Del “no se puede” a la acción transformadora, por Santiago Liaudat
Por Santiago Liaudat
La reproducción ampliada del pesimismo
En un reverso grotesco del lema de campaña macrista, la frase que se repite tristemente entre algunos funcionarios, periodistas y dirigentes del Frente de Todos es: “no se puede”, “no se puede”, “no se puede”.
¿Avanzamos en el control soberano del Río Paraná? No se puede. ¿Procuramos el pago de la multimillonaria deuda de Vicentín con el Banco Nación? No se puede. ¿Juzgamos a los responsables del brutal endeudamiento para la fuga de capitales? No se puede. ¿Aprobamos la ley de envases, la ley de tierras o la ley de humedales que promueven los movimientos sociales? No se puede. ¿Hacemos justicia con los procesados y presos políticos del macrismo? No se puede. ¿Fijamos una política exterior soberana basada en la autodeterminación de los pueblos y la integración latinoamericana? No se puede. ¿Tratamos de regular el mercado ilegal de divisas para evitar corridas cambiarias? No se puede. ¿Utilizamos los medios públicos para difundir un mensaje de concientización social y política? No se puede. ¿Reestablecemos la Ley de Medios? No se puede. ¿Modificamos la ley de entidades financieras y otras normativas de cuño neoliberal que nos impiden el control de los capitales? No se puede. ¿Decretamos mediante DNU los cambios urgentes que necesitamos? No se puede. ¿Realizamos una reforma del poder judicial o al menos una ampliación favorable de la Corte Suprema? No se puede. ¿Removemos de los organismos nacionales a todos los funcionarios políticos heredados del gobierno macrista? No se puede. ¿Concretamos una reforma tributaria progresiva? No se puede. ¿Avanzamos sobre el control de la inflación mediante regulaciones firmes en las cadenas de valor? No se puede. ¿Denunciamos el préstamo del FMI en los tribunales de La Haya por ser violatorio de sus estatutos? No se puede. ¿Construimos un sistema integral de salud y una educación con sentido nacional? No se puede. No se puede. No se puede…
Y así podríamos seguir con una larga serie de preguntas que han recibido y reciben las mismas respuestas negativas o evasivas similares. El resultado de dos años de gobierno con esta lógica fue una debacle electoral inédita para el peronismo. La crisis política forzada por la presentación de renuncia de medio gabinete no alumbró cambios significativos en ninguna de las orientaciones centrales. La mezcla de inacción y posibilismo ha reforzado, en un círculo vicioso, el pesimismo y la desesperanza de las bases militantes, una parte de las cuales asume que efectivamente “nada puede hacerse”.
Todo lo cual nos ha debilitado aún más en unas correlaciones de fuerza de por sí adversas. Ya que en lugar de proponernos la modificación de esas relaciones de fuerza, las aceptamos como un dato inmodificable de la realidad al cual debemos amoldarnos. En el colmo del gatopardismo escuchamos en la TV a un importante dirigente porteño decirnos que eso es tener “sentido del momento histórico”, parafraseando a un líder revolucionario que se descompondría de rabia si lo escuchara. La resultante de todo esto es que, pese a detentar el gobierno hace dos años, hoy somos más débiles que entonces. Maquiavelo, el gran teórico de la política, podría ponernos como ejemplo de lo que no hay que hacer.
Pero lo verdaderamente triste de esto es que esa debilidad responde más a las limitaciones propias que a los ataques de la oposición. Carecemos de estrategia, no tenemos liderazgo, no está claro cuál es el proyecto de país que presentamos a la sociedad. Si la principal herencia del macrismo en el plano objetivo es la deuda, en el plano subjetivo es la derrota ideológica y moral sintetizada en el “no se puede”. Ellos implantaron la semilla de la inviabilidad de las políticas soberanas… ¡pero muchos de los nuestros se dedicaron a regarla con esmero!
