Crisis en Venezuela: entre las conspiraciones y los graves problemas económicos
Por Diego Arias
En mayo del año pasado, cuando el experimento reaccionario de la ceocracia macrista recién asomaba los primeros colmillos entre nosotros, la derecha venezolana se aprestaba a usufructuar su recientemente obtenida mayoría legislativa para seguir debilitando a Maduro y en Brasil se iniciaba oficialmente el proceso de impeachment contra Dilma, el vicepresidente de Bolivia Álvaro García Linera hizo una visita relámpago a Buenos Aires para participar del lanzamiento de la Fundación Germán Abdala de la CTA en la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA, donde realizó una extraordinaria disertación sobre las causas e implicancias profundas de la nueva oleada liberal-conservadora que por esos días amenazaba con expandirse por toda la geografía latinoamericana.
En aquella conferencia, al enumerar los desafíos y prioridades que las fuerzas progresistas del continente debieran asumir estando en el gobierno para no perder votos en las urnas y apoyos en las calles a manos de la derecha, García Linera destacó en primer término la centralidad de la cuestión económica. Parafraseando a Lenin -que no es el flamante presidente ecuatoriano sino el histórico líder bolchevique-, dijo que “la política es economía concentrada” y que por ello resulta fundamental no desatender nunca lo que, en lenguaje marxista, es la estructura o base material de la sociedad. En otras palabras, realizar una gestión macroeconómica sólida es una condición necesaria si no se quiere regalar a los tecnócratas neoliberales la bandera de la gobernabilidad económica. “En la economía nos jugamos nuestro destino como gobiernos progresistas y revolucionarios. Si no están los satisfactores básicos, no cuenta el discurso”, expresó el vice boliviano en aquella ocasión.
He aquí, en este tramo del balance que García Linera realizó hace un año en nuestro país, una clave para dotar de inteligibilidad al proceso de crisis que atraviesa Venezuela de un tiempo a esta parte. Es que, en el país andino, hace ya largo rato que no están dados los más elementales satisfactores sociales y que, por ese motivo, el discurso de la guerra económica propagandizado hasta el hartazgo por el gobierno, aun con toda la carga de literalidad que contiene, resulta cada vez menos eficaz para convencer a una población que vivencia la crisis como un infierno cotidiano.
Una recesión que no cesa, una inflación galopante que el año pasado cerró en torno al 300%, múltiples tipos de cambio separados entre sí por una brecha abismal, un rojo fiscal alarmante, pérdida de poder adquisitivo del salario y desabastecimiento generalizado son solamente algunos de los indicadores que reflejan la profundidad del deterioro socioeconómico. Por supuesto que no todos los venezolanos padecen la crisis por igual y que incluso algunos sectores de poder -entre los que se cuentan elementos corruptos de la burocracia pública: el núcleo duro de la indesmentible “boliburguesía”- se permiten lucrar con la desgracia popular en momentos de crisis. Sin embargo, es un hecho objetivo que la inmensa mayoría de los venezolanos está sufriendo las consecuencias socialmente devastadoras del derrumbe económico, que son muchas pero se condensan en una sola: la carestía de la vida, un drama nacional que se deja ver en las agobiantes colas que ya forman parte del paisaje cotidiano en Caracas y otras ciudades del país, donde millares de venezolanos deben formarse cada día -y a veces esperar durante horas- para conseguir productos de primera necesidad que escasean o directamente no se encuentran en el mercado.
Crisis económica y polarización social
En este contexto, desde las filas del oficialismo machacan con la idea de que en los últimos años la derecha ha venido orquestando, a partir de un complejo entramado de actores e intereses comandado desde Washington, un amplio repertorio de acciones desestabilizadoras que van desde el acaparamiento de alimentos hasta la especulación desenfrenada en el mercado cambiario y que, en conjunto, delinean una estrategia de “guerra económica”. El objetivo sería expandir el malestar social, generar zozobra y socavar la confianza popular en el gobierno, esto es, forjar las condiciones materiales para viabilizar la única “Salida” que realmente los desvela, que no es precisamente la salida de la crisis sino la del presidente elegido por el pueblo venezolano. En una palabra, se trataría de “hacer gritar” la economía de Venezuela, tal como Nixon le ordenó a Kissinger que hiciera con la economía chilena para desestabilizar en ese frente al gobierno de la Unidad Popular en los primeros años 70.
