Sarmiento: el periodista militante

Sarmiento: el periodista militante

16 Septiembre 2012

“Quiero recomendarles un libro, que comencé a leer: 'Sarmiento periodista', de Diego Valenzuela y de Mercedes Sanguineti. Es un libro muy importante, por allí uno no está de acuerdo con las conclusiones de quienes lo escribieron, pero la información que trae es de una investigación muy importante. Yo lo hubiera titulado: 'Sarmiento militante', porque Sarmiento más allá de la orientación que uno tenga, los acuerdos o desacuerdos fue por sobre todas las cosas un militante político".

Cristina Fernández de Kirchner


Por Juan Ciucci l El libro puede ser enmarcado en esa nebulosa llamada “divulgación histórica”. Es un texto ameno, que sabe conjugar una gran cantidad de datos con un lenguaje sencillo y directo. Los años de experiencia periodística de los autores se lo posibilita, logrando un libro interesante.

Asimismo, tiene varias concepciones problemáticas, que permiten una confrontación de ideas muy rica respecto al rol del periodismo, y al papel jugado por Sarmiento en nuestra historia. 

Prensa facciosa

Al pensar a Sarmiento como periodista, los autores eligen focalizar en una de las múltiples acciones que llevó adelante durante su vida. Explican que es quizás la más profunda, la que lo acompaño hasta su muerte. “Sarmiento fue periodista, quizás antes que cualquier otra cosa”, afirman. “Porque las letras, y la prensa en particular, fueron el arma que usó el político, el intelectual, el gobernante, el educador que fue Sarmiento, para cumplir sus deseos y ambiciones, y así trascender”.   

Pero el problema reside en la concepción de periodismo que los autores manejan. Contraponen el periodismo del siglo XIX, con el “profesionalismo” que luego sobrevino. Afirman que “el escritor de la prensa de esa época no se sentía periodista en el sentido actual, sino que desempeñaba con pasión una función política, dado que desde allí se disputaba el poder y se discutían los proyectos de modernización de la sociedad”.         

Esos diarios desempeñaban una función política, respondían directamente a su fundador, para ganar prestigio y disputar socialmente el poder. Mas luego sobrevino una prensa “independiente” del aparato político, que logra financiarse a partir de sus lectores y de la publicidad. “Es que el periodismo en buena parte del siglo XIX estaba dentro del sistema político; tener un diario o acceso a una publicación era requisito casi indispensable para tener éxito en política”, afirman los autores. “El trabajo en la prensa era una herramienta, no un fin, menos una profesión”.

En la década de 1880, se producen cambios en la sociedad (más población, más educación, más trabajo) que orientan los diarios hacia un “mercado”, lo que “justificaba la existencia de publicaciones más guiadas por la demanda del público que por la política”. Esto provoca “el giro hacia un financiamiento más autónomo y menos ligado a un padrinazgo político, y la apuesta por la información en detrimento de la opinión pura y dura”.

Si bien resulta interesante este análisis, que permite comprender algunas de las transformaciones que transitó la prensa durante el siglo XIX; repite una concepción liberal del periodismo. Aquella que se fija en el concepto de “profesión”, determinando la existencia de un libre pensador que comunica o analiza la realidad alejado de motivaciones políticas. La famosa “prensa libre”, “independiente”. Discusión que fue actualizada en el marco de la sanción de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, donde pudimos socialmente poner en tela de juicio el papel de los medios en el sistema democrático y su función social.  

Muchas de las descripciones que Valenzuela y Sanguineti hacen de la prensa en la época de Sarmiento son perfectamente aplicables a nuestros días. Aquella famosa máxima (que el kirchnerismo demostró poder combatir) del “nadie resiste 5 tapas de Clarín”, no hacia más que reafirmar la necesidad de una alianza con la prensa para poder gobernar. Esa independencia lograda por los medios de una tutela específica, no borró el accionar político de los medios, sino que consolidó su propio poder. El diario no responde a un caudillo, sino a poderes económicos que intentan dominar al sistema político. Y que durante años lo hicieron en nuestro país, o fueron cómplices de las políticas implementadas o del genocidio perpetrado durante la última dictadura militar.

Pensar desde Casullo

En el marco del conflicto con las patronales agrarias de 2008, Nicolás Casullo supo construir un andamiaje conceptual que nos permitiera comprender qué estaba sucediendo. Es muy útil retomarlo para contraponerlo a estos intentos de “despolitización” de la función periodística, de los cuales el libro es un exponente. Salió en Página/12, el 21 de junio de 2008.

“Se habita un tiempo donde lo mediático roba casi todo lo real de la realidad. La carencia de ideas y programáticas de una oposición política no constituida definidamente, provoca que esta ausencia haya sido reemplazada, cooptada, tal vez casi de manera definitiva, por la lógica de la información de masas (movilero, locutor, entrevistador, periodista analista). Una lógica mucho más eficaz, y con sello de época, en la trama de la sociedad, donde los medios en su “no hacer política” hacen la sustancial política diaria que confirmaría la imprescindible muerte de la política, dejada atrás como lo zángano y corrupto en la vida de los argentinos.

