“La Africanita”, ese cabaret que era el negocio de papá y la vergüenza del poeta

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    Yamil Dora
NOVEDAD LITERARIA

“La Africanita”, ese cabaret que era el negocio de papá y la vergüenza del poeta

25 Diciembre 2022

“¿De qué trabaja tu papá?”. ¿A quién, de niño o niña, no le hicieron esa pregunta? Los amigos, los compañeros de grado, la maestra. Esa pregunta que parece tan sencilla de responder para cualquiera, no lo fue para Yamil Dora. O por lo menos para el niño que recuerda haber sido Yamil, ya que su padre era el dueño de un cabaret, La Africanita, en una ciudad no muy grande (Casilda, en el sur de la provincia de Santa Fe) cuyo nombre le da título a su libro.

Y esto de medir las cosas fue una tarea compleja para ese niño que creía que su familia no era muy normal, aunque luego descubrió que no existía eso, que lo bueno para uno no lo era tanto para otros. Pero sí esa pregunta fue el disparador de los recuerdos que empezaron a empujarse unos a otros como hilera de fichas de dominó para crear una historia sencilla, casi diría que un diario de recuerdos, si el que lo escribe no fuera un poeta. Porque Dora (el de ahora, el grande) logra meter ciertos giros en cada recuerdo de ese niño (uno por página del libro) que uno casi no se da cuenta dónde esa simple anécdota familiar pasó a ser literatura.

 

“Yassir era hijo de Jeremías, el hermano de mi abuelo, el primo de mi papá. Jeremías era sacerdote y cuidaba a la gente. Mi papá me contó que una vez venía de una racha tremenda. En la misma semana le clausuraron el cabaret, lo reventaron en la mesa de póker y le robaron una cubierta del Torino. Jeremías le dijo que le habían hecho un trabajo. Cuando salió de la iglesia arrancó el Torino y una nube negra como nunca había visto salió del caño de escape. Esa noche fueron al cabaret un actor famoso de Buenos Aires y con amigos y gastaron una fortuna. Desde ese día, mi papá llevó una foto de su tío en el bolsillo. Yo tengo una fotocopia de esa foto en mi mesa de luz. Cuando las cosas vienen mal la miro y me siento mejor”.

 

Probablemente las historias que cuenta el escritor casildense en La Africanita (CR ediciones, 2022) sean simplemente eso: fotocopias de una foto. Algo que termina siendo verdaderamente irrelevante cuando esa fotocopia devuelve más brillo que la foto original. Para eso se vale del candor del niño, de la mirada inocente de todo lo que lo rodea, alimentada por sus miedos y malos pensamientos: el Torino, los joggins que vendía el padre, los viajes a San Nicolás, los tíos, las Discos del Toto y la madre, sobre todo la madre. Porque si su padre era “el negocio”, como el progenitor llamaba al cabaret, la madre era la casa, el club, la cotidianeidad que el raro trabajo de su padre interrumpía y transformaba en otra cosa. Inclusive, de la que no se habla.

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tapa la africanita

“Después de la primera vez, mi papá empezó a llevarme al cabaret más seguido. Una vez era el cumpleaños de una de las empleadas y comimos un asado en el terreno del fondo. El asado lo hizo El Chuli, que era el barman de cabaret y hermano de mi abuela. Las empleadas de mi papá no estaban vestidas ni maquilladas como para trabajar y me sorprendió que al tío Chuli le decían tío, igual que yo. Mucho después, cuando fui grande, todos los lunes lo pasaba a buscar al Chuli por su casa para ir a tomar un vermut al boliche. El me contaba sus cosas y yo le contaba las mías, pero nunca hablábamos del cabaret, era como si nunca hubiera existido”.

 

Es interesante como Dora va y vuelve de los recuerdos. Por momentos es el niño el que habla, pero en otras es el adulto el que aprovecha uno de sus recuerdos para traspolarlo al ahora para ver cómo resulta, para ver qué sobrevivió a ese salto en el tiempo que, indefectiblemente, termina siendo otra cosa.

