¿Quién resistirá cuando el fanatismo ataque?
El pasado lunes 20 de marzo, dentro de la Universidad Nacional de Cuyo, en Mendoza, sitio donde se espera el respeto por la diversidad y la circulación de la palabra y el diálogo como condición fundamental para la enseñanza y el aprendizaje, sucedió todo lo contrario, se infiltró el horror de la mano de la violencia. Rezando en latín y practicando el ejercicio del exorcismo, como en el medioevo, al grito de “¡Viva Cristo! ¡Viva la Virgen!”, fanáticos religiosos destruyeron una muestra de arte por considerarla ofensiva.
La libertad de expresión, una vez más, vuelve a ser presa de las ideologías que operan desde el discurso del odio hacia la violencia física. Justamente en el mes de la mujer, donde se invita a la concientización de la violencia de género, de los femicidios y de las desigualdades que vienen sufriendo las mujeres en la historia de la humanidad comandada por el machismo, en la muestra “8M Manifiestos visuales”, organizada por la UNCUYO, donde se exhibían 20 obras, de 37 mujeres, 7 fueron destruidas violentamente.
Descripciones previas a la muestra reseñaron ciertas obras ya de manera tendenciosa, acotando las posibles lecturas en un solo sentido, encendiendo así el motor que activa los odios. ¿Una virgen desnuda, con una vulva gigante y con una cabeza de burro invertida? ¿Herejía? Siempre es primero la intención, el discurso tendencioso; luego, los actos violentos, premeditados, no impulsivos, ya que los fanáticos religiosos ingresaron a la muestra preparados, con mochilas cargadas de masas y martillos, “palitos de abollar ideologías”, como diría Mafalda.
Entre las obras atacadas, se encontraba El Velorio de la Cruz, de la artista Cristina Eliana Pérez, “que forma parte de una serie de trabajos inspirados en los sincretismos religiosos. Nacida de los cruces entre las creencias populares religiosas y el folclore andino junto a elementos de la cosmovisión de los pueblos originarios en relación a los conceptos de la vida, muerte, femenino, masculino, rural y urbano. Recrea los estilos decorativos que habitan los santuarios populares, cementerios, ermitas y altares en las fiestas campesinas de la cordillera de los Andes extrapolando elementos de ese lenguaje para interpelar las ideas de lo sagrado y lo pagano”, según la descripción que acompañaba la obra que generó el odio de los intolerantes y la consecuente destrucción.
¿Por qué una obra de arte generó tanta violencia? Porque se tomó la parte por el todo. Porque esa desnudez de mujer crucificada no pudo leerse en términos místicos y simbólicos. Obra que, como la imagen del mismo Cristo, representaba más que un cuerpo crucificado. ¿O acaso Jesús es sólo un cuerpo semidesnudo, torturado y asesinado? ¿No somos todos y todas seres sufrientes que de alguna manera cargamos con nuestras propias cruces? ¿Qué cruz cargan las mujeres? Podrían ser las preguntas que proponía la obra. Pero la respuesta no fue espiritual y reflexiva, la respuesta fue la violencia y el saqueo.
Y porque además, de acuerdo a lo dialogado por teléfono con Cristina Eliana Pérez, un diálogo cálido y amistoso que le aportó al artículo su voz, su versión de lo sucedido, pero también sus reflexiones acerca del arte, la obra incluía una máscara, “mal llamada cabeza de burro al revés”, que era un cráneo de vaca pintado, como “máscara mortuoria” (que los violentos se llevaron de trofeo) y una “vulva exaltada”; fusión de simbologías que invitaban a relacionar el ciclo de la vida y de la muerte, el lugar de la mujer en la historia, la fecundidad, la pachamama, y todo lo que podría pensarse a partir de los variados estímulos que dispensaba su obra: El Velorio de la Cruz.