En el mejor de los casos, por justificar lo injustificable, por confusión ideológica o por temor a la derecha. En el peor de los casos, por convicción o incluso pura traición a principios elementales de dignidad nacional. Por supuesto, alguno con todo derecho dirá: “pero, ¿y la pandemia?”. La pandemia sirvió como muletilla para justificar la inacción cuando pudo hacer sido oportunidad de realizar grandes cambios (como decíamos en esta nota del 19 de mayo de 2020, a pocos meses de iniciada la pandemia).
La pregunta es cómo llegamos a este punto. Y sobre todo cómo salimos de la encerrona en que nos metimos. Si no aparece una respuesta integral, el frente nacional comenzará a desmembrarse (en cierto modo, ya está ocurriendo), perderá base social y electoral y enfrentaremos o bien una muy probable derrota en 2023 o bien presentaremos como propio un candidato de la derecha del peronismo, con las consecuencias de mediano plazo que cualquiera de estos dos escenarios tendría.
Pero… ¿cómo llegamos a este punto?
Todos los proyectos de este siglo en América Latina fracasaron. En los países que mantuvieron un esquema neoliberal —Chile, Perú, Colombia, México— se sucedieron rebeliones populares, crisis en partidos tradicionales y cambios hacia gobiernos que procuran con mayor o menor suerte revertir las consecuencias sociales de ese modelo. En los países que adhirieron al socialismo del ALBA —en particular, Bolivia y Venezuela— se produjeron crisis sociales, económicas y políticas fuertemente incentivadas desde el exterior, pero que se apoyaron sobre ciertas limitaciones propias. Finalmente, los países que impulsaron políticas neodesarrollistas —sobre todo, Brasil y Argentina— encontraron un techo en la inclusión social y enfrentaron un asedio político que terminó por derrotarlos.
Por supuesto, no pueden equipararse estos tres grupos de países. Ya que mientras los gobiernos neoliberales tuvieron todo el apoyo geopolítico y financiero internacional, los procesos socialistas y neodesarrollistas sufrieron el acoso permanente de las potencias imperiales y sus representantes locales. Pero ciertamente hay un punto en común a toda la región: los modelos de desarrollo hasta aquí probados están agotados. Vale aclarar que cuando decimos modelo de desarrollo nos referimos no solo a la dimensión económica sino también a la social y política. Hubo procesos como el kirchnerista que, a pesar de sus resultados económicos aceptables (muy buenos hasta 2012, luego experimentaron cierto estancamiento), encontraron la derrota en el terreno político y social.
No vamos a ahondar aquí en las causas de esto. Lo que nos interesa ahora es presentar la idea de que el “no se puede” se nutre de ese agotamiento de proyectos de país. Pero es un sentimiento que nutre exclusivamente las filas de los proyectos populares. La ortodoxia neoliberal, expresión directa de los sectores dominantes, repite descaradamente y sin vergüenza el recetario que nos condujo a sucesivas catástrofes. No les interesa revisar sus postulados, carecen de la menor empatía por los perjudicados y consideran que la culpa del fracaso es de una u otra manera del populismo. En cambio, entre los partidarios de los proyectos nacionales existe una conciencia mayor de la gravedad de la situación socioeconómica, de las dificultades encontradas y de las promesas incumplidas. Frente a la incapacidad de encontrar respuestas creativas la tendencia ha sido, en el reflujo posterior a la muerte de Hugo Chávez en 2013, la aceptación de las reglas de juego, del statu quo.
Este es el punto central. El agotamiento del ciclo expansivo de los proyectos nacionales abría dos caminos. O bien, la moderación buscando garantizar lo conquistado mediante transiciones negociadas y acuerdos con los sectores concentrados. Este es el sedimento del que abreva el “no se puede”. Y es que, efectivamente, no se puede… sin un planteamiento alternativo de proyecto de país y aceptando las reglas de juego vigentes, en todo contrarias a los intereses nacionales.
