con un proceso avanzado de industrialización y urbanización, fuertemente dependiente de las divisas provenientes del complejo agroexportador, no hubo reforma agraria –aunque sí facilidades para el acceso a la tierra de pequeños arrendatarios y conquista de derechos laborales para trabajadores y trabajadoras rurales. Los marginales de las enormes ciudades industriales tuvieron un papel de gran importancia, junto a los sindicatos obreros, en la movilización de masas en apoyo a los liderazgos populistas. Mientras que en países con presencia mayoritaria de campesinado –Guatemala, Perú, etcétera– su agenda fue central en los procesos populistas, estableciéndose la distribución de la tierra como bandera principal –como había sido el caso de la Revolución Mexicana desde 1910. En algunos países llegó a producirse un conflicto entre demandas de una clase obrera minoritaria y el campesinado mayoritario, provocando un cisma en la base popular que podía otorgar viabilidad a los regímenes políticos populistas –como fue el caso de Bolivia.
Finalmente, el cambio en las condiciones externas desde 1950, aproximadamente, ahogó las posibilidades del capitalismo independiente y provocó un reacomodamiento interno en las relaciones y alianzas de clase. La industrialización dirigida por esa burguesía interior chocó con el problema de la dependencia tecnológica y la necesidad de dólares –la nueva divisa global pos Bretton Woods– para las importaciones. En Argentina, el fracaso del Congreso de la Productividad de 1954-1955 y los acuerdos de Perón con la petrolera norteamericana Standard Oil señalan icónicamente este momento de agotamiento de las recetas de crecimiento que habían servido hasta entonces. En Brasil, Getulio Vargas se suicidó en agosto de 1954, al no poder contener las presiones y las expectativas contradictorias sobre su gobierno. En ambos casos, se trató de limitaciones económicas –presiones sobre la balanza de pagos, inflación, imposibilidad de sostener el nivel de consumo popular– que se tradujeron en fisuras políticas –resquebrajamiento de las alianzas.
A su vez, el cambio de panorama interno y externo tensionaba los pilares ideológico-identitarios del populismo clásico. El dilema era: radicalizarse, apoyándose en masas obreras, campesinas y marginales –lo cual, probablemente, acentuaría la lucha de clases y la posibilidad de una revolución anticapitalista–, o bien tratar de aggiornarse al cambio de época y buscar pragmáticamente conciliar intereses cada vez más conflictivos, procurando mantener el apoyo popular, al tiempo que se intentaba –en busca de divisas e inversiones– un acercamiento con quienes fueran enemigos antagónicos del populismo: la oligarquía terrateniente y el imperialismo. Según el país, se siguieron distintas vías. Como ejemplo de radicalización, podemos mencionar a Jacobo Árbenz en Guatemala. Sostuvo su posición de nacionalización y reforma agraria, pese a las presiones de los oligopolios. Ello provocó una reacción feroz de los norteamericanos y sus aliados locales que condujo a la invasión y la caída del presidente en 1954.[2] Como ejemplos de intentos de adaptación pueden verse los sucesivos gobiernos del MNR en Bolivia, desde la revolución de 1952 hasta el fin de la segunda presidencia de Estenssoro en 1964 –es notable que el aggiornamiento de los “emenerreístas” continuó hasta que en los ochenta reasumieron la presidencia quienes fueron los líderes de la revolución del 52, Zuazo y Estenssoro, pero convertidos en neoliberales. Por último, en los últimos años de los primeros gobiernos de Perón (1954-1955) pueden verse acciones y discursos contradictorios entre ambas vías, yendo del intento por acercar a las partes en conflicto hasta alocuciones incendiarias promoviendo la radicalización –vaivén que puede verse, por ejemplo, entre dos famosos discursos con solo un mes de diferencia: el de julio de 1955, recordado por la frase “dejo de ser el jefe de una revolución para pasar a ser el presidente de todos los argentinos, amigos o adversarios”; y el de agosto del mismo año, conocido como el “discurso del cinco por uno”.
