Decidir la pandemia

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Decidir la pandemia

24 Mayo 2020

Por Natalia Torrado

 

El frente intelectual, artístico, educativo, académico, en fin, cultural, debe decidir de qué autocrítica es capaz a partir de la pandemia. Y qué preguntas es capaz de formular. Debe, como dice que sabe hacer, contextualizar el fenómeno, concebirlo como parte de la evolución de un mundo, o mejor, de un todo que cambia, y preguntarse sobre este (¿inesperado?) cambio, y su propia responsabilidad sobre él. ¿Por qué este frente y no otro se encuentra ante la emergencia de una pregunta? Porque le toca. Porque hace décadas que venimos hablando del arte como acto de resistencia, entonces, nos toca formular preguntas nuevas, tejer versiones alternativas, posicionarnos, decidir. Que el sopor de la lavandina y el alcohol al 70%, que el sopor del terror que instauran los medios de comunicación, que el sopor del imperativo de producir, de seguir produciendo no nos adormezca,¡no nos pliegue sobre la unidimensión del discurso científico que venimos criticando hace años! Me adelanto a desambiguar, así no nos distraemos de la discusión que hay que dar con lo que no importa: sí usemos el barbijo, sí mantengamos el distanciamiento, sí respetemos los protocolos, sí ofrezcamos herramientas de apoyo en el ámbito de la cultura y la educación, sí mantengámonos en acción, sí apoyemos las medidas sanitarias. Por ahora. Pero ¿cómo? ¿de qué maneras? ¿por qué motivos? y ¿qué más? Porque todo eso no se discute, por ahora. Entonces, ¿qué es lo que sí se discute? ¿De verdad vamos a resignar la dignidad de una vida por esto? ¿O es que veníamos resignándola y esto no hace más que constituirse en brutal culminación y evidencia de esa resignación ignorada, naturalizada? ¿Hace cuánto venimos advirtiendo la decadencia de nuestras instituciones, la decadencia de la cultura? ¿Qué fuimos capaces de pensar, de preguntarnos, de actuar al respecto?

En los años 80 filósofos como Gilles Deleuze y Félix Guattari nos alertaban ya respecto del desastre al que se encaminaba la humanidad y decían, con precisión, que sucedería en 30 o 40 años a partir de aquel momento. Ellos hablaban literalmente de una catástrofe de dimensión planetaria. Los estudiamos, los enseñamos, los citamos, los celebramos, los aprovechamos. Sí que los aprovechamos. Nos servimos de ellos y de su acto para nuestros fines reproductivos: académicos, pedagógicos, artísticos, intelectuales. Los consumimos. Todos nosotros los consumimos. Pero no los escuchamos. Claro que no sabíamos lo que estábamos haciendo, no hay aquí un reproche moral; incluso es posible que no estuviéramos haciéndolo del todo, hasta hoy. Hoy no podemos no reconocer que, en mayor o menor medida, nos hemos convertido en consumidores de la iluminación de aquellos que intentaban prevenirnos, especialmente acerca de nosotros mismos, pero que nuestra posición y nuestras prácticas no los honraron, por supuesto, de la única manera que la expresión “honrar” tendría sentido en el marco de sus propios pensamientos, es decir, constituyéndonos con ellos en acto. Sin embargo, en este sentido no los tomamos en serio. Como tampoco estamos tomando en serio la situación de “pandemia” en tanto no la reconocemos como una operación, en tanto no la contextualizamos, en tanto no la concebimos como el desencadenamiento lógico de los acontecimientos en una etapa específica del sistema capitalista y del desarrollo de la humanidad bajo sus coordenadas. Se habla “del virus” recortándolo de las condiciones que lo hicieron posible, y con las que activamente venimos colaborando; y separado de nuestra responsabilidad sobre, finalmente, su manifestación. ¿No es posible que estemos ante un retorno de lo reprimido a partir de los 70, justo en la medida en que de lo que estamos siendo privados hoy es de poner el cuerpo? Muy pocos nos estamos haciendo preguntas como estas, y muchos menos nos estamos reconociendo a nosotros mismos como llamados a una profunda reflexión y a un decisivo cambio, a un acto radical respecto de nuestras creencias y nuestras prácticas. Estamos esperando que se vaya, sobreviviendo hasta que se vaya, cada quien como puede, en su ser cada quien alguien, pero de ninguna manera en tanto parte de una trama. Reproducimos el gesto de identificación cada quien consigo mismo y de espejo con el otro, artífice del desmembramiento que, en primer lugar, originó esta catástrofe. Pero la pandemia no se va. Y no se va a ir.