El otro camino era la radicalización nacional-popular que implicaba el rediseño de las reglas de juego y la exploración de modelos sociales y productivos alternativos. Por supuesto, esta vía implica mayores niveles de confrontación interna y externa. Y requiere mayor imaginación, audacia, movilización, claridad estratégica, organización.
Frecuentemente cuando hablamos de esto aparece el fantasma del “desastre venezolano” como el destino inexorable de este sendero. Es un cliché instalado por los grandes medios y repetido acríticamente por compañeros de nuestro espacio. De hecho, en una actitud deleznable, la Cancillería argentina se ha puesto al servicio de la estrategia norteamericana para desacreditar al proceso chavista. No se trata aquí de juzgar la situación venezolana. De hecho, como dejamos en claro más arriba, consideramos que las recetas que caracterizaron al socialismo bolivariano también se agotaron. La agresión externa, el bloqueo en particular, son una causa fundamental. Pero las limitaciones internas al proceso también requieren ser analizadas. No es motivo de este artículo y no puede ser abordado de modo simplista.
Hay un punto, sin embargo, que puede ser destacado, uno de los cuellos de botella comunes a todos los procesos de inclusión social: la reproducción de una sociedad de consumo. Es decir, la idea dominante de que acceder a los productos de la globalización es un derecho, sin poner en discusión los rasgos de ese consumo. La pregunta que debemos hacernos es en qué medida la adopción de pautas de consumo globalizadas genera una ideología y una cultura de corte neoliberal, individualista, descomprometida, antinacional. De ahí la gran paradoja de que aquellos que fueron “incluidos” mediante gobiernos populares luego votaron en su contra.
En el aspecto productivo podría señalarse algo parecido. Lejos de “desmercantilizar” la lógica productiva, buscando fortalecer una economía para la vida, orientada a la satisfacción de necesidades comunitarias, adoptamos el paradigma del lucro como único criterio válido. Cuando hubo reemplazo del control privado por la gestión estatal esa lógica empresarial se mantuvo. Solo que en ese juego, pierden los intereses nacionales y populares. Esa dinámica inalterada del lucro se asocia indefectiblemente con el espíritu del libre mercado y las canaletas que conducen esa riqueza productiva hacia arriba y hacia afuera (al respecto puede verse este artículo en relación con la visión del desarrollo que se propuso en el kirchnerismo).
Un salto que reabra las puertas del optimismo
La radicalización que proponemos tiene que ver, antes que todo, con animarnos a pensar en otros modelos sociales y productivos. A eso llamamos la desconexión. No es aislamiento del mundo, sino ruptura con el capitalismo globalizado que nos conduce a la encerrona en que nos encontramos. Todos nos admiramos del desafío ruso y chino al imperialismo occidental. Sin embargo, pocos parten de reconocer que esos desafíos soberanos son posibles porque ambos países tuvieron procesos de desconexión mediante guerras civiles y revoluciones nacionales y comunistas. Por supuesto, hay quién dirá que eso está fuera de moda, que el comunismo ya fue. Puede ser, no es motivo de este artículo. Lo que importa es que la desconexión en ambos países sobrevivió.
Si hablar de comunismo incomoda, podemos mencionar cómo grandes potencias capitalistas iniciaron sus procesos de desarrollo mediante desconexiones. Estados Unidos entre 1776 y 1865 enfrentó una guerra de independencia y una civil hasta lograr definitivamente las políticas de desconexión que le permitieron salir de la órbita imperial británica. O bien podemos aludir a cómo los estados germánicos, luego de la veloz derrota sufrida frente a Napoleón en 1806, comenzaron un proceso de afirmación nacional que culminaría con la unificación alemana en 1871 y la consolidación como gran potencia industrial y científica. Ambos pueden ser leídos como procesos de desconexión frente a la doctrina económica de libre cambio impulsada por el Imperio Británico como gran potencia dominante.