La crisis del populismo clásico y el cambio en la lógica de acumulación que se siguió de la imposición de la hegemonía norteamericana provocó un reacomodamiento interno que tuvo su expresión en las clases sociales y los discursos que se volvieron dominantes. La vieja “oligarquía vendepatria”, rentista y parasitaria, comenzó a ser vista como un empresariado dinámico, integrado a una “revolución verde” global, y un sector a fortalecer como fuente de divisas. Con ello, se abrió una etapa de migraciones internas y conflictos para el campesinado, en general, derrotados al carecer de alianzas urbanas. Esas derrotas implicaron un aumento de movilidad del campo hacia la ciudad y, por lo tanto, el crecimiento de la marginalidad en las grandes urbes –un rasgo característico del Tercer Mundo, especialmente en países agroexportadores, acentuado desde los setenta hasta la actualidad.
A su vez, el arribo de las inversiones extranjeras provocó cambios al interior de la burguesía industrial, dividiéndola entre ganadores y perdedores. Un sector se integró a esa expansión del capital norteamericano como subsidiario o abastecedor local. Otro sector quedó cada vez más atrasado, sobreviviendo en los márgenes con cierto auxilio del Estado.[3] Por otro lado, la vieja burguesía mercantil y una parte de la clase media urbana se reconvirtieron como fracción gerencial de las multinacionales, al controlar el comercio de manufacturas y el creciente sector de servicios –financieros, educativos, técnicos, etcétera. Finalmente, todo ello condujo a una paulatina fragmentación de las clases trabajadoras. De la vieja división entre empleados –cuello blanco– y obreros –cuello azul– se pasó a una multiplicación de categorías de acuerdo a la inserción laboral y el conocimiento. En ese sentido, son esclarecedores los aportes de Erik Olin Wright cuando, en su clásico libro titulado Clases, mostró la multiplicación de categorías laborales de acuerdo con los bienes de cualificación y la relación con la autoridad en empresas. Si a ello le agregamos la estructura dependiente en la composición de capitales y el fenómeno de la marginalidad social –particulares de nuestra condición periférica– tenemos un cuadro aún más diverso que el que retrató el británico en su obra de 1994 –aspecto señalado prematuramente por Nun (1969) y Sunkel (1973) desde nuestro contexto.
Luces y sombras del populismo histórico
En esta sección se realiza un balance de limitaciones y obstáculos, así como de las contribuciones que tiene la experiencia populista para la liberación. Pero antes, como recapitulación, hacemos una síntesis de las características básicas del populismo histórico. Según el brasilero Octávio Ianni –en su síntesis contenida en La formación del Estado populista en América Latina (1975)– puede resumirse en: un proyecto capitalista periférico en lo económico, con un pacto de clases bajo la hegemonía de la burguesía nacional en lo social, con autonomía relativa del Estado para poder ejercer el papel de árbitro en lo político, controlado por un partido de burócratas de la pequeña burguesía, y como un fenómeno preponderantemente urbano. Como complemento, podemos recuperar la resumida diferenciación que hace Dussel respecto de otros proyectos contemporáneos: “El ser periférico distingue al populismo del fascismo de Hitler o Mussolini; el ser capitalista lo distingue de los socialismos populares (como el de Cuba); el ser populista lo distingue de las democracias formales liberales o desarrollistas” (Dussel, 2013: 453). Ahora sí, continuamos con la evaluación del populismo histórico, con sus luces y sus sombras.
Naturalmente, hablar de trabas o impedimentos en la matriz populista requeriría antes clarificar en qué consiste la liberación. Dado que no es el objeto de este trabajo y es un tema muy trabajado en la filosofía ética y política de Dussel, remitimos al lector a su obra –una síntesis puede encontrarse en Dussel (2006). Aquí alcanza con una definición muy básica de “liberación”, entendida como satisfacción de las necesidades materiales –de acuerdo con estándares de calidad de vida aceptables según el momento histórico– y la plena realización de las capacidades intelectuales humanas, en un marco de armonía con la naturaleza y ejercicio de la autonomía personal y colectiva. En una definición genérica de este tipo quedan incluidos los derechos de primera generación –civiles y políticos–, de segunda generación –sociales, económicos, culturales– y de tercera generación –naturaleza, paz, comunicación, etcétera. De más está decir que es un ideal normativo, un horizonte, y que ningún proceso histórico –realmente existente– ha logrado satisfacer esos criterios tan altos. Sin embargo, lejos de carecer de valor, los ideales universales tienen un rol orientador fundamental. Son un acicate que obliga a seguirnos moviendo una vez alcanzada una meta. Abandonarlos conduce a caer en distintas formas de autocomplacencia. Un ejemplo de ello son las “microliberaciones” o deconstrucciones posmodernas –para un debate al respecto, ver Liaudat (2021b).
