José Luis Romero y la lección de la hora
Si hay algo que resulta ser una constante en relación a la construcción de sentido en torno a Democracia y su asociación con la República y los valores morales, es (a partir de dicha interpretación) la desconexión histórica entre los intelectuales con relación al desempeño y reacción de los sectores populares.
Desde la (última) recuperación de la democracia en 1983, la tormentosa experiencia vivida durante el Proceso de Reorganización Nacional sumado al clima de época imperante (esto es el abandono de las armas y de los ideales revolucionarios; el corrimiento de las ideas en boga relacionadas a la tradición de izquierda ahora reemplazadas por una postura reformista de centro) desarrolló la construcción de todo un proceso histórico asociado a la defensa de la democracia. Esta adquiría un halo de “imperativo categórico”, ahistórico, asociado a la defensa de las libertades individuales y a la idea de una república liberal. Se asomaba la actual era, la era del “progresismo” cuyas ideas (en primer instancia a través de la gestión socialdemócrata del alfonsinismo) catapultaron a la tradición política peronista como un practica signada por la violencia y el autoritarismo.
Sin embargo, estas disputas de sentido en relación a la democracia no eran novedosas, solo habían triunfado dentro de la superestructura cultural. Desde el periodo de entreguerras que la noción de democracia volvía a posicionarse sobre el ojo de la tormenta, con el fracaso estrepitoso de los gobiernos democráticos liberales y ascenso de los fascismos. En todos los casos, la “rebelión de las masas” (como lo había denominado en su clásico trabajo el filósofo Ortega y Gasset) significaba un problema para el desarrollo de dicha construcción donde la democracia era un deber moral, cívico y liberal.
Desde luego, cuando se asomase el peronismo a la vida pública significaría para la oposición una expresión totalitaria y antidemocrática. Desde la asociación que se realizaba a Perón con el “dictador” Juan Manuel de Rosas, hasta las diversas marchas y protestas donde la consigna era la defensa de la democracia (dos ejemplos sintomáticos: la marcha multitudinaria de septiembre de 1945 que quedaría opacada en la vida política y la historia por el hito del 17 de octubre llevaba como consigna por “la constitución y la libertad” donde, paradójicamente, no se convocaba al “pueblo” sino a los “comerciantes”, “industriales” y “estudiantes”. El otro era la conformación de la “Unión Democrática” para competir electoralmente y ponerle un freno al avance “nazifascista” que representaba la formula Perón- Quijano) se instalaría una disputa de sentido en torno no sólo al proyecto de nación sino también sobre el rol que debía ocupar el pueblo (y, en todo caso, qué lo representaba) Es durante estas instancias (a partir de la asociación del líder –Perón- y las masas –el Pueblo) donde una línea historiográfica convencional afirmaría la tendencia autoritaria y verticalista, donde la sumisión del pueblo era controlada por el régimen.
En definitiva, se retomaba/resignificaba el viejo diagnóstico sobre la impericia de un pueblo “barbaro” que no cuenta con “formación ciudadana” (esto es, educación democrática) como lo analizaba la Generación del 37 en el siglo XIX cuando trataban de discernir por qué aquel pueblo no seguía los lineamientos de los doctores liberales y optaban por defender la causa del tirano Juan Manuel de Rosas.
Hete aquí el viejo y clásico error de la progresía y las izquierdas, su fe ciega en la democracia (liberal) y su menosprecio hacia los sectores populares cuando estos no los registra como vanguardia esclarecida. Qué mejor ejemplo ilustrativo lo hacía el caricaturista Tristán cuando para el periódico del PS “La Vanguardia” dibujaba a los simpatizantes de Perón como hombres “cabeza hueca”, “lobotomizados”. Militante de aquel partido y divulgador de dicho ideario fue el padre eterno de la corriente historiográfica renovadora que se instalaba en los 80 como una nueva “historia oficial”: nos referimos al historiador medievalista José Luis Romero. Romero (el padre de Luis Alberto) fue un excelente representante de esta corriente progresista que desdeña las decisiones de las mayorías cuando están optan por algo contrario a sus idearios, sin hacer un mea culpa de sus errores de conexión.