Ya en otro momento histórico podríamos mencionar la labor de desconexión que realizó el Ministerio de Comercio Internacional e Industria de Japón (MITI) desde 1949 y que le permitió al derrotado país nipón volver a ser una potencia industrial y tecnológica que puso en aprietos al mismísimo Estados Unidos en la década de 1980. Parte fundamental del estancamiento japonés desde los ‘90 hay que buscarlo en el desmantelamiento de los poderosos instrumentos de regulación del MITI, hasta su total desmantelamiento en 2001 bajo las presiones del nuevo orden internacional.
Alguien podría todavía objetar que nos referimos a culturas lejanas, a tiempos distantes. Sin embargo, a este refutador imaginario, debemos decirle que incluso las políticas argentinas que nos permitieron soñar con ser un país desarrollado, que nos permitieron estar en una semi-periferia, con ciertas capacidades científicas, tecnológicas e industriales, esas políticas fueron las de desconexión, llevadas adelante en lo fundamental por Juan Domingo Perón, Néstor Kirchner y Cristina Fernández.
Y si el refutador imaginario dijera “bueno, sí, pero las condiciones eran otras, el contexto era más favorable”. Aquí llegamos al nudo central de la construcción del optimismo: el ejercicio de la voluntad. Las estructuras, los condicionantes, por supuesto que existen. Serio necio negarlos. El punto es qué hacemos frente a ellos. La mirada que tiende a sobredimensionar el peso de las dificultades conduce a las políticas del diálogo, la gestión, el consenso. En cambio, quienes confían en el poder de la acción transformadora entienden a la política como arena conflictiva en que se reconfiguran esos condicionantes. Por definición, estos últimos requieren ser menos atentos a los formalismos (justamente, formalismo es el respeto a las formas, a las reglas), una dosis de desprolijidad y juego sucio.
Un segundo contrapunto se encadena con el anterior: ¿la historia procede gradualmente o de a saltos? Los tiempos normales priman las políticas mediocres que tienden a preferir el conservadurismo de la gradualidad, entendido como que las cosas sigan su derrotero regular y previsible. Mientras que los liderazgos y los tiempos extraordinarios saben que los saltos son los únicos que permiten redibujar el escenario. Un salto es una decisión de desconexión que fuerza nuevas reglas de juego.
¿Mariano Moreno abrazó el “no se puede” o más bien empujó la historia adelante mediante el fusilamiento de Liniers? ¿José de San Martín se convenció cuando recibió el mando del Ejército del Norte que “no se podía” o creativamente lo resolvió abriendo una ruta inusitada para el Ejército Libertador? ¿Perón y Evita se consolaban lacrimosamente porque “no se podía” o forzaron transformaciones veloces que les ganaron el amor del pueblo y el odio de la oligarquía y el imperialismo? ¿Néstor, Lula y Chávez se convencían que “no se podía” quedar fuera del ALCA o lo mandaron al carajo inaugurando un ciclo histórico de autonomía en la región?
Naturalmente, hay momentos para la normalidad y el diálogo y momentos para forzar los acontecimientos y abrir nuevas perspectivas. En términos de Álvaro García Linera, momentos gramscianos y momentos leninistas. Hoy necesitamos desesperadamente estos últimos. Es hora de romper la inercia, los formalismos, la espera. La marcha del 1 de febrero contra la Corte Suprema puede ser una buena instancia para comenzar a recuperar las calles y la iniciativa. Sin embargo, seamos claros. El debate central es el acuerdo con el FMI. Cualquier persona con un mínimo de sentido nacional es consciente de que no hay “buen acuerdo” posible. La revisión trimestral de nuestra economía es la soga al cuello de nuestra soberanía. Desde ya, es mejor cualquier acuerdo que nos permita patear adelante lo máximo posible el cumplimiento de las obligaciones de deuda. Pero esa postergación debe enfocarse en mejorar las condiciones que nos permita una política más audaz de desconexión y soberanía.
