La primavera rota del 73
El 17 de noviembre de 1972, volvió Perón a la Argentina después de un exilio y una resistencia de casi 18 años. Ese día se inició una verdadera contraofensiva popular, multitudinaria y activa con un marcado protagonismo de la juventud, que cambió drásticamente la relación de fuerzas entre el peronismo y la dictadura.
Veníamos del dolor y la bronca por la Masacre de Trelew del 22 de agosto de ese año. Todo se aceleraba. La dictadura de Lanusse, en retirada, llamó a elecciones para el 11 de marzo de 1973; Perón, volviendo luego a Madrid para ordenar sus cosas, ordenó votar a Héctor J. Cámpora como candidato a presidente ante la imposibilidad de ser él por las trabas legales impuestas por el gobierno militar; aconteció el amplio triunfo del FREJULI (Frente Justicialista de Liberación); Cámpora asumió el 25 de Mayo ante una Plaza de Mayo desbordante, que parecía romper todos los diques de la dictadura; con el pueblo movilizado y en rebeldía se rompió, efectivamente, la proscripción de Perón y el peronismo; desde los balcones de la Casa Rosada saludaban Osvaldo Dorticós, presidente de Cuba y Salvador Allende, presidente de Chile; una amplia bandera de Montoneros daba cobijo a su militancia, marcando territorio; fueron liberados de las cárceles todas y todos los presos políticos; más temprano que tarde se desató un proceso de disputa de proyectos al interior del movimiento peronista; Perón regresó definitivamente a la patria el 20 de Junio de ese año; ese día, en Ezeiza, la derecha de Osinde y López Rega, copó el palco oficial y disparó contra la multitud provocando una masacre; Perón laudó a favor de los sectores del sindicalismo y la porción de la dirigencia del Partido Justicialista enfrentados a la Juventud Peronista y a Montoneros; y finalmente el 13 de julio renunció el presidente Cámpora y su vice, Solano Lima, terminando así una etapa que para la historia política, se conocerá desde entonces como la Primavera camporista.
Esa vez la primavera había permanecido entre nosotros casi 8 meses, dos estaciones, lo más lindo de nuestras vidas. Lejos del ruido opaco y superestructural desatado ferozmente en las alturas dirigenciales de la política, abajo, en los barrios, en las fábricas y en las universidades, todo era una fiesta; la proscripción se convirtió en una pieza de museo; surgían las unidades básicas como hongos después de la lluvia; el amor se mostraba a cielo abierto en todos los planos de la vida y creíamos en la toma del poder y en la construcción del socialismo y en la liberación nacional que parecía estar a la vuelta de la esquina. Mientras duró, fuimos felices.
Mucho tiempo y mucha sangre correría en el país para que supiéramos que otra primavera semejante tardaría 30 años para llegar nuevamente. Toda una vida.
No es nuestra intención desarrollar una línea de tiempo que nos lleve desde el regreso de Perón al triunfo de Cámpora y su posterior renuncia, pero tampoco es exponer una mirada nostálgica, melancólica y romanticista de aquel momento agitado; nos interesa más seguir leyendo bajo las aguas embravecidas de ese tiempo para aprender de la historia, de nuestra propia historia militante. Los que entonces fuimos protagonistas, tenemos la obligación de, al menos, intentarlo para seguir escribiendo mensajes en botellas de naufragio que lleguen a la orilla de las nuevas generaciones. Allá vamos.
Partimos de algunas certezas y de muchas incertidumbres, arrancando por afirmar que entre el “Luche y vuelve” y “Cámpora al gobierno, Perón al poder”, se coló el “Montoneros y Perón, conducción, conducción”…y empezamos a desbarrancar de la historia.
Entre las certezas diremos que el pueblo estaba movilizado alegremente con la vuelta de Perón; se habían roto los diques que impedían el libre paso de las multitudes; las agrupaciones juveniles se habían constituido en nuevos sujetos del proceso histórico superando el mero rol de auxiliares pintores de brocha gorda; los militantes ejercíamos nuestro compromiso a tiempo completo, sin horarios límites, servicio cama adentro con la revolución peronista; el fervor por conquistar una patria liberada era contagioso; nos sentíamos creadores del “Luche y vuelve” y esa identidad de pertenencia nos hacía sentir protagonistas principales de la historia; las estructuras de las agrupaciones eran desbordadas por la incorporación masiva de muchachos y muchachas dispuestos a dar la vida por la liberación; ninguno de nosotras y nosotros estaba consustanciado con las normativas que rigen las administraciones de una “correcta gestión de gobierno”, sino embanderados tras la posibilidad cierta, como ya dijimos, de la toma del poder por el pueblo y la construcción del socialismo nacional, “como manda el General”, según cantábamos; el campo de batalla era cada vez más extenso e inclusivo, incorporándose a esta marcha triunfal amplios sectores de la cultura y el arte, de la religiosidad popular, de la ciencia, de la educación, del deporte, de la universidad, antes lejanos del peronismo.
