La impugnación de la palabra

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La impugnación de la palabra

28 Septiembre 2019

Por Diego Sztulwark y Mariano Molina

El andamiaje mediático hegemónico, se sabe, es mucho más que un programa de TV en horario central, un grupo de panelistas indignados o un canal de cable operando las veinticuatro horas. En realidad, es parte de un Complejo Tecnológico-Mediático-Económico que produce una intervención inédita en la vida cotidiana, las subjetividades, nuestros debates, los cuerpos y el acceso a la información. Es tan enorme su presencia que -a veces- cuesta poder identificarlo. Por eso se asemeja a modelos totalitarios y, por lo tanto, autoritario y antidemocrático.

La forma hegemónica de la comunicación impone tiempos y modos de expresión que no acepta el intercambio de ideas o reflexiones. En treinta segundos o 280 caracteres hay que desarrollar problemas trascendentales de la vida social. Por lo tanto, es el ámbito propicio del pícaro o el creador de frases para bromas sociales. Todos y todas podemos divertirnos, pero al intento de debate le cierra puertas. Impugna. Ridiculiza. Difama. Nunca discute el núcleo del tema. De ningún tema. El mundo así está pre fabricado, guionado con sus personajes ocasionales que juegan los diversos roles establecidos. Y además es un mundo donde no hay riesgos. 

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Esta trama comunicacional impone una lógica donde nunca existe el momento propicio para habilitar palabras o pensamientos incómodos que persisten en la vida de una sociedad que ha vivido y vive entre tragedias y abismos. En el planeta del posibilismo y el utilitarismo siempre hay alguien con una calculadora en la mano. Hace cuentas y mide las utilidades a demanda del minuto a minuto y explica la suba o baja de acciones de acuerdo a palabras, frases o temáticas que atraviesan la vida social, imponiendo qué decir, cuándo y cómo. En la política o en la vida. 

La utilización perniciosa y descontextualizada de las palabras de Horacio González en la entrevista realizada recientemente por la Agencia Paco Urondo no sorprende. Por el contario, reafirma algo que venimos observando de diversas maneras quienes intentamos expresar algunas ideas sobre otras búsquedas y caminos distintos a los de esa comunicación hegemónica. Una de esas comprobaciones es la impugnación de la palabra que produce y expresa ese andamiaje totalitario. También la utilización perversa sobre un medio alternativo, incluso para transformarlo por un instante en un canal validado por la corporación mediática y desde ahí producir su degradación y difamación. Por último, se expresa con efectividad cuando una parte de compañerxs de nuestro propio campo de referencia que, insertos -involuntariamente- en la lógica de esa manipulación permanente, cuestionan el momento propicio de las declaraciones o se llaman a un silencio especulativo. El dispositivo existe e interviene más allá de nuestras intenciones. Se propone insistentemente regular la palabra y forzar consensos discursivos. Es necesario, entonces, que aparezca la pregunta por nuestras acciones, nuestras posibilidades y nuestras formas de observación del mundo. 

La más cuestionada de las expresiones es sobre la lucha armada, que revela un oportunismo escandaloso de los supuestos escandalizados. González está verdaderamente lejos de proponer la lucha armada. Afirma otra cosa. Dice que el supuesto teórico que permite comprender el presente a partir del pasado tiene que partir de una simpatía con la rebelión, no de un homenaje a una táctica a todas luces hoy improcedente. 

Estamos tentados de desmentir muchas barbaridades dichas que no respetan la complejidad de las declaraciones de González, pero vamos a contenernos y a recomendar leer la entrevista en su totalidad. Siempre es más importante ir a las fuentes que guiarse por opinólogos profesionales de declaraciones ajenas. Que cada quien lea y saque sus propias y libres conclusiones, si es que existe algo que todavía definimos como libertad. Porque también se sabe que los grandes gendarmes mediáticos se ocupan de patrullar todos los rincones, buscando lo que se dice, capturando la palabra molesta y la que escapa a los estrictos parámetros de lo “decible”. En ese instante se encienden las alarmas y aparecen en la escena dos reacciones: el escándalo y la sanción. Dos modos de adecuarse al consenso de los discursos. Sin preocuparse por quién lo impone y por los límites que eso supone para el proceso político en curso. 

En el planeta del posibilismo y la calculadora -ya lo dijimos- nunca es el momento propicio. No lo era cuando gobernaba Cristina, porque se podía hacer el juego a los enemigos. Que eran muchos y vaya si los sufrimos. No lo es ahora, porque están en juego las elecciones que todos reconocemos como decisivas para frenar una tragedia –todavía- inconmensurable, incluido González, que reafirma insistentemente las prioridades elementales de estas horas. No lo serán si logramos cambiar de gobierno, porque vamos a estar enfrascados en lo más importante: tratar de que todo el pueblo pueda comer y tener acceso a las dignidades mínimas necesarias para cualquier ser humano. Pero tampoco lo eran en los finales del siglo XX porque ayudaba a reflotar la teoría de los dos demonios. O antes, porque estaba en juego la democracia. Y así indefinidamente. Nunca es el momento, porque lo que no permite la lógica imperante es el debate, asumir las diferencias, las tragedias de nuestra historia, los dolores inconclusos, la falta de justicia y los incómodos caminos de la vida misma. 

