Colección Alfa, un mítico espacio que sigue dando refugio a los primeros pasos de los escritores santafesinos
La historia de la Biblioteca Constancio C. Vigil es todo un hito dentro de la cultura rosarina. Un impresionante experimento iniciado en 1944, en el sur de esta ciudad santafesina, que llegó a tener uno de los proyectos de educación popular más importante de Latinoamérica. Si bien su vida se ramificaba en varias actividades, la Editorial Biblioteca siempre fue una de las que sobresalía.
Nacida en el 66, fue fundada para dar a conocer la creación literaria, educativa e histórica de la provincia de Santa Fe y del interior del país. Con tiradas que hoy nos parecen exorbitantes y probablemente lo hayan sido aún en su época, rescató la obra de Juanele Ortiz, publicó a Francisco “Paco” Urondo y Juan José Saer cuando todavía no tenían la estatura inmensa que luego alcanzaron. Madariaga, Pedroni, Oliva, entre otros, formaron parte de su necesario catálogo hasta que la dictadura cívico-militar de 1976 marcó un impasse en su existencia, con una de las quemas de libros más grande de nuestro continente incluida.
Recuperada en 2015 tras años de impunidad y vaciamiento, la persistente lucha de vecinos, asociados, exalumnos y exdirectivos rescató la herencia de esta biblioteca que no era sólo eso y la convirtió en un sitio de memoria y un ejemplo de lucha. Comenzada esta nueva etapa, uno de los objetivos principales dentro de la editorial fue reactivar las distintas colecciones como Homenaje, la que reúne obras completas, Prosistas Argentinos o Poetas Argentinos (Editorial Biblioteca también tenía colecciones con otras temáticas), pero es Alfa, la colección que publica a autores nóveles, la que tiene una continua actividad que se sostiene hasta nuestros días.
En la primera etapa, en Alfa publicaron autores que hoy día son nombres reconocibles dentro de la historia de la literatura escrita en la provincia de Santa Fe, con un foco mayor puesto sobre Rosario. Rubén Sevlever, Rafael Oscar Ielpi, Lydia Alfonso, Jorge Conti, Gary Vila Ortiz (entre otros) publicaron sus primeros textos allí. Esos libros son muy buscados por aquellos y aquellas que saben el valor simbólico que tiene dichos ejemplares, en épocas donde (por suerte) hay una mirada más atenta por lo escrito en estas tierras.
Quise saber cómo, aquellos que la recuperaron, trazaron un puente para darle continuidad, casi como si el tiempo no hubiese construido una grieta, y es por eso que me acerqué hasta Gaboto 450, a su monumental estructura, para conversar con Marianela Goicoechea, coordinadora de esta editorial junto con Romina Gianfelici, quien me recibe en la sección de Archivos para que pueda recorrer la colección completa, rozar los libros de la etapa inicial acompañados por la actual.
Lo primero que le pregunté fue si sentía que algo de esa etapa iniciática se mantenía vivo en esta segunda. “Creo que el espíritu de difusión, de dar a conocer autores jóvenes de la región. Eso es lo que se mantiene intacto. Hay mucha gente que escribe y que no tiene la posibilidad de publicar, entonces es tratar de dar a conocer, de llegar a darle lugar a ese escritor o escritora y también darle la oportunidad a los lectores de que lo conozcan. El publicar autores de la zona era una política editorial porque también aplicaba para Homenaje, para Prosistas, para Poetas”, me dice Goicoechea.
Imposible esquivar en nuestra charla la capacidad de impresión que tuvo la Vigil en dicha etapa, algo que logró a través de una cuota societaria, pero sobre todo con una sensacional rifa, todo un acontecimiento en los principios de la segunda mitad del siglo XX. “Muchos de los libros que se editaban eran para venta, pero parte de la tirada era para canje y algunos como premio de la rifa. Otros directamente se regalaban por el solo hecho de adquirirla, como los de la colección Apertura. Eran ediciones sencillas, económicas, inclusive abrochadas con ganchos, que contrastaban con las ediciones de lujo como los de la colección Imagen, que es donde están esos atlas tan bonitos, Santa Fe, el paisaje y los hombres; Paraná, el pariente del mar; Rosario, esa ciudad. Los dos primeros llegaban a tener casi 500 páginas, encuadernación tapa dura, fotos en color y en blanco y negro ¡30.000 ejemplares se imprimían por tirada! ¿cuánto sale hoy un libro así?”.
Como decía al principio, Alfa publica primeros libros. Tras la recuperación de la biblioteca, a la colección la comienza a dirigir Carolina Musa, quien junto a Patricio Bordes definió algunas cuestiones. La más importante, que esos libros van a ser de poesía. Así se publicaron 10 títulos siguiendo esa línea, con la característica de que la encuadernación es de tipo artesanal, estilo japonés y con tapas serigrafiadas. Pero antes hubo un eslabón que ofició de puente.