Una lógica periodística del slogan, de la frase compactadora, del título fuerte, del copete “síntesis”, del dato gancho, del impacto efectista, del hallazgo ocurrente, del reduccionismo de corte publicitario “en tres palabras”. Una lógica de la trasmisión diaria en cadena de todos los informativos. Una lógica mediática bandolera, cuyo oficio totalizante ha devenido desvalijar los hechos centrales, quitar del medio los sentidos que importarían ver debajo de la hojarasca, sustraer los significados.  

Puede decirse entonces, como perspectiva de comprensión de la crisis nacional, que la posibilidad de avance hoy de un gobierno democrático institucional (que se autoidentifique con amplios sectores populares sufriendo distintos grados de injusticia y postergación de sus derechos sociales) pasa también y de manera cada vez más acuciante por una instancia de desmontar diariamente un orden que cuenta las cosas (para la probabilidad de modificar tales cosas).

Una contienda que sin duda no remite a ninguna Secretaría de Cultura ni a un Ministerio de ciencia pensado casi exclusivamente para la tecnoindustria, sino que remite a la pura política actuando culturalmente, en estado de constante actualización de sus concepciones de masas, hacia las masas y con las masas. Teniendo en cuenta que la disputa neurálgica en nuestra democracia –en un mundo como el actual bajo dinámica transcultural de derecha– es quebrar constantemente disposiciones interpretativas dominantes. Querellar un orden de los imaginarios en cada coyuntura. Expropiar dimensiones simbólicas de masas educadas y formadas por los propios adn del sistema de alienación en su edad audiovisual expandida.  

En la Argentina de estos días se evidencia que el debate por los significados es una lucha comunicacional de masas donde se juega suerte y destino de cada política. Algo similar sucede en América latina. La época democrático popular y todas las izquierdas necesitan un nuevo ensayismo de análisis y de masas cotidiano, que amalgame herencia de sociólogos, de periodistas, de nietos de Jauretche, de intelectuales y cuadros políticos que digan y disputen palmo a palmo conciencias ciudadanas demasiado golpeadas y desorientadas en la última década.  

Hoy esas palabras, y las definiciones que componen, no muestran. Esconden.  Los medios de comunicación imponen su bestial “diagrama institucional” bajo una horma de mercado que hoy reina soberana. Implantan su matriz de acuerdo a la programación emisora, su valor de lo que sería democracia, la virtud de un votante apolítico que en realidad no debe saber ni siquiera a quiénes elige cuando elige, porque debería votar átomos “libres” de compromisos partidarios.

Es indudable que en el campo de la contienda política por el significado de los hechos, y sus consecuencias, es donde el Gobierno viene perdiendo terreno en manos de un poder que desgasta, desvaloriza, deslegitima, sin dar cuenta de sus emisiones y sin que nadie le pida cuentas políticas de sus responsabilidades e intereses en los marcos del conflicto. Más allá de sus errores, que los tiene abundantes en la crisis del agro, ése es el dato del presente democrático argentino: si el Gobierno no asume este desafío con el despliegue de todos sus recursos humanos, su proyecto democrático carece de la consistencia persuasiva que la época exige”.

No se entiende a Sarmiento sin Milcíades Peña

La matriz ideológica de los autores del libro (periodistas de Clarín o funcionarios del Pro) se ve reflejada en estas concepciones del periodismo que estamos discutiendo. Como así también en la valoración de la figura de Sarmiento, que no escapa a los convencionalismos de la lectura liberal de nuestra historia.

Aquel hallazgo que remarcó nuestra Presidenta, “me acabo de enterar que el insigne maestro Domingo Faustino Sarmiento, cuando fue Presidente, cerró el diario La Nación”; aparece como una referencia perdida en el libro. La lectura atenta de Cristina lo remarca, lo devuelve a este contexto de reclamos sobre “libertad de expresión”. Pero los autores lo brindan como un dato más de la historia del “prócer”, y lo enmarcan en los vaivenes de su opinión sobre la prensa, en tanto fuese gobierno u oposición.    

Lo mismo puede decirse del análisis de la presidencia de Sarmiento, de la que prácticamente omiten su complicidad con el genocidio del Pueblo paraguayo; siendo que durante su presidencia finaliza esta triple infamia. Y toman como meras “polémicas” ciertas apreciaciones ligadas a sus opiniones sobre el gauchaje y su sangre abonable, o el asesinato del “Chacho” Peñaloza.