No es éste un relato totalmente inverosímil ni descabellado, sobre todo si se recuerdan los antecedentes intervencionistas de Estados Unidos en la región o se tiene en cuenta que la oposición venezolana, aun cuando pudo haber remozado su discurso, jamás abandonó sus impulsos destituyentes, tal como lo demuestra la estrategia obstruccionista desplegada por la mayoría antichavista en la Asamblea Nacional. Aun más, la figura retórica de la “guerra económica” adquiere materialidad concreta cuando la mano invisible del mercado se torna visible, cuando se comprueba la existencia de movimientos económicos gobernados por razones más políticas que económicas: galpones repletos de mercadería retenida, productos que se sustraen del mercado y se redirigen al negocio del contrabando a través de la frontera con Colombia… ¿de qué otro modo se puede explicar el desfasaje entre el volumen de producción y el de ventas de ese virtual monopolio de productos de consumo masivo que es Empresas Polar, o el hecho de que empresas como Kimberly Clark hayan recibido divisas para adquirir bienes que luego escasearon en el mercado?, se pregunta el economista del PSUV Tony Boza.
El problema es que con el relato solo no alcanza, como por momentos parece pretenderlo un gobierno que se muestra hiperactivo para denunciar los planes conspirativos del Imperio y sus agentes locales, pero que se ha revelado absolutamente impotente para encauzar la apremiante situación social del país, la cual dicho sea de paso afecta en primer lugar a los sectores sociales más humildes que tradicionalmente han conformado la base de sustentación política del proceso bolivariano.
Para los opositores, no podía ser de otra manera, toda la responsabilidad por la crisis es de ese engendro antieconómico llamado “socialismo del siglo XXI”, promovido por un líder mesiánico empeñado en repetir el fracaso de un modelo de organización económica que la historia ya había enterrado. Así, la referencia permanente del Poder Ejecutivo a la “guerra económica” no sería otra cosa que una puesta en escena para ocultar el desfalco del Estado, el derroche de recursos y la inoperancia oficial frente al descalabro económico. Para muchos simpatizantes chavistas, en cambio, la metáfora bélica propagada por el Ejecutivo -y el arsenal consignista que la acompaña- puede ser acertada pero es insuficiente para explicar la crisis en curso. En palabras del sociólogo argentino Esteban de Gori, “la política discursiva del oficialismo -encerrada en la metáfora de la guerra y en una partitura hiperideologizada- no solo no logró el propósito de dotar de sentido al conflicto, sino que generó su contrario: marcar una distancia profunda entre las preocupaciones estatales y los intereses de los ciudadanos”.
Por eso, si es cierto que la sociedad venezolana sigue estando indudablemente atravesada por una polarización política intensa que se define en torno al clivaje chavismo/antichavismo, no lo es menos que son cada vez más los desencantados y escépticos, que dejaron de confiar en que las soluciones frente a la crisis puedan venir de las filas de la dirigencia oficial, sin por ello ver a la MUD como una opción superadora. En los últimos comicios, este creciente hartazgo social se reflejó en la no concurrencia a las urnas de casi tres millones de votantes tradicionales del chavismo que, como bien lo sintetizó el fundador y ex director de Telesur Aram Aharonian, “ni siquiera apelaron al voto-castigo, sino a la ausencia-castigo”. En una palabra, el resultado electoral fue mucho menos una victoria de la oposición que una derrota oficialista, y es altamente probable que esta ecuación se repita en las presidenciales de 2019 -suponiendo que efectivamente sea respetado el calendario electoral, lo cual hoy parece más difícil que nunca- si se sigue profundizando la actual inercia decadente de la economía.