“Desmonte”, cuento de Carlos A. Ricciardelli
Estás contento, digo mirándome al espejo. Estás contento, ¿no? Es hoy. Es hoy y todo va a salir bien. Te digo en serio, creeme. Y busco el frasco de colonia francesa que me regalaron cuando terminé mi primer libro. ¿Te acordás? Me digo, el libro que terminaste editando con un amigo al que ya no ves. Cuánto trabajo costó ese libro.
Después, me cambio y vuelvo a mirarme en el espejo. Dibujo una sonrisa, me acomodo la camisa. Me gusta la colonia. Busco la campera y el morral. Adentro pongo una bufanda, la novela que estoy releyendo y subrayando una y otra vez. Tengo ganas de verla, de compartirle algunas ideas que tengo en mente sobre el libro y los argumentos de los nuevos cuentos que estoy escribiendo. Si logro organizar un poco el tiempo que me desborda, tal vez pueda entregar la primera versión del libro antes de fin de año, pienso.
Pienso en el libro, en algunas de las historias que aún se resisten, que sigo corrigiendo y también, pienso en ella. Tengo ganas de verla a pesar de todo. Sí. A pesar del último año y de cómo terminamos. Todo por el aire, como si lo hubiera dinamitado. Del enojo inicial sólo quedan algunos vestigios que siempre caen sepultados por oleadas de deseo. El recuerdo de los tiempos felices y la memoria erótica de los cuerpos acoplándose una y otra vez, grabadas en la retina, alcanzan a disolverlo todo. Suspiro. Agarro la SUBE, el celular y las llaves. Es hoy, repito, tiene que salir bien.
Una vez, en el túnel del subte, me ganaron algunos recuerdos que observé con gusto y me detuve en uno de nuestros últimos encuentros. No recordaba bien de dónde llegábamos pero sí del tropezón contra el sillón. Habíamos tomado bastante y rodamos por el piso matándonos de risa un buen rato hasta que Raquel logró reincorporarse y se inclinó sobre el apoyabrazos. Buscó algo en uno de los cajones y parando el culo se echó contra el asiento aspirando una delgada línea blanca que había raspado sobre la tapa de un libro. Así, arrodillada, inclinada sobre el apoyabrazos del sillón se restregaba la nariz sin percibir que le había levantado la falda del vestido y comenzaba a hundirle la verga entre los muslos. Me acomodé sobre la redondez de su culo en un lento vaivén y le corrí la bombacha. Raquel aspiró nuevamente con fuerza y sintió una descarga eléctrica desde la cabeza hasta el cuello del útero que comenzaba a recibir el bombeo continuo, in crescendo. Entonces, pegó un respingo y soltó un insulto. Sonrió de costado, sacudió la cabeza revoleando los mechones rubios y estiró los brazos arqueándose hacia atrás como si fuera el mascarón de proa de un antiguo y glorioso barco. Solté una de mis manos que la agarraban de la cadera y la llevé por la cintura hasta la punta de los pezones. Me detuve un rato y luego continué subiendo hasta tomarla de la nuca.
¡Uf! Por culpa de los recuerdos casi me paso de estación. Tuve que acomodarme el pantalón antes de subir por las escaleras mecánicas. Compré unas flores al llegar a la esquina y me detuve a esperar que se hiciera la hora. Di una vuelta y respiré una y dos veces buscando bajar la ansiedad. Llamé por el portero eléctrico. Me sorprendió cuando abrió y me hizo subir. Habíamos quedado en salir a comer. En el ascensor tuve una nueva erección que volví a disimular cuando llamaba a su puerta. Tardó en abrir. Estaba casi igual. Hermosa.
Tenía el televisor encendido. Como antes, como siempre. Miraba un documental sobre el desmonte del Amazonas.