Es notable asimismo la ausencia en su bibliografía del libro “Historia del Pueblo Argentino”, de Milcíades Peña. Este autor, un autodidacta que desde el trotskismo analizó la construcción de las clases dominantes en Argentina, brinda un análisis imprescindible de Sarmiento. Aunque, claro, es otro de los "malditos" de nuestra historia, y su obra no encuentra la trascendencia que merece.    

“El pensamiento revolucionario argentino tiene que arrancar a Sarmiento y Aberdi de las garras de la museografía oligarquica, demostrando que estas grandes figuras nacionales murieeon denunciando y poniendo en la picota a la oligarquía argentina, incapaz de consucir a su país al gran destino nacional que ellos habían soñado”, afirma, provocativo, Peña.

Y agrega: “Y dice así Ricardo Rojas de El Censor, asa última hoja de Sarmiento que arrojó una luz de mediodia sobre los más grandes problemas de la Argentina -ya comenzada a ser manejada por la Bolsa de Londres-: fue “periódico de una propaganda negativa, injusta a veces y de injurias personales”.

Valenzuela y Sanguineti repiten este análisis (citando a su vez a Rojas), emparentándolo a resquemores personales contra Roca, al haber truncado sus sueños presidenciales. “Sarmiento se opuso molesto con aspectos de la politica roquista, y por qué no, con la pérdida de protagonismo que el proceso le deparaba”. La lucida mirada del “último sarmiento” es leída como un achaque de la edad, o como una herida del orgullo.

Peña nos interpela al obligarnos a releer a dos figuras señeras de la Patria Liberal, como Alberdi y Sarmiento, que en sus últimos años nos proporcionan un análisis cabal de la oligarquía argentina. “Es evidente que en 1852 ninguna de las dos fuerzas que se disputaban el comando del país eran capaces de sustentar el programa de creación de una gran nación, y Sarmiento prefirió apostar a la que tenía mayores posibilidades de triunfo y podría brindarle mayores posibilidades de pesar en la vida política. Alberdi eligió el campo contrario y terminó en el ostracismo. Pero mientras las ideas que Alberdi elabora y desarrolla en ese decenio son de lo más valioso que ha producido el pensamiento argentino, casi todo lo que Sarmiento escribe o dice para el público es una deplorable exaltación de la causa de la oligarquía porteña. Y precisamente esta alianza con el mitrismo es lo que centuplica el valor de sus permanentes denuncias contra la oligarquía porteña y sus socias provinciales cuando al llegar a la presidencia de la República –y desde entonces hasta su muerte- comprende cada vez más que con las clases dominantes argentinas no se puede ir a ninguna parte”.     

La disputa con Roca excede lo personal, como bien explica Peña. “Lo único que faltaba del programa de Sarmiento era un país donde no gobernaran las vacas ni los banqueros londinenses; y bajo Roca y después de Roca, la paz,  el trabajo, la inmigración y la educación no eran más que alfombra para la democracia de vacas y banqueros, y por eso Sarmiento se volvía tan descomedidamente contra Roca”.

“Que jamás Mitre haya alzado la voz contra la oligarquía argentina limitándose siempre a ejecutar su política, que Sarmiento plantease una política nacional opuesta a la política anglófila de Mitre, hecha a medida de la burguesía porteña, aunque ambas se desenvolviesen sobre la base inevitable de la inmigración y los ferrocarriles, todo eso son minucias que la historiografía oficial elude para mejor silenciar lo que hay en Sarmiento de corrosivo hacia la oligarquía”.

Asimismo, Peña critica a los revisionistas, que “cargan su ataque contra el programa de Sarmiento para convalidar a la oligarquía que tomó de ese programa lo que le convenía, deformándolo, y encajonó el resto, que era lo fundamental para hacer una nación. La independencia económica se perdió porque la clase dominante vivía y se enriquecía “mirando parir las vacas”, como denunciaba Sarmiento, no porque esa clase hubiera puesto en práctica el programa de Sarmiento y Alberdi de desarrollo material comparable al de EEUU”.

“Tenían plena razón Sarmiento y Alberdi en cargar todo el acento de su prédica en la necesidad de un vertiginoso progreso material, al estilo yanqui. Ésta es, también, la ardiente esperanza de Lenin, de Trotsky, de Mao Tse Tung, de todos los constructores de naciones autónomas sobre la base del atraso y el sometimiento en la época del imperialismo. Lo malo es que ese desarrollo no se consiguió, y la culpa no la tienen Alberdi ni Sarmiento”.

Peña nos aporta una mirada desmitificadora, que permite reconocer elementos de progreso en el pensamiento de Sarmiento. Del que rescata que su “gran mérito está en su aspiración de un desarrollo burgués al estilo yanqui, y en su denuncia de la oligarquía argentina que se oponía a ese camino. Por todo lo demás, era un sólido burgués liberal, lleno de santo horror ante el socialismo”. Esa mirada amplia, sin embargo, no puede verse en Peña cuando analiza al peronismo.