Los que entonces fuimos protagonistas, tenemos la obligación de, al menos, intentarlo para seguir escribiendo mensajes en botellas de naufragio que lleguen a la orilla de las nuevas generaciones. Allá vamos.
Todo estaba politizado, todo; las charlas en el bar con los amigos, con los compañeros de trabajo, con los estudiantes secundarios y en la universidad, con el almacenero del barrio, con los vecinos, con la novia y el novio y hasta el sexo, como diría Roque Dalton, era una categoría política.
Era casi una moda ser militante político y si no lo eras, quedabas fuera de foco de la época que atravesaba el país, América Latina y el mundo entero. Crujían las vetustas estructuras de un justicialismo que no podía, no sabía ni quería abrir las compuertas de ese nuevo torrente juvenil que amenazaba llevarse todo por delante. Y sucedió lo imprevisto para nuestra inocencia barrial y combatiente: Perón, nuestro líder y conductor por excelencia durante todo el período de resistencia contra las variadas dictaduras y gobiernos seudo-democráticos, nos llamó al orden, nos marcó la cancha, nos hizo sentir el rigor de su conducción estratégica y táctica, nos puso al borde de las fronteras de su movimiento y nos exigió resolver el dilema de elegir entre su poder de decisión y la línea que bajaba como un maná desde la organización Montoneros. En política, como en la vida toda, los errores se pagan caros. Y esa vez lo pagamos todos.
¿Cómo se nos ocurrió cantar y creer en “Montoneros y Perón, conducción, conducción”? ¿Acaso no éramos los mismos pibes que habíamos creado la consigna “Cámpora al gobierno, Perón al poder”? ¿Desde cuándo se nos ocurría ponernos a la misma altura jerárquica del conductor y creador del Movimiento? ¿Nadie advirtió con elemental inteligencia política que ese despropósito nos iba a costar muy caro en el futuro inmediato? ¿No sabíamos que en el peronismo la conducción y el liderazgo no se comparten, sino que se acatan y respetan?
Entonces, estas preguntas muy pocos las formulaban. Huérfanos de cultura democrática por estar criados en una eterna dictadura que nos prohibía mencionar siquiera a Perón, las fuerzas juveniles fueron desbordadas por la misma historia que habíamos ayudado a construir. Habíamos contribuido dando la vida por la vuelta de Perón y por el triunfo de Cámpora; pero creímos, con cierta soberbia etaria, que éramos los únicos que jugábamos en la cancha. No supimos interpretar correctamente el rol que nos cabía en esa etapa crucial; un rol importante, sin dudas, pero no exclusivo ni excluyente. Y tampoco entendimos que esa etapa era una larga carrera de maratón, no una carrera de velocidad de cien metros de distancia. Nos llevamos puestos de sombrero a Perón y a la historia. Aunque también es cierto que esa etapa dejó una huella y un surco tan pero tan hondo, que aún perdura en la memoria colectiva. Y sigue siendo, más allá y más acá de los errores cometidos, nuestro orgullo militante. Hasta que llegaron Néstor y Cristina, nunca más fuimos tan felices como en esa primavera de la rebeldía.
Ese orgullo no debe impedirnos en señalar objetivamente que la disociación política entre nuestros sueños, deseos e impulsos y los elementos de la realidad que operaban en los ámbitos de decisión política, se correspondían con una disociación bastante extendida entre la superestructura de la política y sus bases sociales y movilizadas. Según donde nos ubiquemos en esa historia, tendremos visiones y evaluaciones diferentes sobre la etapa.
La memoria militante seguirá, con sus claros y oscuros, abrazándose a aquella histórica primavera del 73.
Aprendimos de esos años que ni las bases pueden actuar por cuenta propia, ni las dirigencias deben decidir divorciados de los anhelos y sueños de un pueblo joven que arremete contra los muros impuestos por las clases dominantes. Cuando no se tiene una correcta apreciación de la etapa por parte de la conducción política, sea estratégica, sea táctica, se produce el caos y se hiere o se rompe la trama del tejido social, justo allí donde no debe romperse.
La primavera camporista fue, desde esta perspectiva, un tiempo de inflexión histórica. Se demostraba que el peronismo seguía siendo “el hecho maldito del país burgués” (¡gracias Cooke!) y el eslabón disruptivo más representativo, a nivel social, que enfrentaba el sistema capitalista en toda su amplia extensión.
Pero las velocidades eran distintas entre la dirigencia y la militancia porque los puentes de un posible entendimiento se habían resquebrajados con el correr de los años, Resistencia peronista mediante. Ni Perón era el mismo hombre de 1955, ni la nueva generación era la de entonces.
