Borrar la firma, el único futuro digno del arte
Por Dani Mundo | Ilustración portada: Gabriela Canteros | Ilustración interior: Dani Mundo
Para JF
En este mundo híper transparente que supimos deconstruir todavía es necesario aclarar algunas cosas. El otro día le regalé a una amiga una fotocopia color de uno de mis cuadros, y se lo di sin firmar. Me pidió, lógicamente, que firmara la obra. No lo hice. Ahí le conté esa famosa anécdota de Picasso en la que el malagueño estaba pintando palomas en una plaza y pasa un tipo y le dice que son muy bellas, y le pregunta si le regala una. Picasso le da una. El tipo le dice: ¿Me lo dedica? Ah, no, responde Picasso, eso vale un millón de dólares. Es un chiste freudiano. Dalí dejó firmadas 100 hojas en blanco, para que cualquiera dibujara cualquier cosa, pero con su firma. Este es el reverso del otro chiste, pero ambos problematizan lo mismo: la firma, pues es eso, la firma, lo único que tiene valor o lo que le da valor a todo el resto. Por esto decidí no firmar mis cuadros. No son míos. No me importan. Los regalo. Que los copie cualquiera, total, son muy fáciles de copiar. Lo que pasa es que son tan pero tan malos (en los dos sentidos de la palabra) que nadie se atrevería a copiarlos. Es todo un arte conseguir ese equilibrio destituyente. Hay que borrar la firma y la propiedad de las obras, he aquí el único futuro que tiene el arte. Para que el arte siga siendo aquello que atenta contra el presente.
Mientras haya firma, va a haber egos y propiedad y guita en el medio. Y de lo que se trata, para salir de esta sociedad mercantilizada y sobrexplotada, es de abolir o de reducir a su mínima expresión esas cosas: la propiedad, el yo, el narcisismo global, el dinero, y todo lo que esto trae aparejado: pobreza material, miseria espiritual, fascinación idiota, esnobismo generalizado, gourmetización de todos los gustos, erradicación del peligro, actualización constante de lo siniestro.
Cuando escucho hablar del arte chino, cuando veo colgados en un museo íconos medievales, me dan ganas de reír (para no llorar). El arte no es una experiencia eterna, es propia de una época, la Época Moderna. Y de un lugar: Europa, Occidente y sus colonias. Para que haya arte tal como lo conocemos o imaginamos nosotros tiene que haber ciertos actores. El actor que menos valor tenía en la Época Moderna es el actor principal del drama: el artista. Su vida era una miseria, desde Rembrandt a Van Gogh, pasando por Leonardo y Miguel Ángel. Estos son los affaires más famosos, hay millones ignotos que solo conoce, tal vez, un especialista.
Se produjo una masificación de los espectadores (que van a adorar esas obras que solo pueden admirar y envidiar), una proletarización intensiva de la mano de obra y una industrialización de los productos, tanto de los materiales que se requieren para la obra (pinturas, telas, pinceles, etc.) como de la obra en sí misma. Con el diario del lunes, era lógico que esto terminara en la “revolución” pop, donde obra y mercancía se con-funden. Son lo mismo.
Los otros actores del campo son: 1) la obra, por supuesto, que debe ser original, auténtica y novedosa, porque debe exhibirse, competir con otras y venderse; 2) el mecenas (privado o estatal); 3) el mercado donde vender y comprar la obra y 4) el crítico de arte para que le ponga valor a estos productos únicos e irrepetibles. Todo esto ya fue muy investigado, obviamente.
Como en cualquier otro campo, en el campo del arte también el mercado tomó casi la totalidad del territorio. Lo único que tiene valor es lo que se comercializa en él, lo demás es artesanía o hobby.
En la sociedad contemporánea, más importante que la originalidad de una obra es el marchand que la coloca en un nicho del vasto mercado, tan extenso como el globo terráqueo. La constatación de una firma, la confirmación de que esa firma es del artista que creemos que es, vale miles de dólares. Lo sé por el Rothko que tengo en el living, que me encontré en Nueva York una noche, pero que no puedo autentificar por lo que cuesta hacerlo.
El mecenas, por su parte, es aquel que lava dinero comprando obras, o el Estado con sus compras, sus becas y sus promociones.
El crítico de arte sigue siendo el mismo parásito de siempre, que vive del esfuerzo y a veces de la tortura de los otros (los artistas), aunque ahora también el crítico vive su experiencia como si fuera un artista más o parte de una obra.
El artista, por su parte, el talón de Aquiles de este hermoso edifico de la estética, se metamorfoseó en un empresario free lance que vende su imaginación a cambio del éxito. Una vez conseguido el éxito, ya cualquier cosa vale, como ese artista que vendió 200 metros cuadrados de una obra invisible e intangible que ahora se expone en un galpón de 500 metros cuadrados. La vanguardia es así.
Tengo para mí que existe otra experiencia del arte, por fuera de la farándula y la fetichización de la experiencia. No es solo el vómito expuesto en la vitrina del museo, ni son tampoco los martillazos que demuelen uno a uno todos los ladrillos y los mitos que rodean a esos lugares sagrados que son los museos (los museos son uno de los actores del mercado, el principal). La experiencia a la que me refiero es anónima e inútil. Vive de la copia y desprecia el original. Lo auténtico se materializa en la resaca reventada de varios días de juerga. Es una experiencia que no puede compartirse. No puede compartirse ni siquiera consigo mismo. Es difícil de objetivar, de convertir en objeto, porque está dispersa en fragmentos, que implican la misma piel, el cráneo y la sangre del artista, que no es un individuo aislado y genial sino una masa pululante que muta de cuerpo en cuerpo. Un monstruo de cien cabezas que expone su ano como núcleo de la democracia directa.
Es una mirada romántica del arte, dirán. El artista sufrido e incomprendido. Nada que ver. Es el artista que no desea ser comprendido. El artista que cree que no debe entenderse todo, ni siquiera lo que acaba de hacer. Un artista que no tiene nada por sagrado, salvo sus propios rituales de perdición y degradación. Un artista que, contra toda lógica, no cree en nada, menos que nada en sí mismo. Que dibuja un exquisito cadáver con la mano izquierda, mientras que con la derecha lo va borrando. Hasta que al final no hay nada. Nada de nada. Menos que nada, una firma. En todo caso una hoja en blanco.
Una tela que se lleva el viento.
Una pintura que se borra con el paso de los días, como le pasa al gran Rabo Karabekian, el héroe de Barbazul, la novela de Kurt Vonnegut.
Un sonido inarticulado que nos conmociona y nos hace llorar en colores.