“El primer libro con el que retomamos la colección es El despertar de yaguareté, de Marcelo Quispe, un libro que todavía seguimos reimprimiendo porque Marcelo siguió publicando con otras editoriales, se hizo conocido como escritor no solamente acá sino en otros lugares, hasta ha publicado libros infantiles. Entonces vienen y nos lo piden”, me cuenta y eso dilucida una de las incógnitas que tenía, porque si ubicamos la primera etapa a partir del 66, eran épocas en que el “darse a conocer” de los escritores realizaba otros caminos: casi obligatoriamente empezaban publicando alguno de sus textos en revistas literarias o participaban de ciclos de lecturas de cierto renombre.
Las posibilidades de que sus textos terminen en libro eran bastante escasas comparadas con la apertura conseguida desde principios de siglo por las editoriales independientes o la autoedición. A Quispe lo conozco, su Mainumbí y la cajita luna es todo un mojón dentro de la literatura infantil hecha en Rosario, donde la cosmogonía originaria rima para los más chicos. Eso empezó a despejar mi duda sobre qué pasaba hoy con un autor que publica su primera obra sin ese recorrido de antaño. Goicoechea termina por quitarle todos los velos.
“Muchos de los autores que editamos, después de publicar con nosotros lo hicieron con otras editoriales. Marcelo Quispe, Rosario Spina, Laura Rossi ni hablar. Con Laura, nosotros habíamos editado una novela en la colección Prosistas ¿y por qué, después, aparece en Alfa? Porque este era su primer libro de poesía dentro del ciclo donde Alfa era colección de poesía. Muchos han seguido publicando y es un placer para nosotros”.
En esta segunda etapa, por lo menos en lo que a Alfa se refiere, los nombres de escritoras son mayoría, lo que contrasta de sobremanera con la primigenia. “Es algo que notamos en las colecciones de Literatura, sólo dos mujeres editadas: Lydia Alfonso y Ada Donato. Después, en las otras colecciones como las de pedagogía, sí. Rosa Ziperovich, Norma Desinano, María Teresa Nidelcoff, se publicaron muchísimas mujeres, pero en literatura sólo dos. Territorio de hombres. Siempre hay que ‘juzgar’ dentro del contexto. sabemos que rabajaban muchísimas mujeres en La Vigil. En lo que era el centro de cómputos había programadoras, por ejemplo, pero esto no se replicaba en la literatura”.
Los libros de la Vigil, incluidos los de Alfa, desde que existe Editorial Biblioteca, tienen un alcance mundial sin necesidad de pasar por el peaje centrista que tan bien conocemos. “Algo muy interesante es que gracias al canje de la UNESCO que empieza a tener el servicio bibliotecario con otras instituciones del mundo, al poder producir sus propios libros, se consigue que ese material llegue a todo el mundo, literalmente. Porque si digo ‘todo el mundo’ te estoy hablando desde Mozambique o Australia hasta la Biblioteca del Congreso de Washington o la Biblioteca Pública de Nueva York, todo sin pasar por Buenos Aires”. Eso me recuerda que la mítica revista literaria rosarina de los 70, El Lagrimal Trifurca, había conseguido ese mismo salteo con un sistema de canje con otras revistas del mundo, sobre todo de nuestro país y de América. Quedará para otra ocasión el averiguar por qué esa vía de acceso a lo que podía significar un justo reconocimiento sin la bendición sagrada de las grandes vacas, se perdió.
En la actualidad, la colección ha vuelto a dar un pequeño giro. “Cuando cierra su ciclo Caro, nos preguntamos cómo seguimos. Justo nos había llegado un libro de cuentos de un alumno del taller literario que se brinda acá, lo leímos, se lo dimos a leer al director de la colección Prosistas que por el momento está inactiva, pero para que nos orientara un poco, y lo que nos dijo Jorge Jacobi fue ‘este es un muy buen libro para Alfa’. Ahí con Romina nos pusimos a pensar y dijimos ‘bueno, Alfa en su momento también publicaba narrativa’. Entonces nos reorganizamos, hablamos con Leandro Llull, que es quien dirige actualmente la colección y pensamos, además, en cambiar la estética porque tenía una muy particular, pero viendo cómo seguir dentro de lo artesanal. Lo empezamos a hacer en binder y ya no en encuadernación japonesa, con tapa rústica, y continuamos variando los ilustradores en cada publicación. Así salió Nunca nada termina, de Esteban Ameriso, y Jaaukanigás, de Nacho Gebala Elias. Ahora tenemos el próximo en el enmaquetado; saldría en febrero, principios de marzo”.