El capitalismo periférico autónomo: inviabilidad y oportunidad
La primera limitación del populismo es estructural y atañe a la viabilidad misma del proyecto económico que lo sustenta. Dussel es contundente al respecto: “como el proyecto populista es el del capitalismo, en una formación social periférica está signado desde el comienzo con un necesario fracaso” (Dussel, 2013: 447). Fue esta inviabilidad de base la que condujo a la crisis del populismo clásico. Antes que se produjeran los golpes de Estado o las derrotas electorales que supusieron el fin de sus gobiernos, hubo un necesario período de desgaste por limitaciones internas y actores externos. La condición periférica de nuestros países está en la raíz de ambas. En relación con lo interno, la dependencia tecnológica ahogó el proceso de industrialización por sustitución de importaciones y el mantenimiento de la estructura de clases derivó parte importante del excedente generado en consumo suntuoso e innecesario, impidiendo su reinversión productiva. Respecto a lo externo, la presión de las potencias imperiales obligaba a tomar, o bien un camino abiertamente antiimperialista –expropiando, por ejemplo, los capitales extranjeros, decisión que exponía a los países a la intervención militar directa–, o bien a negociar moderando los aspectos más radicalizados del populismo y tratando de mantener la alianza de clases al interior del país. Esta última vía, adoptada en la mayoría de los casos, condujo a medidas incoherentes que aceleraron el desgaste final de los gobiernos populistas, ya que era imposible satisfacer a todos los frentes en simultáneo –trabajadores y trabajadoras, clases medias, burguesía e intereses imperiales.
La inviabilidad del proyecto populista en tanto capitalista periférico autónomo condujo a la bifurcación de los sesenta. Por un lado, el desarrollismo. Quienes adhirieron honestamente a esa mirada creyeron viable resolver los cuellos de botella de la industrialización promoviendo la inversión extranjera directa y apoyándose en la “ayuda externa” –fundamentalmente, de Estados Unidos. Es decir, mantenían la idea de un capitalismo periférico capaz de ser exitoso, pero relegando el ideal de autonomía o soberanía nacional. Por otro lado, la revolución cubana desde 1959 representó la apertura para la región de una vía de desarrollo distinta, consistente en rechazar de plano al capitalismo, adoptando un enfoque comunista. Cuba fue un aliciente y una escuela para los grupos revolucionarios en toda América Latina durante décadas. La represión de estos movimientos fue la excusa utilizada para la instauración del terrorismo de Estado. Sin embargo, hubo una motivación más profunda asociada a la destrucción de los restos de populismo y la implantación de reformas económicas liberales frente al fracaso del desarrollismo –tal como fue tempranamente advertido por Rodolfo Walsh en su Carta abierta de un escritor a la Junta Militar, distribuida el día anterior a su asesinato por manos militares.
Lo cierto es que los pocos países periféricos que en el siglo XX lograron superar su condición de subdesarrollo por vía capitalista contaron con apoyo geopolítico. Es decir, fueron asistidos externamente para ello en función de su ubicación geográfica. Los casos paradigmáticos lo constituyen Corea del Sur, Israel o Taiwán. Esto no implica desmerecer los aciertos que pudieron haber tenido en política doméstica. Sin embargo, la variable clave ha sido el apoyo brindado por Estados Unidos en el marco de su estrategia global. Los demás países que lograron emerger en el siglo XX pasaron por procesos de “desconexión” mediante revoluciones comunistas que les permitieron controlar los factores económicos centrales de sus países –China y Rusia son los ejemplos más claros.
Por último, hay un grupo muy pequeño de países con escasa población y control sobre algún recurso estratégico –petróleo, finanzas, etcétera– que pudieron desarrollarse por vía capitalista. También pueden considerarse el caso de algunos “paraísos fiscales” con altos niveles de vida. Pero incluso en estos casos es impensable que “despegaran” sin el sustento geopolítico –Arabia Saudita, Singapur, Irlanda, Noruega, etcétera (Liaudat y Sbattella, 2019; Haro Sly y Liaudat, 2021; Liaudat, 2022a).
