Aristipo de Cirene, el primer hedonista (del que tengamos conocimiento)
Como venimos escuchando desde hace mucho tiempo, a veces, para dar en el blanco, hay que tratar de errar de verdad. Los objetivos del deseo se cumplen de modo indirecto, donde nuestra voluntad y todo lo que creamos dominar con nuestra conciencia son arrastrados sin que podamos reorientarlos y, mucho menos, detenerlos.
El encuentro en el que algo se consuma no había sido buscado, o había sido buscado sin saberlo “del todo”. Estoy seguro de que este es el campo de batalla donde el hedonismo chatarra le gana terreno al peligro. Lo que colonizaron es el placer.
Cuándo y cómo se sintió placer por primera vez queda inscrito en el olvido de la especie humana como en cada uno de nosotros, es un olvido colectivo (masivo) y psíquico, originario. Pero algo es seguro: el primer contacto entre el mundo y nosotros, entre yo y ellos, se concretó como algo que sentimos, que nos afectó y que en el fondo posiblemente nos haya gustado —aunque sea un dolor o una frustración. De ahí nace la repetición.
Por otro lado, ya también escuchamos un montón de veces que la filosofía se construyó a fuerza de empujar al olvido (o directamente a la hoguera y la devastación) cualquier pensamiento que sirviera para poner en peligro el dominio de la Razón.
El placer suele generar resquemor, desconfianza, reprensión, porque su poder nos lleva a ir más allá de nosotros mismos, incluso “a costa” de nosotros mismos. Las adicciones, esencia del siglo XX, son su mejor ejemplo.
Hoy, que el orden represivo se desbarajustó, la filosofía está buscando nuevos orígenes que justifiquen que toda nuestra vida gire enloquecida alrededor del placer y del derecho a sentir placer. Uno de estos orígenes olvidados, quizás el más importante, es Aristipo de Cirene, un cultor del placer, del que no sobrevivió ni siquiera una oración de sus muchos libros.
Recordemos a todos esos pensadores presocráticos que perduraron hasta nosotros en fragmentos breves y que leímos con tanta fruición. Bueno, Aristipo ni siquiera tuvo esa suerte, y pareciera que los que lo nombraron alguna vez fueron personas que no lo querían mucho. Por ejemplo, el gran historiador Diógenes Laercio, que dijo que Aristipo supo escribir una multitud de obras, pero que eran de carácter frívolo y no merecían la aceptación por parte de la filosofía. Al olvido.
Lo que sucede es que un pensador que justifica cualquier cosa que se haga por el placer que eso produce tiene que resultar incómodo incluso para un estatus quo tolerante. Hoy, que pareciera que el estatus quo dominante nos exige sentir placer y ser felices, nos tenemos que interrogar qué significa la felicidad y qué placeres nos ayudan a alcanzarla. Todo, dentro de nuestras posibilidades.
"Lo que está empaquetado es nuestro deseo".
Aristipo defendió ideas que aún en nuestra sociedad son heterodoxas para el pensamiento académico y filosófico, ni hablar para el periodismo (que no piensa). Por ejemplo, la prostitución le parecía un arte muy adecuado para explorar los placeres —en algunas cuestiones, pagar es lo más barato que se puede conseguir.
Ganar dinero tampoco le parecía equivocado o algo malo, aunque ponía el razonable límite de que ese dinero no debía ir más allá de garantizar una buena vida, es decir una vida hedonista y disfrutable y disfrutada.
Según los comentaristas contemporáneos, en Aristipo ya encontraríamos el famoso concepto de sofrosine, el cuidado y la prudencia que nos conducirían a discernir cuáles son los placeres que nos favorecen, aunque a nuestros pares les parezcan aberraciones, y cómo se concretan.
Si me preguntaran, entonces, cuál es la palabra clave en el pensamiento de este filósofo condenado al olvido, respondería sin dudas: los placeres. Una buena vida era y es una vida dedicada al placer, específicamente al placer sensible más que al intelectual.
O si se quiere: a disfrutar de los buenos vinos que están a nuestro alcance (no del “buen” vino que nos vende una app informada), de las comidas sabrosas que nos gustan, de la belleza de la mujer y del hombre que nos seducen, y de todo aquello que le reporte al individuo sensaciones de felicidad.
La filosofía no toleró estas verdades. Y aunque nos cueste creerlo, nuestra sociedad “hedonista” tampoco: lo que está empaquetado es nuestro deseo, que desea lo que debe desear —lo que quieren otros que deseemos.
Pasamos el tiempo discutiendo si placeres sí o placeres no, si consumo sí o consumo no, cuando la cuestión es un problema de calidad: ¿qué placer sí, por qué y cómo?
Porque sin duda que el deseo fascista también debe de provocar algún tipo de placer. Este placer ¿es un placer menos válido que el que proporciona el amor y la solidaridad? Tengo mis dudas, a pesar de los comentaristas de Spinoza, que se arrogan el derecho de decretar qué es bueno y qué es malo para uno y para la sociedad.
El legado de Aristipo, entonces, nos exige discriminar entre los placeres que nos están destinados a nosotros. Todos los placeres, incluso los destructivos, crean algo, aunque el deber-ser social ponga sus peros.
Lo podemos llamar felicidad —o infelicidad, también, que es otra manera de manifestarse que tiene aquella.
Y que, aunque nos cueste creerlo, mucha gente elige como opción vital.
Pd: Una persona que busca que su vida esté dedicada al placer, lo primero que debe desear es la vida que tiene. Lo contrario del placer no es el displacer, es la frustración. Lo que sucede es que esa vida deseada se bambolea entre lo incontrolado y la intensificación, entre los rituales y la perdición. No hay placer como el de poner en blanco la conciencia.