“Compost”, los nuevos poemas de Diego Suárez que lo consolidan entre las voces santafesinas actuales
Una antología de poesía santafesina contemporánea que se presentaba de manera independiente por la misma época en que Diego comenzaba a publicar sus poemas contaba con un atinado y prolijo prólogo de Fernando Callero quien, dejando de lado sus proezas líricas y la provocación iridiscente que le caracterizaron, supo regalarnos hacia el final del texto un párrafo didáctico y divulgativo: “Lo mejor de todo es lo que va a pasar cuando ustedes abran el libro y salten entre sus poemas. Es esencialmente un libro compañero, para llevar en el bolso, leer en cole y prestar a un amigo. De esos trámites afectivos, creo, depende hoy en día la justificación de un libro de papel”. Muchas veces me encontré preguntándome, a lo largo de estos diez años, qué motivaba a Callero, tan desconfiado dentro de su obra a la exaltación positiva de nuestra labor y tan taxativo y disruptivo en sus lecciones de escritura con sus estudiantes, a guardar las formas durante todo el prólogo, pero también a dejarse llevar por una confianza semejante en “lo que va a pasar cuando ustedes abran el libro”. Detrás de la fuerte conciencia del quehacer poético, nuestra poca inocencia, se conservaba la posibilidad de que, luego de lo que hicimos, otros hagan algo distinto, mejor, “lo mejor de todo”.
Una confianza básica, pero sorprende que todos (en alguna medida) la tengamos, incluso el Fer, incluso los contemporáneos. ¿Por qué seguimos creyendo en el cuidado a nuestra labor de escritura? Por otro lado, con misma insistencia me aparecía cada vez que recordaba ese momento de su ensayo la pregunta acerca de qué cabe bajo la expresión, el concepto, “trámites afectivos” con que el Fer respondía a por qué poner a circular un libro en papel. ¿Hasta dónde podemos extender la idea de “trámites afectivos”? ¿Qué más cabe en la serie? ¿Qué justifica, hoy en día, la circulación de los libros en papel?
Son preguntas básicas, pero también son modos de preguntarnos por la contemporaneidad y con ella por cómo resolvemos ahora nosotros nuestros propios trámites afectivos. En los ya más de diez años que median entre aquel momento y éste, mucho se ha dislocado a nuestro alrededor. No solo los mapas contemporáneos de la poesía santafesina –rótulo en que no sé si la obra de Diego cabría o cómo o de qué manera-, sino también en cómo vivimos. Una década atrás estábamos cerca de, aunque no lo supiéramos, el aceleramiento del cambio climático, la crisis de los cuidados, el aislamiento social y los avances de nuevas formas de la derecha organizada en nuestro país, Latinoamérica y el mundo.
Estábamos cerca, aunque no lo supiéramos, de la interrupción del orden institucional en países vecinos y de fuertes cambios en los horizontes de gobernabilidad del nuestro propio. Había una serie de problemas, como la quema de humedales o los asesinatos vinculados al narcotráfico, que serían en los años siguientes mucho más cercanos a nosotros de lo que tal vez por aquel entonces intuíamos. Aunque bien que el verso-título de aquella antología, “yo soñaba con comprarme una combi”, nos hablaba ya de proyectos muy hermosos que solo quedarían, efectivamente, en proyectos.
No es azaroso que trate de calcular la distancia que nos separa de aquel tiempo, a la vez tan cercano y tan lejano, puesto que la lectura de Compost (Palabrava, 2024) así me lo evocó, pero también porque esa década marca el tiempo en que Diego, ya adulto, decidió irse construyendo como poeta hasta la voz decidida que aparece en éste, su sexto libro de poemas. Tampoco es capricho, digo, porque si algo nos dificulta leer críticamente a nuestros contemporáneos no es solo estar confundidos en un mismo presente sino más bien en las múltiples horadaciones, temporalidades difusas y plurales, con que ese presente se percibe. ¿Cómo tener una idea del conjunto? ¿Cómo reconocernos entre los demás? ¿Qué sueños equiparar? ¿Qué marcas? ¿Qué proyectos?