¿Quiere esto decir que siempre y en todo momento es inviable el desarrollo por vía capitalista para las periferias? No, hay dos contextos específicos que presentan ventanas de oportunidad para los países subdesarrollados. El más importante es el de los períodos de transición hegemónica entre potencias. Durante esas etapas transitorias se abre la posibilidad de lo que Gullo (2015) denomina “insubordinación fundante” y Samir Amin la “desconexión” (Liaudat y Sbattella, 2019). Los años 1930-1950 –incluso desde 1914– puede considerarse como un período de estas características. Como vimos, no fue casualidad que en ese marco se dieran los populismos latinoamericanos y las revoluciones comunistas.
El otro contexto que habilita una etapa de oportunidades para la periferia son los cambios de paradigma tecnoeconómico. Dentro de un marco de la larga duración –por ejemplo, aquel caracterizado por la revolución industrial, que definió los parámetros de acumulación capitalista entre 1780 y 1980, aproximadamente– es posible distinguir distintas fases: primera y segunda revolución industrial, la era de la electricidad, la del petróleo y la de la informática –que está en la bisagra de una nueva etapa de larga duración: el capitalismo informacional. Los cambios de paradigma tecnoeconómico repercuten a nivel global, produciendo reacomodamientos en múltiples sentidos. Países como Alemania y Japón, que basaron su desarrollo en los segmentos intensivos de conocimiento –al tener escasez de recursos naturales y mercados limitados–, supieron emerger durante el siglo XIX –y luego renacer en la segunda posguerra, aunque en ese momento ya contaron con el apoyo geopolítico de Estados Unidos– aprovechando esas ventanas que se abren en los cambios de paradigma tecnoeconómico. Todo indica que en este momento estamos transitando una doble transición: hegemónica –entre Estados Unidos y China– y tecnoeconómica –de la mano de la inteligencia artificial, la Internet de las cosas, las telecomunicaciones de quinta generación, etcétera. En las palabras finales retomamos este punto en relación con las consecuencias que esto tiene para el presente.
La ambigüedad populista y el protagonismo de las bases populares
La estrategia de desarrollo populista requirió de una alianza de clases como condición de éxito. A diferencia del liberalismo, el populismo no ignoraba la lucha de clases. Tampoco la reprimía como el militarismo de las dictaduras del Cono Sur. Sino que trataba de conducirla. Uno de los pilares discursivos para legitimar esta estrategia frente a las clases dominantes era que, de no hacerlo, las masas descontentas podían producir una revolución comunista. El “fantasma del comunismo” fue parte del dispositivo ideológico necesario para que la burguesía aceptara ceder parte de sus ganancias a los obreros. Mientras que, para contener a estos últimos, fue central la categoría de “pueblo”. La potencia de este concepto está en su equivocidad. El populismo histórico nunca definía quién es el pueblo: ¿es la Nación? ¿Los obreros? ¿Los oprimidos? ¿Los pobres? ¿Los industriales? ¿Las fuerzas armadas? ¿Todos estos sectores o una parte de ellos? Esta es la raíz de lo que Dussel (2013) denomina la “ambigüedad populista”. Como el proyecto capitalista periférico es contradictorio en sí mismo –al contener un conflicto de clases no resuelto en su interior y que no puede “exportar” hacia afuera, como hacen los países centrales– nunca puede definir certeramente las cosas. Esa ambigüedad expresada en el discurso del líder habilitaba a que cada uno lo interpretara a su manera, en función de sus intereses. La burguesía industrial se legitimaba en su rol dirigente, la clase obrera veía la concreción parcial de sus anhelos y los pobres depositaban su esperanza de ser incluidos.
