Marc Colell: “Me interesa mucho ese material que subyace a toda existencia”

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ENTREVISTA

Marc Colell: “Me interesa mucho ese material que subyace a toda existencia”

31 Marzo 2024

Marc Colell, narrador español, ha publicado su nuevo trabajo, ambientado en una urbanización cercana al mar. Las rutinas turísticas enmascaran otras realidades no tan gratas: el trabajo ilegal de los inmigrantes, el refugio en la bebida o en las drogas, la difícil transición a la adultez, la ausencia irreparable de un amigo. (Es casi inevitable recordar Siroco, de Vicente Battista, novela que describía el trastorno que la especulación turística e inmobiliaria producía en el paisaje de Las Canarias, justamente en la década de los ‘80). AGENCIA PACO URONDO conversó con él sobre Reino Vegetal, editada por Ya lo dijo Casimiro Parker en el 2023.

Agencia Paco Urondo: Lo primero que llama la atención de cualquier lector que abra tu libro es que predomina la segunda persona, como si siempre el narrador le hablase a Carlota, la protagonista. ¿A qué se debe esta elección, que no es la más acostumbrada y tampoco es fácil?

Marc Colell: La elección de la voz narrativa, del punto de vista, es una de las decisiones más importantes que hay que tomar cuando se empieza a escribir una novela. A veces surge de forma espontánea, como una necesidad, y a veces hay que plantearse aproximaciones, tentativas, hasta dar con la voz adecuada. Había practicado ya la primera y la tercera persona en dos novelas anteriores, y quise intentar la segunda en esta ocasión. Es una voz difícil, sin duda. Implica ciertas dificultades técnicas, estilísticas, pero también puede facilitar –si la fórmula funciona– la proximidad del protagonista y su identificación con el lector.

En este caso, decidí alternar esa voz en segunda persona con otra voz en primera, la de la propia protagonista muchos años después, ya en la vida adulta y contemplando esa infancia que quedó atrás, ese verano en que transcurre la historia. Quise aportar una mayor complejidad a la subjetividad de Carlota, de esa niña, y al mismo tiempo airear un poco esa segunda persona predominante, otorgarle cierta distancia… También practico otros puntos de vista en la novela, como el indirecto libre, y técnicas más cercanas al monólogo interior.

APU: La novela se enmarca entre el comienzo y fin de la temporada estival, en una ciudad costera; de modo que hay rutinas que desaparecen al llegar el otoño. Y como sé que has vivido 2 años en Pinamar, la pregunta obvia es ¿qué pasa en esos lugares cuando no hay turistas?

M.C.: Las zonas turísticas, tanto en España como en Argentina, necesitan, para funcionar una gran afluencia de turistas, de visitantes, pero también de un número suficiente de trabajadores para mantener esos sistemas, esos “reinos”… Normalmente, son personas que sufren las condiciones abusivas de los alquileres, la precariedad laboral, y también el mandato de no ser vistas, de pasar inadvertidas a los ojos de los demás.

De los propietarios, los turistas, de todas esas personas que pagan para ver belleza y nada más –la belleza como forma de consumo; el descanso como un resarcimiento del trabajo anual, de las penurias, como un paréntesis de bienestar–. Ocurre en Pinamar, como dices, con los trabajadores expulsados del centro, de la línea costera, obligados a vivir en las afueras, a viajar desde otros lugares –más o menos cercanos, como Madariaga, o muy alejados como las provincias del norte– y condenados a subsistir, si deciden quedarse durante el invierno, con trabajos todavía más precarios o con los ahorros de la “temporada”. Ocurre también en la urbanización de la novela, en Cataluña, con la entrada de trabajadores –los camareros, los payasos de la fiesta infantil, el vigilante– para mantener ese sistema de cien casas…

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tapa reino vegetal

APU: ¿Cómo describirías a Carlota, la chica que está en esa bisagra temporal de los 13 años?