Los trámites afectivos del presente no ocupan un lugar menor en el poemario. En este sentido rápidamente se arman serie dentro del libro, empezando por los residuos que en el compostaje, el corte de pelo y la donación de sangre vuelven sobre nuestras posibilidades e imposibilidades respecto a la finitud de la vida. Sin embargo, se parte de la modesta posibilidad: “recortes de tejido líquido”, “podando los recuerdos”, “desechos orgánicos / sobre materia seca”. La apertura de la serie desde una práctica vinculada al ecologismo y la crisis climática no es tampoco menor, y encuentra correlato enseguida en el poema a su lado:
Si las bolsas de plástico tardan
alrededor de 150 años
en descomponerse, quiere decir
que la Tierra andará todavía
indigestándose con el envoltorio
de las galletitas que comimos
en nuestro último paseo
cuando pueda devolverte la visita.
El corazón del poema se desplaza de la bolsa de plástico -cuya disolución medida ahora en el tiempo, y excediéndonos largamente, no parece tan grave- sino en lo que contenían, y aquello que podíamos hacer con su contenido. Este poema, mi favorito del libro, me recuerda a una novela breve publicada recientemente, donde una madre evoca a su hija desde un sueño en el cual ella le compra, en unas vacaciones, girasoles. Te compré girasoles (María Angelica Vicat, EMR, 2021) repone, como este poema contemporáneo a ella y a nosotros, una relación con el más allá mediada por un objeto de consumo común y precario. Incluso, las galletitas del poema son el único alimento que aparece a lo largo de todo el poemario ocupado como estará en criar hijos, irse a dormir, recuperar episodios de su vida familiar, conservar oídas de familiares y amigos. Por su misma precariedad, por venir envueltas en plástico, aquellas galletitas perdurarán en la digestión de la tierra más tiempo que nosotros.
En este mismo sentido poemas como “Pileta”, tan familiar al elogio de los patios de interior y nuestras formas poco lujosas de contacto con el disfrute que pueblan los poemas de Cecilia Moscovich y Analía Giordanino, por ejemplo, nos recuerda nuestras formas pobres de construcción de placer, vida en común, memoria. Cuando no son piletas o galletitas, ambas mediadas por el plástico, serán voces las que la voz poética recupere como elementos que han perdurado al paso del tiempo. El “alquilado patio” no se va con nosotros pero sí el sonido de las chicharras, así como no el envoltorio pero sí las galletitas.
El autor elige construirlos desde una idea de poema malo, poema hecho añicos, que no deja de sorprenderme.
Ni verano, ni infancia ni trabajo son lujosos aquí. Tampoco los poemas, a los que el autor elige construirlos desde una idea de poema malo, poema que no será, poema hecho añicos, que no deja de sorprenderme. No se trata de la figura de poeta menor que Nora Avaro describió a propósito de otra poeta contemporánea a Diego y a nosotros, sino de otra forma que no va por la minoridad sino por la negatividad. Digo negatividad y no modestia porque si fuera modestia seria falsa modestia, pero aquí no hay eso sino casi un desentendimiento del sostenimiento de los poemas que contrasta con el cuidado en la elección de las imágenes y el corte de versos.
Pero si estos últimos elementos mencionados muestran el cuidado puesto por Diego en su labor, la recurrencia constante a la poca estima que los poemas dicen tener de sí mismos tensionará los textos. No se trataría del poeta menor sino del “poeta modesto”, pero habría que calibrar exactamente qué hay dentro de esa modestia, si de modestia se trata puesto que no termino de leer allí ironía ni parodia sino la provocación de escenas muchos más simples, tanto para la lectura y la escritura:
(…)
o un aparentemente inocente
“no sé por qué, pero me gusta”.
Un par de versos que, como el concepto de Callero, buscan justificar la escritura y su circulación desde un trámite afectivo, la lectura, equiparada ahora con el “vuelo de pájaros al atardecer, / un hilo de voz en la penumbra”. El poemario acumula este tipo de trámites afectivos en que la lectura está incluida junto con “meter las cubeteras en el congelador”, regar las plantas a la tardecita, lavar los platos antes de ir a dormir, dormirse junto a uno de los hijos, bañarse junto a otro de ellos. Perder y encontrar a un hijo en una multitud y después hablar de eso, plegar la pileta cuando haga frío, pedir un helado, cantar a través de un celular.
Las galletitas que comimos, los poemas que escribimos, son en este sentido nuestras debilidades, nuestra memoria a la manera de las cookies que cada sitio web ahora nos solicita permiso para utilizar en nuestra navegación. Por ello cada una de estas imágenes poéticas recorta sitios de la realidad donde aún podemos tramitar afectivamente algo de nosotros, aunque no sepamos qué es y eso nos devuelva a la inocencia de no saber. Aquella inocencia que perdimos hace mucho tiempo, cuando comenzamos a leer, y que de vez en cuando recuperamos cuando nos acordamos de escribir.