Pero la memoria social es parte imprescindible del tejido del que estamos hechos, incluso aunque no queramos. Venimos de una historia. No vivimos transfigurados en inventados papeles para la ocasión. En ese acto identitario se juega prácticamente el sentido de la vida. Las operaciones mediáticas existieron, existen y continuarán marcando presencia. De esto puede dar fe no sólo Horacio González, sino la propia Cristina e incluso Alberto, nuestro candidato a presidente. Lo que digan va a ser manipulado. Y lo que callen también. El artilugio se conoce hace rato. Por eso sorprende que, quienes saben de estas tramas, repitan conductas complacientes con un modo de comunicación perverso y dañino. Allá ellos. Y ellas. De izquierda o derecha. Peronistas de arriba o de abajo. Progresistas o conservadores.

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La experiencia kirchnerista habilitó un escenario para debates necesarios. Aún, en sus límites o contradicciones. Y eso molestó bastante al orden propio y ajeno. Aspiramos que -si logramos cambiar el gobierno- se habiliten nuevamente estas prácticas que recogen las mejores tradiciones de la política nacional y popular, incluso sin llegar a los acuerdos que muchas veces soñamos.

Proponer el ejercicio de repensar la historia no es pararse desde el púlpito a decir quién es bueno y quién es malo, sino el atrevimiento de mirarse al espejo. Si quieren callamos. Pero intuimos que  -incluso en el silencio- va a seguir existiendo esa memoria popular sobre una historia nacional ligada a fuertes contradicciones, derrotas y violencia impuesta por los poderes hegemónicos. Aunque no las nombremos, las muertes injustas del presente se nos aparecen, los presos políticos existen y los desaparecidos no van a entrar en un manto de olvido. Asimismo, tampoco los asesinados por las dictaduras, los muertos del bombardeo a Plaza de Mayo, los migrantes perseguidos por el orden conservador, los asesinados de las rebeliones del Sur o La Forestal, los federales y unitarios que quedaron en los campos de batalla de la patria o las comunidades indígenas masacradas. La lucha armada ha existido en muchos tramos de nuestra vida, sea en forma insurgente o en modo de política oficial. La historia argentina es trágica. Lo digamos o lo ocultemos. Lo asumamos o miremos eternamente al costado. 
Impugnar la palabra de Horacio González es violencia.

Pero, además, implica perdernos la posibilidad de dialogar con uno de los grandes intelectuales que tiene Argentina y el Continente. Y si hubiera dudas sobre sus frases sacadas de contexto, está su trayectoria entera para evitar malos entendidos. No importa tanto acordar en su totalidad o disentir. Impugnar la palabra convierte a quienes propician su silencio en personas mediocres, de bajo vuelo, con escasa capacidad de reflexión, aunque probablemente virtuosos en negocios privados. Defender el derecho al debate de ideas, además, es seguir dando una disputa por el sentido de la vida que queremos vivir y la sociedad que queremos habitar.  
¿De qué se puede hablar? ¿Qué nos van a dejar decir? ¿Qué nos van a obligar callar? ¿Cómo se maneja esa tensión? ¿Cómo se vive en el silencio? ¿Quién autoriza a decir qué? 

La constitución de una contracultura que enfrente ese modo perverso y cínico que expresa el Complejo Tecnológico-Mediático-Económico es una necesidad indispensable para poder continuar interpelando y analizando la sociedad. Si no lo hacemos, el silencio o el acomodo serán también la única práctica posible. Cualquier posibilidad de disputa real de la historia y, también de las lecturas del presente, para que sean realmente emancipadoras y puedan transformar algo la vida, tienen que ser fuera de sus reglas de juego. 

Ese dispositivo hegemónico seguirá existiendo e interviniendo, más allá de nuestras intenciones. El riesgo de quedar atrapados en esa lógica es enorme. Y ahí, lo sabemos claramente, es donde el macrismo, al igual que el menemismo y anteriormente la dictadura, siguen sobreviviendo. Por eso mismo la disputa cultural es permanente e imprescindible. Incluso en tiempos de derrotas. O de victorias. O de elecciones. Se puede triunfar en procesos electorales, pero si en simultáneo no se fuerzan los posibles para romper el cerco discursivo, lo que se gana por un lado se rifará por otro, y lo peor de todo es que habremos sido nosotros, en parte, los responsables.

El modo macrista del mundo no va a desaparecer por una contienda electoral. Esa forma de la vida expresa un transitar que niega la historia como construcción del tejido social. La niega porque su tradición es la de los poderes hegemónicos y de las minorías privilegiadas. No hay pasado ni futuro. Son el mero presente, superficial, insulso, banal, efímero, virtual y de negocios espurios. Por eso es detestable. Y no la compartimos. Para asumir ese desprecio que sentimos es indispensable comprometerse con la historia. Y para eso, por suerte, siguen existiendo Horacios y Gonzáles que nos ayudan a continuar caminando.