Quizá Cámpora haya sido el dirigente peronista que mejor interpretó la necesidad de recrear esos puentes con la juventud, aún “maravillosa”, según definición de Perón; y esa comprensión de la historia, le causó el desprecio de las variadas burocracias y le costó muy caro; su desplazamiento del gobierno, el hostigamiento brutal del brujo López Rega, el ninguneo a su figura por parte de Perón, fueron el mayor costo político y personal para un hombre que desde el origen mismo del peronismo fue considerado el símbolo mayor de la Lealtad. Y que fue leal hasta su exilio, su enfermedad y su muerte en México.
Algunos interpretaron que Cámpora debía renunciar al día siguiente de su asunción, llamar a elecciones y allanar de inmediato el camino para una nueva presidencia de Perón. Y el Tío sabía que así debía hacerlo porque ese era su compromiso ante el líder, pero también era consciente de su responsabilidad institucional y de las tareas que debía promover para integrar a la Juventud al proceso abierto con su triunfo y el que se abriría ya con Perón en el país. Nunca se aferró al sillón presidencial ni a los oropeles del poder; su única ambición era dar lo mejor de sí para ayudar al General y a su pueblo. Pese a disentir con muchas posiciones de la JP, no quería dejar en el naufragio a esa muchachada que había ofrendado su vida por el líder mientras otros viejos conocidos, profesionales de la rosca y de la trenza, orejeaban las cartas de la coyuntura para ver en cada circunstancia dónde podían “cobrar” mejor con un cargo o una candidatura. Esa conducta leal era la diferencia sustancial entre Cámpora y el resto del justicialismo, una conducta de lealtad como las que tuvieron otros dirigentes peronistas como Bidegain, Obregón Cano, Ragone, Cepernic, entre otros.
Si no midió bien los tiempos de su renuncia, como algunos afirman, no fue por descuido ni por ambiciones personales, sino por procurar, sin éxito a la vista, que la vuelta de Perón sea una fiesta nacional y popular en los bosques de Ezeiza aquel 20 de Junio de 1973. Pero fue una tragedia planificada y ejecutada por la misma derecha que luego de la muerte de Perón lanzaría las jaurías criminales de la Triple A, antesala del golpe genocida de 1976.
Hay que reivindicar al presidente Cámpora en lo más alto de la historia. Hay que reivindicar el patriotismo de esa generación que lo consagró nuestro Tío para siempre. Y hay que reivindicar a Perón que decidió volver con su pueblo sabiendo que se le iba la vida. Todos ellos están hermanados por sus convicciones, su lealtad al pueblo y su entrega total, sin especulaciones ni cobardías. A modo ilustrativo, vaya el recuerdo de aquellos agitados días que anunciaban que la primavera estaba a punto de romperse.
Cuentan que con un pie ya en el avión que lo trasladaría a Madrid para acompañar el último y definitivo regreso de Perón, el presidente Cámpora convocó a diversos sectores de la Juventud Peronista a la Casa Rosada. El recién liberado de la cárcel, prócer de la resistencia peronista, Carlos Caride, participó junto a Envar Cacho El Kadri, Néstor Verdinelli y Amanda Peralta, entre otros dirigentes revolucionarios del peronismo, de ese memorable encuentro con el Tío en la Casa de Gobierno; relataron luego que Cámpora los había alertado de que la derecha de Osinde y López Rega coparía el palco central en Ezeiza con la intención de arremeter con violencia contra las columnas de la Juventud Peronista; había que impedir esta locura no cayendo en esa trampa, imploró. El presidente pidió colaboración para que el regreso del líder fuera una fiesta en paz y sea el mejor augurio para su próxima presidencia que acontecería en el momento que lo decida Perón. El error gubernamental de dejar librado el terreno a la pulseada de las fuerzas que pugnaban por acercarse al líder, sin presencia del Estado, facilitó la tarea criminal de los violentos esa tarde. Y Ezeiza fue una masacre. Allí terminó trágicamente esa primavera que se había iniciado el 11 de Marzo; el pulso que aún le quedaba, se terminó de extinguir el 13 de julio con el fin del gobierno camporista.
Al final del día, la memoria popular seguirá rescatando, con sus luces y sombras, sus aciertos y errores, sus virtudes y defectos, aquella heroica juventud que supo sembrar una primavera política de la que no pudo probar siquiera ninguno de sus frutos ni el aroma de sus mejores flores. Fue la “generación diezmada” como la llamó Néstor Kirchner, uno de los jóvenes peronistas que, junto a Cristina, su compañera, estuvieron ese histórico 25 de Mayo de 1973 en la Plaza de Mayo junto a un pueblo movilizado y bajo un cielo de banderas victoriosas.
Quizá nos valga recordar hoy más que nunca aquella frase tan honda de Vincent Van Gogh: los molinos ya no están, pero el viento sigue.