Anonimato y escrache contra las violencias: ¿por qué y para qué?
Por Lucía Cholakian Herrera
Argentina, mucho antes de ser el país del Ni Una Menos, fue el país del Nunca Más. Con los pequeños testimonios recabados de las violencias acalladas a fuerza de terror y picana, en 1983 comenzó el período de reconstrucción de nuestra memoria colectiva a partir de, mayoritariamente, testimonios individuales. Treinta y cinco años después, generaciones enteras han heredado el concepto de memoria y el consecuente reclamo por justicia gracias a todos esos enormes esfuerzos consolidados en un símbolo que es fundacional de nuestro presente político: nunca-más.
El potencial de los relatos individuales como testimonio e índice de las experiencias colectivas tiene, en nuestro país, un valor considerable en comparación a otros países y latitudes. Es tal vez por eso que fue la usina y el origen de la consigna #YaNoNosCallamosMas en 2016, en un movimiento micropolítico iniciado autónomamente en redes sociales que cobró una dimensión vasta y sin conducción para visibilizar las violencias mediante la recuperación del “escrache”, herramienta política forjada por H.I.J.O.S. ante la ausencia de justicia institucional en el período post-dictatorial. El escrache feminista apareció entre las grietas de la ausencia o lentitud de un sistema judicial por de más revictimizante, con procedimientos verdes en comparación al calor del crecimiento del movimiento feminista en el país, y sin dudas forjada y ejercida, en su mayoría, desde una matriz ideológica patriarcal.
Recientemente, sobre todo en los últimos meses, han circulado por las redes denuncias a varones violentos enunciadas por sujetos anónimos. Este anonimato ha sido repudiado en muchos frentes -desde el movimiento feminista, también- y merece ser atendido en aquel punto en el que realmente importa: la decisión de las denunciantes y sobrevivientes de abuso de no revelar su identidad al visibilizar su experiencia.
¿Por qué el anonimato? Los motivos son infinitos. En varias casos, sobre todo en aquellos dirigidos a varones con protagonismo social -músicos, políticos, deportistas, periodistas, escritores-, la publicación del escrache con identidad de la denunciante ha provocado denuncias a ella por difamación, calumnias o injurias (denuncias que al día de hoy el sistema judicial permite que se dirijan a sobrevivientes de violencias múltiples); la exclusión de las mujeres denunciantes de diversos espacios (laborales, académicos, recreativos, artísticos), la reincidencia en violencias (algunos, incluso, terminando en la más extrema de las violencias de género: el femicidio) y, en todos los casos, en la exposición y el hostigamiento de aquellas personas que rompen el silencio obligatorio impuesto a las mujeres respecto a sus propias vivencias.
Sin embargo, aún se emplean con vehemencia argumentos que intentan deslegitimar los escraches por falta de verosimilitud, de material probatorio, o, incluso, de coraje. Habría que escribir muchísimos artículos para esgrimir, realmente, todos los motivos por los cuales es erróneo considerar que una denuncia anónima tiene como finalidad la de mentir. Sea o no traumática la violencia -no siempre lo es, y cada persona la vive y transita de forma distinta-, el proceso de exposición del relato personal, esté su enunciación explícita con nombre o no, es siempre difícil. Difícil porque implica repasar un amalgama complejo de particularidades de la experiencia y condensarlo en un relato a ser comprendido por intelocutorxs ajenxs. Porque, en ese proceso, las mujeres hacen el ejercicio de recuperar el lenguaje para nombrar a las violencias a las que fueron sujetas, recobrando su agencia desde un lugar de enunciación activa. No parece proceso sencillo, ¿por qué habría alguien de deslegitimar a alguien que, al hacerlo, decide no exponerse judicial, mediática y personalmente? ¿No es acaso la forma en la que describimos nuestra experiencia también una operación profundamente íntima?
Más allá de las resistencias morales o políticas que dentro del movimiento feminista pueda haber a la hora de acompañar o no el fenómeno de los escraches anónimos, una cosa es clara: el feminismo nace a partir de los relatos de mujeres que se organizan para demandar derechos. Sobre lo dicho al comienzo de este artículo, eso se entrecruza con una experiencia colectiva identitaria del tipo histórica. La postura de creerle a la víctima no es una postura moral sino que es una política: la categoría de víctima se vuelve entonces una colectiva, y, si las cosas salen bien, se revierte: en la red, somos todas sobrevivientes, denunciantes, empoderadas mediante nuestra elección sobre la manipulación del lenguaje. Y nunca al revés. La cara del anonimato no es un espacio vacío, sino por el contrario, diverso. Caben allí, mientras el mundo continúe siendo este, la infinidad de rostros de todas las feminidades que en él conviven.
El testimonio individual como expresión de una experiencia colectiva es ahora una herramienta, y cuanta más fuerza tome más rápido se avanzará en las transformaciones concretas y necesarias en el plano institucional para acabar de una vez y para siempre con las violencias de género.