Esta ambigüedad del mensaje no es accidental, sino esencial al populismo histórico, ya que en ella reside la condición de posibilidad de la autonomía relativa del Estado y su concepción como tribunal externo a los conflictos de clases. Gracias a esa equivocidad, cada actor podía encontrar sus intereses –pese a ser contradictorios– reflejados en el Estado populista. Asimismo, la ambigüedad se evidenciaba en el pensador o la pensadora populista, intelectuales orgánicos de una “esencia nacional” que requiere ser develada. Pero la incapacidad de resolver las contradicciones reales del capitalismo dependiente no se podía resolver idealmente. Por lo que la crisis del populismo se trasladó al pensamiento nacional de cada país, provocando una bifurcación entre quienes se afirmaron en un dogmatismo nacionalista conservador –en general, hispanista y católico, luego asociado a las dictaduras de los setenta– y quienes procuraron enriquecer el análisis nacional con las categorías del marxismo y otras teorías críticas –y terminaron siendo perseguidos por los anteriores. De esta última vertiente surgieron las corrientes más originales del pensamiento crítico latinoamericano.[4] En todos estos casos, es notable el esfuerzo por clarificar y precisar los conceptos, yendo más allá del pensamiento ambiguo populista.
Una de las condiciones del pacto social necesario al desarrollo nacional era lograr la pacificación y el orden. Es decir, evitar que el conflicto de clases se expresara mediante manifestaciones no controladas –huelgas, ocupaciones de edificios, cortes de calles, etcétera. Por lo tanto, el compromiso populista se comprometía a desmovilizar a las bases una vez alcanzado el gobierno. Para ello se ofrecía una vía institucional de canalización de los conflictos –de ahí el peso gravitante que adquirieron las mediaciones burocráticas. El afán popular de movilización se encauzaba a través de “actos oficiales” y la participación se expresaba mediante el apoyo a la acción del presidente. Es decir, la identificación con el líder activo –incluso hiperactivo– era la contracara de la pasividad popular. La espera, basada en la confianza de que él cumpliría, era otra forma de la pasividad. En síntesis, obreros, campesinos y sectores marginales perdieron autonomía en relación con el Estado, con el líder y con la burguesía industrial que actuaba de hegemónica.
Entre las pretensiones y la realidad hubo, sin embargo, una distancia. Muchas veces las bases populares adquirieron protagonismo y plantearon metas o conflictos que no estaban contenidos en los proyectos iniciales de los líderes populistas o los mediadores, pero que, en función de la preservación de su anclaje social o el estilo de conducción, terminaron adoptando como propios. Asimismo, existían discursos contradictorios y pujas dentro de los gobiernos populistas, algunos de los cuales fomentaban la participación activa del pueblo trabajador. La existencia de esta militancia popular, de esta actividad de las bases, quedó al descubierto, fundamentalmente, en ausencia de los líderes –por fallecimiento, exilio, prisión, etcétera– y cuando los mediadores –burocráticos– apoyaron políticas antipopulares o se mostraron inertes frente al cambio de coyuntura. En ese momento fueron las bases sociales las que se movilizaron e impulsaron distintas formas de acción directa. Por esa vía la radicalización política de los sesenta se nutrió de la memoria histórica populista, pero fue adoptando un programa social y económico distinto. Con el tiempo esto generó una contradicción que, en casos como la Argentina, estalló trágicamente en los setenta en la lucha entre la derecha y la izquierda peronistas.
Quizá la lección que debamos sacar en torno a la ambigüedad populista es que lo que no se resuelve materialmente, no se soluciona discursivamente. Es una afirmación que va en el sentido contrario al que propuso Laclau. No implica negar la necesidad de alianzas entre grupos y clases sociales y asumir un obrerismo de manual. ¡Para nada! Pero tampoco puede caerse en la “falsa conciencia” de creer que un buen discurso, un llamado al diálogo o la apelación a intereses abstractos puede resolver las contradicciones reales. A las cosas, mejor explicarlas por su nombre. Sobre todo porque los sectores dominantes son, por definición, más conscientes de sus intereses –si no lo fueran, en una o dos generaciones perderían su lugar de dominio frente a fracciones sociales emergentes. Mientras que los sectores populares son las verdaderas víctimas de la ambigüedad. Desde cierto paternalismo suele creerse que no puede hablarse al pobre, al campesino o al trabajador con la verdad. La experiencia histórica demuestra lo contrario: la viabilidad política de un proyecto de autonomía nacional-popular se dio cuando se explicaron los acontecimientos, las opciones y las decisiones. Por el contrario, el paternalismo –amparado en el temor a perder el control– habitualmente fue de la mano con una política palaciega, de unos pocos, que facilitó la caída de los distintos gobiernos populistas.