M.C.: Me interesa especialmente esa etapa de la vida, ese tránsito entre la niñez y el periodo que llega después y no sabemos muy bien cómo llamar: juventud, adolescencia… A veces olvidamos esa época de nuestra vida, o nos asusta recordarla, pero a mí me atrae mucho su fertilidad, esa noción de maravilla y descubrimiento. También creo que resulta muy fecunda a nivel literario. Puede tratarse de muchas maneras, con la memoria directa y testimonial –pienso en memorias como las de Benjamin o Chacel–, pero yo he preferido rememorarla –esta vez– a partir de la invención, de los personajes, de Carlota, de sus vecinos, inventando sus vivencias y sus propios recuerdos hasta dotarlos de autenticidad. En ese sentido, me interesa más lo verdadero que lo real.

APU: Hay, en Reino vegetal, un predominio del tiempo presente, lo cual pareciera detenerlo como si nos hiciera más evidente la repetición de rutinas veraniegas. ¿Tiene alguna relación con la interioridad de Carlota esa elección?

M.C.: Sí, en esa urbanización –y en toda la novela– existe una lucha evidente de los personajes por mantener las inercias, las rutinas. Eso se simboliza a través de variados aspectos: los movimientos de los propios personajes, los atributos de la urbanización, las barreras que sirven de frontera, las persianas que se abren y se cierran…

También puede entenderse como una muestra de algo más: de la propia sociedad, de las inercias nacionalistas, de la endogamia, pero en ningún caso me planteé una novela de tesis, moralista. Son temas que fueron surgiendo y nada más. Carlota mantiene una mirada flotante ante todo eso, como una especie de observadora que denuncia esas rutinas de manera silenciosa, las contempla, las descubre, como si estuviera dotada de una lucidez especial para reconocer sus mecanismos, las imposturas y los artificios que las mantienen.

APU: A través de las hits musicales, hay indicios de que la trama se ubica a mediados de los ’80 o en los ’90 ¿Son parte de ese retrato del tiempo, son signos de la nostalgia? ¿Combinás en tu memoria los lugares, las historias de vida y la música?

M.C.: Seguramente. En todo caso, que la novela esté ambientada en esos años no implica que idealice de ningún modo esa época. Tampoco la desprecio. Son unos años, nada más, y también una parte de mi propia vida. Lo cierto es que no me documento para escribir. No busco anécdotas, listas de canciones, noticias, acontecimientos… Puede que incurra en incongruencias históricas, en anacronismos, pero no me preocupa. Lo que hago es un ejercicio de memoria, pero se trata de una memoria recreativa, sentimental –y no necesariamente histórica o autobiográfica–.

En cuanto a la música, no creo que defina esencialmente mi pasado. Las canciones aparecen en la novela casi por accidente, como un sonido de fondo. Yo las escucho, nada más. Lo mismo que Carlota. Creo que otros aspectos de la realidad permanecen de forma más indeleble en mi registro subjetivo del pasado, como la comida o la presencia de ciertos olores.

APU: Hay manejo contrapuntístico entre el confort externo, los rituales consumistas propios de la etapa estival y que los personajes transiten un invierno emocional ¿Cómo fue tu exploración de esos mundos y qué te llevó a contraponerlos?

M.C.: Me interesa mucho ese material que subyace a toda existencia, los resortes ocultos, las carencias que nos acompañan más allá de las posturas o las contorsiones que adoptamos cada día, de los esfuerzos por aparentar la dureza, la cordura, la entrega, la felicidad... No me refiero solamente a las carencias. A veces, lo que se trata de ocultar es un impulso positivo, cierto grado de esperanza. Es el caso de Carlota, por ejemplo. Lo que ella disimula –adaptándose al mutismo familiar– es, precisamente, su mayor virtud, la capacidad de contemplarlo todo, las inercias, las relaciones, las servidumbres familiares y una especie de ternura o de recaudo que se reserva para sí misma (de modo que esa mirada puede resultar, también, liberadora).

“Me fascina la literatura gauchesca. Nunca había sentido ese poder del lenguaje, esa capacidad para mostrar un mundo nuevo”.

APU-¿Cuál fue tu puerta de entrada a la lectura? ¿Qué comenzó leyendo el Marc niño y el Marc adolescente?