Estamos inmersos en una catástrofe social y económica a la que tristemente nos habituamos. Cuando hace veinte años miles de cartoneros, con sus hijos a cuestas, irrumpieron en los centros urbanos, para escarbar en la basura por algo que les permitiera sobrevivir, aquello fue motivo de indignación, de escándalo, de compasión. Hoy esa misma escena ha vuelto a las grandes ciudades y no mueve un pelo a nadie. La miseria material es atroz, pero su naturalización es deshumanizante al extremo.
Lo más grave de la miopía de “los incluidos”, de quienes todavía gozamos de los beneficios de la sociedad del consumo, es la ignorancia de que —de no mediar políticas transformadoras— una parte de nosotros caerá también al limbo de la exclusión en las próximas décadas. Nuestro país tenía hace cincuenta años un 8% de pobreza. Hoy tiene un 40%. Nada indica que ese sea el techo. Por el contrario, todos los indicadores de extranjerización, concentración, desigualdad, endeudamiento, fragmentación, primarización, dependencia y precarización muestran tendencias preocupantes. La carrera tecnocientífica entre las grandes potencias por la supremacía tiende aumentar la brecha de productividad con las regiones atrasadas, haciendo sumamente difícil una inserción competitiva en el mercado mundial; inserción que no sea exclusivamente de la mano de recursos naturales con bajo valor agregado y escasa generación de empleo. Por supuesto, hay también en ese escenario geopolítico de transición una oportunidad formidable: en un mundo multipolar es más viable una desconexión.
A quien vea en este futuro posible para la Argentina una exageración le propongo un juego mental: si pudiéramos hacer un viaje en el tiempo y publicar en un periódico de hace cincuenta años que la Argentina, medio siglo después, tendría casi el 60% de los niños en la pobreza y que un tercio de quienes en ese momento eran trabajadores asalariados pasarían a estar excluidos. ¿Qué habría pensado probablemente un lector medio? Que era pura fantasía, que esas cosas no ocurren en la Argentina, que pese a nuestros problemas somos distintos a los países que nos rodean.
Ahora bien, emprendamos otro viaje en el tiempo, pero ahora hacia el futuro. ¿Cómo estará la Argentina en veinte, treinta, cincuenta años? ¿Cómo será el país de nuestros hijos y nuestros nietos?
La hipótesis más plausible es que, si no actuamos con contundencia, con claridad estratégica y vocación transformadora, si solamente seguimos el decurso de las tendencias vigentes, si aceptamos mansamente las reglas de juego, esa Argentina puede tener un porcentaje de pobreza mayor al actual en varias decenas (¿un 50%, un 60% de la población?). Una economía encorsetada en la ley global del valor, incapaz de ver más allá del lucro, una clase dirigente enfrascada en el cortoplacismo electoral, dirigentes sectoriales envueltos en el corporativismo, una creciente fragmentación social, una intelectualidad colonizada, todos ellos fenómenos acentuados por la descomposición nacional de las últimas décadas, son efectos que a su vez se vuelven causas generadoras potentes de ese escenario pesimista. Lo que enseñan las respuestas frente a las catástrofes es que, lejos de la distopía hollywoodense del “sálvese quien pueda”, lo que emerge es la solidaridad, la ayuda mutua, la colectividad. Es hora de ser francos de cara a la población frente a las perspectivas nacionales y tal vez eso actúe como incentivo a la acción colectiva transformadora.
¿Es esto exagerado? ¿Es catastrofismo de baja estofa? Sí y no: dependerá de nosotros y nosotras. Por un lado, retomando la expresión de Cicerón, “los hechos hablan por sí solos” (res ipsa loquitur). Pero por otro lado, esa inercia de las cosas puede ser contrarrestada con la voluntad organizada. A estas alturas, no es una posibilidad, es una necesidad. Seguimos creyendo que la esperanza del mundo está en Nuestra América. Tenemos reservas organizativas, acumulamos debates estratégicos, tenemos memoria histórica, fuimos protagonistas de grandes epopeyas hace muy poco tiempo. Y, además, no tenemos opción.