Palabras finales
En este texto no pretendemos agotar un debate, sino más bien abrirlo. Al parecer, estamos transitando una doble transición global: hegemónica y tecnoeconómica. De ahí la incertidumbre que reina en el contexto global, el ascenso de la multipolaridad y, previsiblemente, el aumento de la violencia bélica –Afganistán, Iraq, Libia, Siria, Ucrania, son señales de ello. Pero al mismo tiempo esta transición –específicamente, la hegemónica– fue uno de los motivos que habilitó la “insubordinación” o “desconexión” en nuestra región a inicios del siglo XXI. Está por verse si seremos capaces de aprovechar este escenario en los años por venir. Para ello es condición necesaria extraer lecciones de las limitaciones del populismo histórico y de las gestiones progresistas de las últimas décadas. En ambos casos, el dilema que se presentó, superado un umbral –dado por la distribución de la riqueza, los cambios en el frente externo, etcétera–, fue moderación o radicalización. En nuestra lectura, en la mayoría de los casos se optó por la primera vía, con resultados deplorables. La falta de reflexión sobre este dilema-umbral que se presenta inevitablemente al proyecto de “capitalismo periférico autónomo” condujo a tropezar dos o más veces con la misma piedra. Con el agravante que, con cada tropezón, nos debilitamos y afectamos las posibilidades futuras de concretar nuestros anhelos de liberación (Liaudat, Carbel y Bilmes, 2021; Liaudat y Sbattella, 2019, 2020; Liaudat, 2021a, 2022b; Bilmes, Dubin y Liaudat, 2020).
Nada de lo dicho implica renunciar a una identidad nacional-popular. Todo lo contrario. Es raíz, es simiente, es historia, es fuerza. Pero, como señalamos en Liaudat y Rivara (2017) con respecto al caso argentino –aunque aplicable a los demás movimientos que reivindican los populismos clásicos latinoamericanos–, “el peronismo es, por tanto, un punto de partida insoslayable, en tanto identidad popular de masas –actuante– y memoria histórica –latente– que condensa distintos ‘núcleos de buen sentido0 y oficia como elemento de cohesión de amplios sectores del pueblo trabajador. Pero es también, a setenta años de su emergencia histórica, un insuficiente punto de llegada, al insistir en la posibilidad de un desarrollo nacional soberano conducido por los sectores mismos que se benefician de nuestra condición dependiente y de una estructura social desigual. Lo que indica, más allá de la fetichización y del prestigio de ciertas siglas, que requerimos de novedosas herramientas políticas y sindicales y perspectivas programáticas superadoras acordes a nuestro siglo. Así lo entendió Hugo Chávez, quien, para recuperar el legado de Simón Bolívar, supo romper con los partidos tradicionales venezolanos que también se asumían como lejana y distorsionadamente bolivarianos. Así lo entendió el mismísimo Juan Domingo Perón, que supo atreverse a la creación heroica de un nuevo movimiento histórico, que incluía las tradiciones populares anteriores y las amalgamaba en un nuevo horizonte de inciertas posibilidades. Finalmente, así lo entendió Evita al dejar planteada claramente la disyuntiva: ‘el peronismo será revolucionario o no será nada’”.
Referencias
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Bilmes J, M Dubin y S Liaudat (2020): Pandemia o la continuación de la guerra por otros medios. En Sopa de carpincho: ideas a un metro de distancia. Buenos Aires: Instituto Democracia.
Borón A (2000): ¿Posmarxismo? Crisis, recomposición o liquidación del marxismo en la obra de Ernesto Laclau. En Tras el búho de Minerva. Mercado contra democracia en el capitalismo de fin de siglo. Buenos Aires, CLACSO.
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Dussel E (2006): 20 tesis de política. México, Siglo XXI.
Dussel E (2013): La imposible soberanía nacional: el populismo latinoamericano (1910-1959). En Política de la Liberación. Historia mundial y crítica, Madrid, Trotta.
Dussel E (2016): Cinco tesis sobre el ‘populismo’. En Filosofías del sur: descolonización y transmodernidad. Madrid, Akal.
Gramsci A (1984): Notas sobre Maquiavelo, sobre la política y sobre el estado moderno. Buenos Aires, Nueva Visión.