M.C.: Cuando era pequeño, casi no leía. El interés surgió más tarde, en la adolescencia. Mi padre tenía bastantes libros. Era una biblioteca desordenada, sin clasificar. Libros por aquí y por allá. Novelas, sobre todo. De ahí saqué mis primeras lecturas y la preferencia por algunos autores. Recuerdo el impacto que me provocaron las lecturas de Delibes, por ejemplo. Lo que yo hacía, si un libro me gustaba, era buscar otros del mismo autor por las estanterías. Si los encontraba, los leía. Y si no los encontraba, cambiaba de autor fijándome en la portada o en el título. Podía pasar de Montalbán a Cela, de Calvino a Mendoza, de Cabrera Infante a Highsmith… Un caos. Había novedades, también, los Planeta del momento… Pero nadie me incentivó, en ese sentido, nadie me guió, nadie me preguntó por qué leía, qué me gustaba.

Recuerdo también las lecturas obligatorias en el Bachillerato. A casi nadie le gustaban esos libros –Baroja, Català, Espriu, Rodoreda–, pero a mí me fascinaban. Me detenía en las imágenes, en las metáforas, en la expresividad… Y las recibía con admiración y con una sensación extraña e inexplicable, parecida a la gratitud, a la revelación, al reconocimiento.

APU-¿Qué te significó la lectura de Don Segundo Sombra, libro que leíste aquí, en Argentina?

M.C.: Me fascina la literatura gauchesca. La primera vez que leí el Martín Fierro ni siquiera había viajado a la Argentina. No entendía nada, por supuesto, pero me dejé maravillar por la riqueza de ese léxico, por la capacidad expresiva de Hernández. Por suerte, la edición contaba con un glosario que debía consultar a cada momento. Con esa parsimonia –obligada– fui entrando en las sextillas hernandianas. Nunca había sentido ese poder del lenguaje, esa capacidad para mostrar un mundo nuevo, desconocido, como si las propias palabras tuvieran la capacidad de inventarlo –y no sólo de recrearlo–. Después viví un par de años en el campo argentino y muchas de esas palabras cobraron su verdadero significado, se llenaron de texturas, de olor, se materializaron. El libro que mencionas, la novela de Güiraldes, me cautivó en muchos aspectos. En la propia ambición estilística, textual –plagada de comparaciones, refranes, como un compendio de paremiología gauchesca–, y también en la propia historia y el tratamiento del personaje. Recuerdo cuando contempla por primera vez el mar, en los cangrejales de Madariaga, y lo nombra como la “pampa azul”. Es un pasaje precioso que se rinde –y limita– a la capacidad perceptiva del propio personaje y de la pampa, del campo, como espejo y medida de todo.

APU: Reino vegetal no es tu primer libro publicado, ya que le precede Jardín paremiológico, una colección de sentencias calderonianas, escrita en coautoría con Javier Aparicio Maydeu. ¿En qué momento sentiste la necesidad de escribir narrativa?

M.C.: Esa experiencia –la lectura atenta de toda la obra de Calderón y la selección de sus aforismos– me sirvió para penetrar en el pensamiento de un autor tan complejo –síntesis y epílogo del barroco– y para sistematizar algunos rasgos interpretativos como observador, como lector. Seleccioné un total de 7000 aforismos de los que quedaron unos 700 para la edición final del libro. Creo que más allá de “La vida es sueño” y un par de obras más, es un autor poco leído.

En cuanto a mi inclinación por la narrativa, por la escritura de ficción, desconozco realmente sus orígenes. Supongo que fue algo que se fue dando, que fue creciendo. Cuando quise darme cuenta, ya no había vuelta atrás y se había transformado en otra cosa, en una necesidad. Creo que todo empezó con esas lecturas de juventud, con esa admiración prematura. Yo supe que me dedicaría a eso, a escribir, muchos años antes de hacerlo, de imaginar mi primer libro. Dos décadas, quizás. Tenía esa certeza. Leía esos libros, las novelas que me gustaban, y sabía que podría hacerlo, que tarde o temprano lo haría, que estaría ahí, del otro lado –y aquí es donde sigo, como el objeto de mi propia intuición–.