Cartografía de la vulnerabilidad
El filósofo austríaco Ludwig Wittgenstein asociaba los límites del pensamiento con los del lenguaje. Cuando la escalera del lenguaje hegemónico llega a su fin al enfrentarnos con lo que se resiste a ser comprendido, proponía callar éticamente como condición necesaria para construir una nueva red de significados capaces de sostener otras interpretaciones posibles. Por su parte, el filósofo francés Jacques Derrida, sostenía que el lenguaje no sólo describe una situación dada, sino que, a su vez, la produce, la transforma, la reafirma. Opera sobre ella, creando mundos.
La pandemia y sus efectos, muestran la complementariedad de estas dos miradas y sus consecuencias prácticas. Exigen cautela, responsabilidad y complejidad en la aproximación teórica que busca entender un proceso incierto, veloz y desesperante. Y exhiben la trampa implícita en los intentos de explicar su naturaleza mediante el simple reordenamiento de los significados que dominaban las formas de entender y actuar sobre el mundo pre-pandemia. Incluyendo a nuestras mimadas formas disruptivas, inclusivas y progresistas. Y también a sus primas más domesticadas que, a fuerza de encarnar un protagonismo dócil, patinan en las convenciones internacionales, las conferencias magistrales, las plumas de guiño panorámico, las entrevistas preformateadas y los canapés de picadillo enlatado en Twitter. Esas cuya ineficiencia para generar desviaciones sustentables y comunitarias en el camino hacia desastre que estábamos gestando como civilización, están a la vista. Describir este hiato de la historia con el lenguaje del pasado, que nos traiciona primariamente al no codificar el vacío que nos atraviesa, puede ser la forma más efectiva de obturar la posibilidad de cambio.
La configuración de otros mundos posibles en el contexto post-pandemia, exige sincerarnos sobre lo que veníamos subsidiando, por acción u omisión, en el pasado reciente. Implica potenciar y seguir apostando a las desobediencias moleculares que promovíamos en los suburbios de un orden cuestionado en la esfera pública, pero acatado disciplinariamente en la esfera privada. Y también reconocer cuando nuestro lenguaje, y por lo tanto nuestro potencial transformador, se apaga al calor del ala hegemónica de las formas de congelar una realidad alimentada por el sufrimiento y la explotación de la mayoría de la población mundial, y la intervención y destrucción creciente del entorno natural.
¿Era necesaria una pandemia de efecto global para entenderlo? No. El desastre actual desnuda la crueldad e irracionalidad del orden dado. Su compresión era previa, limitada en su capacidad transformadora para algunos, cómplice, sumisa y resignada para otros. Inútil es preguntarse sobre el momento cero en el que se habría iniciado la reacción en cadena sin cuestionarse, a la vez, si hubiese sido posible evitarla sistémicamente cuando hoy sabemos que desde hace varios años algunos países ya manejaban información precisa sobre la posibilidad de ocurrencia de un evento de estas características. Considerando sus antecedentes ¿Por qué el orden que nos trajo hasta acá querría protegernos de su única apuesta? O lo que es más importante ¿Estaría en condiciones de hacerlo?
El problema no era entonces el conocimiento disponible sobre la vulnerabilidad del sistema, sino el sistema en sí. Para el que evitar un colapso multidimensional atendiendo a sus postergados aspectos sociales y ambientales, así como a los engranajes más sensibles de la sociedad, nunca fue una prioridad. Lo sorprendente fue que la inacción mutase en una nueva cartografía de la vulnerabilidad.
En otra debilidad que desconoce su territorialidad clásica para reorganizarla en asociaciones inéditas: mercados globales y economías nacionales, esferas estatales y privadas, sistemas sanitarios y grupos de riesgo, comunidades originarias y guetos modernos, embajadas y villas miseria, altas clases sociales y subalternidades históricas, civilización y barbarie. Nada escapa a ella.
La novedad radica en que la situación generada por esta pandemia nos afecta como un todo porque ninguna ventaja biológica, económica o social individual otorga inmunidad integral: jóvenes saludables desempleados, ricos con privilegios reducidos, teletrabajadores esclavos de sus propios dispositivos, familias agobiadas por el exceso de humanidad, personal sanitario sobreexpuesto. Sin embargo, su omnipresencia no eclipsa el impacto jerárquico del aislamiento, nos afecta a todos, pero no por igual. Porque en su efecto boomerang se desliza más fácilmente sobre el mapa biopolítico trazado en el viejo orden, es una vulnerabilidad que golpea doblemente a los golpeados de siempre: cuerpos de la intemperie urbana, ancianos, enfermos preexistentes, afrodescendientes, trans, pobres, migrantes, trabajadores informales, mujeres y niños víctimas de la violencia doméstica, etc.
Una vulnerabilidad emergente que en sus antiguas versiones no nos había impedido convivir pasivamente con la fragilidad de sus escalones más bajos. Ese ruido del desarrollo que en esta crisis está siendo particularmente percibido por Estados periféricos, como el argentino, que si bien arrastran las contradicciones y limitaciones insalvables de los roles que les fueron asignados en la estructura global capitalista, se animan a descentrar las lógicas de acumulación priorizando la protección de lo hasta ayer invisible. ¿Pero cuál era la urgencia de habitar colectivamente el fondo de un precipicio dónde sólo yacían cuerpos extraños? Quienes tienen la valentía de mirar la herida de frente, diría Paul B. Preciado, saben la respuesta: mientras más arriesgado es el descenso en el agujero negro del dolor ajeno, el eco de la marginalidad devuelve con nitidez creciente el sonido de nuestras propias voces.
Es la interdependencia: los lazos, tramas y vínculos profundos de esos otros mundos y lenguajes que, en medio de este caos, estamos gestando incluso en el más abismal de los silencios.
*Dra. en Ciencias Sociales. Investigadora de la Universidad Nacional de San Martín (UNSAM).