Me hizo pasar con una gran sonrisa. Le di las flores y las puso en una jarra con agua. Tenía el televisor encendido. Como antes, como siempre. Miraba un documental sobre el desmonte del Amazonas. Decenas de hombres con motosierras derribando árboles para luego ser trasladados por tractores abriendo agujeros en los pulmones del mundo. Trajo unos vasos y una botella de cerveza. Bajó el volumen del televisor. Agarró el cigarrillo que humeaba en la punta de la mesa y se lo lleva a la boca. Sirve la primera de varias rondas y me pregunta cómo estoy. Le digo que bien y sonrío. Espero un instante antes de continuar y ella me cuenta sobre su nuevo trabajo que es otro al que conocía pero igual de parecido. Vacía el vaso y lo vuelve a llenar hasta casi desbordarlo. Sonríe. Terminamos de beber y busca otra botella mientras enciende un nuevo cigarrillo. Me acerco y le busco la boca para besarla. Me besa y me cuenta otra vez sobre el trabajo. Dice que está cansada, que es siempre lo mismo pero peor porque está más grande. Estoy vieja, dice y me habla de nuevo sobre el trabajo y enseguida, casi sin detenerse, me habla de la tragedia como si fuera la primera vez. La miro en silencio y me dice que no entiende, que pasa el tiempo y sigue sin entender. Sigue hablando y bebiendo y la escucho. No hablo. Esta vez me prometo no hablar. Escucho y cuando hace una pausa le pregunto por el baño. Cuando termino de orinar me lavo la cara y cuento hasta diez mirándome en el espejo. Escucho un ruido. Un vaso o una botella que se estrella contra el piso. Respiro. Después vuelvo y la beso en los labios con suavidad. Quería venir, digo y ella sonríe y lucha para no irse lejos. Le cuento que estoy trabajando en un nuevo libro, que cambié de editorial. Qué bueno, dice y hace un esfuerzo para no irse. Lo veo, se da cuenta. Qué bueno repite y busca el control remoto del televisor y enciende otro cigarrillo. Le cuento que elegí un restaurante que está cerca, que podemos ir caminando, que la noche está linda y que la reserva es a las diez. Hace silencio y pienso que todavía le duele; que le duele mucho. De pronto, me mira con ojos duros y me pregunta para qué fui. Trato de explicarle y me pierdo en el tiempo. Tengo miedo de caer en el vacío. Entones habla, gesticula y no puedo entender qué dice. Se levanta, va y viene buscando un encendedor. Hay un espiral que crece. Un espiral que nos abarca.
Andate.
Andate, me dice y escucho. No tengo ganas de salir, disculpame. Estoy cansada. Estoy muy cansada. El espiral sigue creciendo, enorme. No hay problema. Está todo bien, le digo y me quedo en el mismo lugar, sentado. Camina y vuelve a buscar el control del televisor. Va y viene por el departamento hasta que se sienta en un sillón. ¿Para qué viniste? Repite mirando el techo. Enciende un cigarrillo, se echa sobre el respaldo del sillón. Deja el vaso en el piso. La miro en silencio. ¿Para qué viniste? No entiendo, murmura. La miro y no hablo. Hago silencio y trato de no caer. Me veo y camino por una cornisa a tres, cuatro metros del suelo. Respiro, me esfuerzo en no responder, en no caer y ella cierra los ojos. Suspira. El espiral se detiene y de a poco se queda dormida. Hablo, la llamo y no escucha. Se durmió. Entonces me levanto y me acerco. Apago las luces del techo y dejo sólo encendido un velador que está en un rincón. El cuarto queda en penumbras. Me acerco con cuidado y le quito el cigarrillo de la mano. Lo apago. Llevo el vaso hasta la mesa. Busco algo para taparla. Busco por la casa, entro al dormitorio y encuentro una manta rayada. Cuando regreso la escucho hablar entre sueños. Me acerco para taparla y comienza a llorar. Le toco la cara, le corro las lágrimas con las manos. La abrigo y de a poco se calma. Me siento a su lado y le acaricio el pelo. Suspira y se acomoda contra mi hombro. El televisor está muteado. Siento el peso de su cuerpo sobre mi costado. En el televisor repiten el documental sobre el desmonte del Amazonas.