En abril de 1946, luego de la derrota que sufre el Partido Socialista (integrante de la Unión Democrática) ante la fórmula Perón- Quijano, Romero se despachaba en El Iniciador como si fuera un ex amante abandonado y despechado. El artículo llevaba como título “La lección de la hora”:
“ Hay [..] que volver al pueblo a repetir nuestra verdad, con otras palabras aunque con los mismos principios; a probarle cuán intensa ha sido nuestra lucha contra el privilegio, contra los imperialismos políticos y económicos, contra el capitalismo dominador y egoísta, porque tal es el papel social que nos toca desempeñar como partido. A probarles que sus reivindicaciones son las nuestras y decirles que si hemos atacado al ocasional y presunto defensor de sus intereses ha sido porque no considerábamos que su ideario político, sus antecedentes, su conducta y sobre todo la circunstancia de pertenecer a la casta privilegiada del militarismo dominante, permitiera el cumplimiento de sus promesas sino al precio de la opresión, bajo la cual no hay conquista duradera ni satisfactoria. Esto tenemos que decirle al pueblo; pero hay que decírselo de modo que nos entienda y nos crea. Ni las clases medias ni el proletariado argentino tienen otros ideales que los que hemos defendido antes y ahora, y sólo nosotros podemos cumplir nuestras promesas firmemente, lealmente, desinteresadamente. De esto hay que convencer a nuestra masa esencialmente democrática, que ojalá no pague demasiado caro su juvenil entusiasmo por una justicia social que se le ofrece sin esfuerzo, sólo a costa del voto y de su adhesión incondicional a un gobierno de fuerza”.
En este artículo donde, cual amante toxico, oscila entre la comprensión y la acusación, termina afirmando que, en definitiva, ellos son los dueños de la verdad.
“Esta masa que hoy se precipita entusiasta tras un caudillo es —no lo dudemos profundamente democrática en su esencia, aunque tenga una idea imprecisa de los medios y de los fines de la democracia”.
De esta manera, José Luis Romero como si fuera un maestro yoda, afirma que el Pueblo contiene en su seno la “fuerza” de la democracia solo que aún no lo sabe. Pero… ¿acaso no se trata de otra concepción de la misma?
El peronismo ante dicho escenario supo canalizar las demandas de la población y hacer uso efectivo de una democracia social, donde los vericuetos delegativos quedaban relegados, donde primaban los intereses del conjunto por encima del individuo.
Lo que acarreaba en Romero no fue un mero gesto de catarsis sino un posicionamiento propio de dicho proyecto social de corte iluminista. Incluso en 1956 a su trabajo clásico sobre las ideas en Argentina, calificaba la experiencia de la etapa peronista como la expresión de un fascismo criollo. La escuela denominada Historia social y económica, surgida e institucionalizada luego del derrocamiento de Perón reafirmaría estas premisas de la mano de una santísima Trinidad bibliográfica para sus herederos: José Luis Romero, Tulio Halperín Donghi y Gino Germani siguen siendo imbatibles al momento de integrar una bibliografía critica obligatoria para todo estudiante que quiera incursionar sobre el contexto peronista. Quienes osen utilizar a autores vinculados al revisionismo y a la izquierda nacional serán cuestionados ya que no son científicamente fiables para la construcción del canon del saber.
Los análisis por parte del progresismo en torno a los últimos resultados electorales no dejan de ser similares a los expresados por Romero lo que demuestra, a su vez, que el gobierno saliente de peronismo no tenía nada ya que poco tuvo de expresión lindante a democracia social. Es así que ante un panorama de orfandad, de desilusión y apatía, si en 1946 votaron a un benefactor ahora optaron por un verdugo que se propone aniquilar la democracia tal como se la concibe desde 1983. Es una buena oportunidad, entonces, para resignificarla recuperar el otro sentido de su palabra y así hacerla de verdad un concepto contemporáneo a las necesidad reales y efectivas de los sectores populares.