Historia de una foto que dio vuelta al mundo
Por Juan Carlos Martínez
Buenos Aires mostraba a pleno sus luces de colores en aquel anochecer del 21 de agosto de 1984. La primavera democrática ayudaba a entibiar los espíritus en el crudo invierno porteño. Habían transcurrido poco más de ocho meses de la llegada de Raúl Alfonsín al gobierno elegido por el voto popular. Las huellas de la dictadura aún permanecían frescas. La inmensa mayoría de los genocidas caminaban tranquilamente por las calles del país. Con las manos tintas en sangre. Impunes. Soberbios. Desafiantes.
Poco después de las 19, hora en la que iniciaba mi turno en la agencia Diarios y Noticias (DyN), recibí una llamada de Nora Cortiñas, una de las primeras Madres de Plaza de Mayo a quien había conocido personalmente en plena dictadura. “Las Madres vamos a repudiar a Neustadt y Grondona porque llevan a su programa televisivo al asesino Luciano Benjamín Menéndez, por favor queremos que cubran nuestra protesta”, dijo Cortiñas con la habitual rapidez con que desgrana sus palabras y, tras escuchar una breve respuesta afirmativa, me dio las gracias y cortó la comunicación.
Por aquellos días, las Madres –que todavía no se habían dividido- y las Abuelas se multiplicaban en busca de espacios en los medios de comunicación, donde sus voces no encontraban el eco deseado. Pero ellas sabían que en esos medios, aún en los menos receptivos, había periodistas a los cuales podían recurrir.
“Cubrilo vos y llevate al fotógrafo Rosito”, me dijo el jefe de turno y en pocos minutos el auto de la agencia nos trasladó hasta el canal donde los conductores del programa televisivo Tiempo Nuevo iban a recibir al genocida Luciano Benjamín Menéndez para brindarle un generoso espacio que, por razones obvias, no le ofrecían a las Madres ni a las Abuelas.
En una de las entradas al canal se habían concentrado las Madres acompañadas por un grupo de jóvenes de izquierda que a viva voz repudiaban a Neustadt, Grondona, Menéndez y a la dictadura haciendo uso del clima de la libertad recientemente recuperada. Pero uno de los vehículos de la muerte como eran los Ford Falcon -que transportaba al genocida- ingresó por otra entrada sin ser visto por los manifestantes.
El acceso al canal tenía tres entradas: por las calles Lima y Cochabamba y por la autopista. Ingresé por una de las calles laterales y para llegar al estudio debí andar por un laberinto entre materiales de construcción y tirantes en razón de que se estaban realizando obras debajo de la autopista. En el trayecto hasta llegar al estudio conté alrededor de trece hombres que hacían las veces de custodios de Menéndez.
Ya en el estudio, en medio de las potentes luces que iluminaban el espacio, nos encontramos con Neustadt y Grondona, cuyos rostros reflejaban un aire de satisfacción por la presencia del genocida a quien acompañaba su mujer. El rostro adusto de Menéndez, contemplado a pocos metros, daba miedo. “Es un asesino y tiene cara de asesino”, me dijo un colega mientras otros menos prejuiciosos que nosotros se acercaron a saludar a los conductores e incluso alguno de ellos le hizo una reverencia a Menéndez.
Tras permanecer en el estudio hasta que dio comienzo la entrevista, regresé a la agencia para seguir el programa desde el monitor instalado en la redacción, mientras acordamos con Rosito que él se quedaría hasta el final.
La entrevista continuaba cuando hicimos otra recorrida por las inmediaciones del canal. Las calles estaban desiertas. Ni las Madres ni de los manifestantes se encontraban en el lugar. Al menos ante nuestra vista. Sin embargo, un grupo de ellos permanecía en las cercanías del canal, al acecho, esperando la salida de Menéndez para repudiarlo a viva voz y en la cara.
Cuando regresamos a la agencia, Neustadt y Grondona despedían a Menéndez como si se tratara de un héroe, como él mismo se autocalificaba “por haber vencido a la subversión” (sic). Tres años antes, Menéndez había estallado en cólera porque Borges, en una de sus clásicas ironías, había dicho públicamente que “los generales de este tiempo no han sentido silbar una bala cerca de sus oídos, todos mueren en la cama”.
Pasada la medianoche, Rosito irrumpió presuroso en la redacción, cámara en mano, y al grito de “muchachos, Menéndez sacó un cuchillo” se dirigió directamente al cuarto oscuro para revelar las imágenes que con paciencia de orfebre había captado cuando el genocida descendió bruscamente del automotor en el que viajaba dispuesto a todo para acallar a un grupo de jóvenes que se reagruparon en el lugar por donde salió el auto que lo transportaba.
Minutos después, con Hugo Muleiro, con quien compartíamos el horario nocturno en la agencia, ingresamos al cuarto donde Rosito, exultante, nos mostró la foto de Menéndez cuando se abalanzaba sobre los manifestantes dispuesto a clavar la daga en la humanidad de alguno de los muchachos que lo esperaban a la salida del canal para repudiarlo llamándolo cobarde y asesino.
“Es la foto del año”, dijimos al unísono con Muleiro y de inmediato llamamos a los principales abonados de Capital e interior para transmitirles aquella imagen que en pocas horas daría la vuelta al mundo.
Por aquellos días, la transmisión de fotos no se hacía como se hace actualmente, es decir, por computadora y de manera simultánea a cualquier lugar del planeta. La transmisión se hacía telefónicamente llamando a cada medio con la consiguiente demora que demandaba la emisión de cada fotografía.
Rosito había sido el único fotógrafo que, por su ubicación, había captado la imagen cuando Menéndez se encaminaba resuelto a repetir una escena habitual en su vida: la de asesinar. Dos de los custodios debieron hacer supremos esfuerzos para contener la furia homicida del cachorro Menéndez, quien sacó de entre sus ropas un puñal de daga calada como el que usaron los paracaidistas franceses durante la guerra contra Argelia.
Justamente se ha dicho, y con sobrada razón, que los mejores alumnos de los escuadrones de la muerte de la escuela francesa fueron los militares argentinos que tomaron el poder en 1976.
Además de las justas felicitaciones que le transmitió el entonces director periodístico de la agencia, días después Enrique Rosito recibió el Premio Rey de España, una gratificación en dólares y los pasajes para viajar a Madrid donde le fue entregada la merecida distinción.
Rosito era por aquellos días el más nuevo de los fotógrafos de la agencia, pero por la repercusión mundial que tuvo aquella fotografía fue incluido en la planta permanente del plantel fotográfico de DyN. Un premio que se había ganado con creces.
En lo personal, no puedo ocultar la satisfacción que todavía siento por haber participado en la cobertura de un episodio histórico respondiendo a una inquietud de las Madres en un momento tan particular como el que vivía entonces la Argentina. Episodio que dio la vuelta al mundo y que sirvió para poner de relieve dos cuestiones que se realimentaban (y se realimentan) entre sí. Una, la manipulación de la realidad que hacían dos periodistas “estrellas” como Neustadt y Grondona (referentes de los nuevos mercenarios del periodismo) al presentar ante la sociedad al genocidio como una guerra. Otra, darle espacio a un genocida como Menéndez para que un mensajero de la muerte nos hable del valor de la vida.