 

“Con mi mamá tampoco nunca hablamos del cabaret. Ella vive en una ciudad y yo vivo en otra. Cuando nos llamamos por teléfono hablamos del tiempo, de la salud de su perro y la salud de mis plantas. Cuando voy a su casa siempre hago un asado y nos tomamos tres botellas de vino. Después de la primera botella ya estamos un poco borrachos y empezamos a hablar del pasado. Pero no del cabaret. Tampoco de lo que escribo que es como el cabaret, de lo que no se habla. En esos asados me enteré de cosas de mi abuelo, mi abuela, de mis tíos, y de otras que no me acuerdo porque a veces tomamos más de tres botellas y al otro día no me acuerdo de lo que hablamos. Mi mamá parece más joven que yo, como una adolescente es muy reservada con sus cosas, fuma mucho y sale todas las noches con sus amigas. Yo no. Yo parezco a un hombre más grande que mi papá cuando era mi papá. Me levanto temprano, voy a nadar, uso lentes y escribo”.

Probablemente las historias que cuenta el escritor casildense sean simplemente eso: fotocopias de una foto. Algo que termina siendo verdaderamente irrelevante cuando esa fotocopia devuelve más brillo que la foto original.

Como dije, Casilda no es una ciudad muy grande. Esto conlleva a la indefectible seguridad de saber que TODOS conocen cuál es el trabajo de tu padre, aunque vos lo quieras ocultar. Con todo esto quiero decir que el libro tiene como título el nombre de un cabaret, en él se nombra a un cabaret, pero no habla sobre un cabaret, sino de la recuperación de la mirada de un niño sobre el trabajo de su padre, de cómo su familia toma con total normalidad ese trabajo y cómo se sentía él de expuesto ante las miradas del resto de los lugareños. Y también (porque de algún lado tuvo que alimentarse el poeta) de la exageración familiar: el padre que de su detención hace casi una épica subversiva, el tío que dice haber inaugurado 83 discos. Demasiado para una ciudad chica.

 

“A mi papá y a sus hermanos le decían los Hermanos Cuesta, a uno costaba cobrarle y al otro costaba creerle. Cuando yo era chico al que costaba cobrarle era a mi tío Toto que en ese tiempo andaba mal con los boliches bailables. A mí papá costaba creerle porque era exagerado y a veces muy mentiroso. Después a mi tío le empezó a ir muy bien y a pagar con frecuencia. Mi papá siguió exagerando hasta el último día de su vida. La noche que murió, mi mamá me mandó un mensaje desde el teléfono que decía MURIÓ PAPÁ, cuando lo leí, por unos segundos pensé que era otra de sus exageraciones para que vaya a visitarlo al sanatorio”.

 

Yamil Dora nació en Casilda, Santa Fe, en 1971 y reside en Buenos Aires. Sus poemas fueron publicados en revistas literarias de México, Chile, Puerto Rico, Francia y Estados Unidos. Sus poemas fueron traducidos al francés y al árabe. Ha publicado los libros de poesía: el ángel solo (edición de autor, 2005) los barcos olvidados (Ciudad Gótica, 2007). Una plaza, un niño y un poeta (Plan Nacional de Lectura, 2009) Como playa que se puebla (Ciudad Gótica, 2009) Un mar que existe (Ciudad Gótica, 2013) Un hombre encima del mar (del Dock, 2015) y El olor de las hormigas (Palabrava 2017). Y las novelas: Los Lindos (Lamás Médula 2017) Diez mil kilómetros de distancia (Moglia Ediciones 2019) Por la vereda con sombra (Palabrava 2020, Pro Latina Press 2021).

¿Qué es La Africanita? ¿Cartas al padre, a la familia, a una ciudad que sigue siendo la misma pero ya no? ¿A la niñez? Quizás sea eso, o un simple salto (otro más) como dice en uno de sus poemas:

 

saltar el tapial y volver a la infancia
que nadie me vea
que me busquen por otro costado
que todos se vayan del mundo
y se olviden de mí
que se mojen las fotos
que no se muera ningún pajarito
que me dejen un auto
y un perro
un almacén para atenderme solo
un bar para sentirme solo
para poder cerrarlo y que nadie
me espere.

 

Dora cierra un libro ligero, hermoso, de rápida lectura, pero cuyo “picor” queda en nuestra garganta para que lo saboreemos un rato largo. Porque un cabaret no siempre es un cabaret, ni un padre es tan malo ni el hijo tan bueno, sino la memoria como muestra de que se intentó ser feliz como se pudo aunque, como siempre, existe la posibilidad de que el poeta estuviese hablando de otra cosa.