Cuando el arte, en tanto valor simbólico, no es tomado como posibilitador de relecturas de la historia y de las realidades impuestas socialmente y por lo tanto pone en duda las certezas, los seres fanáticos despliegan su intolerancia porque prefieren negar, borrar las huellas, destrozar otros relatos posibles, para que siga primando su verdad absoluta. Se ataca la obra por lo que la obra parece decir, ¿pero sólo eso dice? Lo mágico del arte, como sucede con las palabras, es que permite más de un sentido, y de esta manera puede gambetear las patadas de las certezas, iluminar lo oculto, lo reprimido, lo que es tabú, lo que no se quiere ver, o se trata de negar. Pero los seres violentos solo ven el árbol, no el bosque. O peor aún, son capaces de quemar el bosque con tal de no ver el árbol que les molesta.
No hace tanto, por poner otro ejemplo, en el 2004, y por una orden judicial, el Gobierno porteño clausuró la muestra del artista plástico León Ferrari. Una asociación había presentado un pedido de amparo por considerar que su producción artística era ofensiva para los sentimientos religiosos. La obra La civilización occidental y cristiana, de 1965, el Cristo de santería crucificado en un avión de guerra norteamericano, fue censurada, y no sólo en aquella ocasión, porque el artista se animó a “transgredir”, a ir más allá de lo “permitido”, articulando dos instituciones no afines a las dudas y disidencias. La obra de Ferrari resquebraja el telón de lo establecido para invitarnos al detrás de escena de las razones imperantes. ¿Qué significa un Cristo crucificado en un avión? Lo que quiera leerse, lo que cada ser pueda interpretar acorde a sus posibilidades, a su bagaje interior; en definitiva, obras como esas invitan a romper con la razón, facilitan el vuelo de la fantasía y el hallazgo de nuevos sentidos.
Si bien El Guernica de Pablo Picasso denuncia el horror de la Guerra Civil española, cuando estuve frente a ella en el museo Reina Sofía, en Madrid, luego del éxtasis inicial, me quedé pensando en Malvinas y en todas las violencias del mundo actual. El arte tiene valor sagrado porque conecta con lo más divino que hay en cada ser humano: la singularidad. La misma obra, sea una pintura, una película o un libro, tiene tantas significaciones posibles como seres se conecten con ella. Pero no para los refutadores de la diversidad y los que manejan los hilos del poder que buscan siempre imponer el discurso único, y en ese afán han sido y son causantes de desgracias, muertes, guerras, violaciones a la libertad de expresión y por lo tanto a los Derechos Humanos.
La libertad de expresión, una vez más, vuelve a ser presa de las ideologías que operan desde el discurso del odio hacia la violencia física.
El arte no sólo puede ser un acto de contemplación y de goce singular sino también una forma de denuncia, un recurso, una herramienta para reinterpretar lo instituido, las realidades concretas servidas en bandeja, cocinadas para que la gente compre sin pensar. Una mujer desnuda y crucificada, un Cristo clavado en un avión, así como Los Caprichos de Goya, son la posibilidad que ofrece lo artístico para abrir el debate, discutir, entre otros temas, el rol social de las instituciones religiosas, el celibato y la pedofilia, la discriminación de la mujer, el rechazo de las diversidades sexuales y el ansia de poder, situaciones presentes pero negadas por las mismas personas que luego se escandalizan, censuran o vandalizan expresiones artísticas.
Es verdad, el arte provoca, propone ideas, simbolismos y metáforas. Pero todo depende del cristal con que se mire, se lea, se interprete y se comprenda cada fenómeno artístico. Lo importante, a esta altura de los acontecimientos y de una historia que conoce bastante acerca de los efectos nocivos de las intolerancias, es abrir el diálogo y dejar atrás, definitivamente, la violencia como forma de comunicación. Las obras se pueden destrozar, pero no las ideas y sensaciones que provocan. Y por otro lado, lo fragmentado puede unirse. Así, una obra destrozada, renace, reencarna en otra obra, la que se inicia a partir de su reconstrucción.