Gullo M (2015): La insubordinación fundante. Caracas, El Perro y la Rana.
Haro Sly MJ y S Liaudat (2021): ¿Qué podemos aprender de China en política científica y tecnológica? Ciencia, tecnología y política, 4(6), 052.
Ianni O (1975): La formación del Estado populista en América Latina. México, Era.
Laclau E (2006): La razón populista. México, Fondo de Cultura Económica.
Liaudat S (2021a): Anticipaciones, certezas y esperanzas. Agencia Paco Urondo, 13-9-2021.
Liaudat S (2021b): La crítica del derecho en Walter Benjamin y los caminos divergentes para alcanzar una nueva era histórica. Revista de Filosofía Latinoamericana y Ciencias Sociales, 30.
Liaudat S (2022a): Grabois versus Milei: revisión, discusión y tarea pendiente. Agencia Paco Urondo, 31-5-2022.
Liaudat S (2022b): Del “no se puede” a la acción transformadora. Agencia Paco Urondo, 28-1-2022.
Liaudat S, A Carbel y J Bilmes (2021): Planificación, ¿para qué desarrollo? Un debate necesario. Movimiento, 36.
Liaudat S y L Rivara (2017): ¿Qué es la izquierda popular? Quince respuestas y la yapa. Todos los puentes, 30-7-2018.
Liaudat S y J Sbattella (2020): Es momento de actuar: decisión, proyecto, condiciones, iniciativa. Question/Cuestión, 1, Informe Especial Incidentes III, e294.
Liaudat S y J Sbattella, compiladores (2019): La Teoría de la Desconexión de Samir Amin: una opción para Argentina frente a la crisis global. Buenos Aires: Colihue.
Nun J (1969): Superpoblación relativa, ejercito industrial de reserva y masa marginal. Revista Latinoamericana de Sociología, 5(2).
Sunkel O (1973): Capitalismo Transnacional y desintegración nacional en América Latina. Fichas, 6. Buenos Aires, Nueva Visión.
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[1] La desindustrialización, si bien generalizada, no fue total. Hay excepciones parciales en sectores incorporados a cadenas globales de valor, así como se podrían mencionar trayectorias específicas que generan cuadros diferentes. Por ejemplo, Brasil y México. El primero escapó en parte a la desindustrialización debido al enfoque desarrollista predominante en las fuerzas armadas que detentaron el poder entre 1964 y 1985. Ello le permitió sostener la política industrial más allá del período populista, y constituirse en la primera potencia de América del Sur –desplazando el lugar de liderazgo regional detentado por la Argentina en otro tiempo. Por su parte, México incrementó su nivel de actividad industrial al integrarse de modo subordinado a la industria norteamericana en segmentos intensivos en mano de obra no calificada –maquilas.
[2] Por supuesto, la Revolución Cubana en 1959 representó un caso de salida de este dilema por vía de la radicalización. Pero no fue un proceso populista, si bien durante el período previo a la toma del poder y los primeros dos años de gobierno presentó un discurso de esas características. Se trató más bien de una estrategia de Fidel Castro para confundir al enemigo y sumar aliados. La declaración del carácter socialista de la revolución, en abril de 1961, dio por cerrada rápidamente esa etapa. La experiencia de las derrotas de los populismos fue gravitante en el curso que tomaron los acontecimientos en Cuba. Téngase presente que Castro estuvo en los días aciagos del Bogotazo –se conoce así al estallido social en Colombia tras el asesinato del líder populista Jorge E. Gaitán– y Ernesto “Che” Guevara participó de la resistencia a la invasión de Guatemala que produjo la caída de Árbenz.
[3] Esta división continuó hasta la actualidad en países como Argentina, bifurcando los caminos de una economía industrial PyME, sin capacidad de competir a nivel internacional, y otra integrada en conglomerados multinacionales. Lo cual también repercute en la división al interior de la clase obrera, al producirse notables diferencias salariales y de realidades laborales, dentro inclusive de un mismo sector productivo.
[4] Ya enunciadas arriba: Teoría de la Dependencia, Filosofía de la Liberación, Pedagogía del Oprimido, Pensamiento Latinoamericano en Ciencia, Tecnología y Desarrollo, y Teología de la Liberación.