Tengo ambos libros en mis manos. Los cuentos de Ameriso son limpios, contundentes en su estructura, donde pareciera que cierta inocencia traída de la mano por el deseo encuentra refugio ante la (por ahora) evitable llegada del olvido. Como está sucediendo bastante más seguido, sobre todo en los narradores, aparecen referencias a la ciudad y Rosario se convierte en un personaje secundario de este libro. La cotidianeidad es la materia prima, y la pasión la herramienta que va sosteniendo la tensión de estos relatos. No creo que el título (Nunca nada termina) derive de ello, pero me resulta curioso que hay como una cierta despreocupación por cómo cierran las historias, que lo importante de los cuentos están en su desarrollo. Como en este fragmento de "Tomi por penales":
El cielo de los animales y la gente buena sirvió por un año, toda muerte cercana fue a parar ahí: Félix, la portera del turno mañana de la escuela, el viejo Conrado que vivía enfrente nuestro. Una tarde, cuando ya tenía nueve, encontramos con Ariel una paloma muerta en el patio de casa. La nombré paloma Lala y la fuimos a enterrar a la plaza Libertad el feriado del 20 de junio. Me acuerdo porque en la escuela nos habían llevado al Monumento a hacer la jura de la bandera y, curiosamente, no hacía frío. Después de tapar el agujero con tierra y piedras le pregunté a Ariel cómo iba a hacer la paloma Lala para salir de ahí y volar hasta el cielo y reunirse con Félix y el resto de la gente buena. No dijo nada. La miré a mamá y ni siquiera ella sabía la respuesta. Me dio una explicación confusa: resultó que no era tan así en realidad, no había un cielo. Pregunté cómo era la cosa realmente, si había algo o no había nada y mamá me dijo que no sabía.
***
Una mañana, un sábado de enero, mamá me despertó y me lo contó. La habitación estaba densa por el calor, la noche anterior se había cortado la luz en el barrio y todavía no había vuelto. Mi hermano no estaba. Mamá me dijo que lo sentía mucho. Lo primero que pensé, lo primero que pienso siempre que me cuentan de la muerte de alguien, fue que tenía que tratarse de un error. Pero no, un accidente de auto en un pueblo, una cosa medio absurda, medio nada. No quise saber ningún detalle, no me interesaba. Tomi, mi vecino, mi mejor amigo, el mejor arquero del mundo, mucho mejor que Scoponi, que el Goyco, que cualquiera. Tomi, mi verdadero ídolo aunque nunca se lo había dicho, el único que nunca me había decepcionado.
Lo de la paloma Lala en la plaza Libertad había servido para que yo supiera que el cielo de los animales y la gente buena no existía. Deseé, más que nunca, estar equivocado.
Nacho Gebala Elias, también conocido como “Nacho Estepario”, nació en Las Toscas, Santa Fe, es escritor y guía de turismo del humedal Jaaukanigás, el mismo que le da nombre a su libro. “Un mito debajo del agua”, como dice en uno de sus poemas. Según Leandro Llull, “mitos, anécdotas, criaturas y geografía se remiten unos a otros en una red tan firme como los tejidos imbatibles del irupé, y por momentos se enrostran contra la urbanidad para que de dicho cruce emerja la gran tarea de lo humano por venir: despabilarse a la biósfera, aprender a amarla. Hundirse en esta selva verbal, entonces, no será para quien tenga el valor una experiencia inerte, sino agreste, floral y, sobre todo, liberadora”.
Hace un tiempo que los artistas han entablado un compromiso con el suelo que pisan y no sólo con los hombres que lo habitan. No sin contradicciones, van avanzando en una estética donde hay algo más que la palabra sostenida con el pecho. Gente del agua quiere decir Jaaukanigás, y esa gente trae una radicalidad que vino para quedarse.
El volumen tiene como plus la recreación de una práctica anterior a la intervención militar que interrumpió el funcionamiento de la biblioteca y la editorial. En la primera etapa, para la publicación de enciclopedias sobre diferentes regiones del país, investigadores y fotógrafos partían en recorridos exploratorios. En esta ocasión, Maximiliano Conforti viajó a Jaaukanigás, retrató el humedal y ese material es parte necesaria de la poética que subyace en este libro:
quién pudiera
silvestre y ocupa
nacer como la planta
brotar del abandono
crecer desde el encierro
ser fisura en el bloque
una hendija
Lindo comprobar in situ que el espíritu que movilizó y moviliza a esta colección sigue siendo joven, a pesar de que los tiempos no son los mismos y tanto la biblioteca como la editorial no tienen la misma espalda económica de la primera etapa. Pero ahí está a la vista un dato indicando cuál es y cómo se recorre este largo camino: el primer libro de los 23 que conforman (sólo por ahora) Alfa fue el de Rubén Sevlever. Una vez restituido el edificio a quienes le pertenecía, sus socios, el primer libro que imprime Editorial Biblioteca, en la colección Homenaje, es la poesía reunida de este querido poeta rosarino, acompañado por varios estudios de escritores y críticos literarios. "Dicen que me fui del barrio ¿pero cuándo? si siempre estoy llegando".