Y en este contexto, así como fetichizamos a los pensadores que intentaban iluminarnos, del mismo modo seguimos fetichizando todo lo que nos rodea en la suposición de que el otro “como yo” tal cosa o tal otra. Fetichizamos nuestras grupalidades, nuestras prácticas, volviéndolas más unas imágenes que caprichosamente insistimos en sostener de nosotros, en lugar de preguntarnos ¿si realmente esto era entramarnos, por qué llegamos aquí? Entonces, ante una amenaza sobre nuestra conservación, la conservación de nuestra imagen, salimos a bancarnos, aunque sospechemos que lo bancamos es inconsistente, o ni siquiera sabemos bien qué es. Pero mejor así, nos decimos, en un sistema de conveniencias que como no nos encuentra parte de un tejido común, nos deja sólo la opción de participar en un sistema de alianzas provisorias, en última instancia, productivas. Y compartimos en las redes y recomendamos y sugerimos y “likeamos” y comentamos y opinamos. Confundimos las relaciones (virtuales) interpersonales con el entramado social. La red con la trama. Somos incapaces de entramarnos. Algunos intentos esporádicos son rápidamente sofocados por una debilidad de base que las buenas intenciones no logran compensar. Porque seguimos pretendiendo que sea un proyecto o un programa, otra vez una imagen totalizante, la que nos identifique a muchos como parte de algo, cuando en realidad la operación requerida para la resistencia es exactamente la contraria: destotalizar, desviar, singularizar. Pero ¿cómo hacerlo? y ¿es posible una organización social en el desvío? ¿no se corre el riesgo de caer en un gesto posmoderno despolitizado? ¿qué tipo de tramas seremos capaces de producir en la desconfianza o prescindiendo de los universales? ¡Exacto! Esas son las preguntas que deberíamos habernos tomado en serio, sobre las que deberíamos haber investigado, experimentado, tomado riesgos antes para no llegar hasta aquí, a la instancia del peligro mortal paralizante de un virus global. Y esas son las preguntas urgentes hoy. A las que debemos ya mismo dedicarnos, o a formular otras que partan de estas y articulen la coyuntura. En cambio, la pura virtualidad de nuestro intercambios hoy y hace rato (exceptuando algunos pocos focos mutantes, como dice Guattari) nos tiene ocupados “agregándonos”, haciéndonos “amigos”, “aceptando” “solicitudes”. ¡Pues eso no es lo que nos enseñaron! No es lo que trataban de enseñarnos aquellos a los que reconocemos como nuestros maestros. Entonces, si los leemos, leámoslos, es decir, hagámonos carne y acto con ellos. Y si no, suscribamos a otras líneas de pensamiento por fin. El problema es que la pandemia lo ha desenmascarado todo y la caída de los velos nos resulta insoportable. Es tal la desesperación por permanecer “iguales” que somos capaces de seguir negando la patente decadencia de nuestras instituciones académicas, artísticas, educativas, a mayor o menor escala, antes de tener que decir “ya no” o “no así”. No estamos dispuestos a ver la relación entre la pandemia y la evolución del mundo de los últimos decenios y la crisis profunda de las instituciones a escala global. De pronto nos hemos vuelto gustosamente posmodernos, y percibimos fragmentos inconexos que, tengamos cuidado, es algo muy distinto de producir una singularidad o un desvío. De hecho, más que nunca, nos empeñamos en que no caigan nuestras máscaras, nuestras identificaciones, es decir, nos empeñamos en que no suceda lo que ya ha sucedido: no hay pensamiento, no hay arte y no hay educación. Quedan focos y sólo ademanes. Y la pandemia, y nuestra reacción reproductiva ante ella, es la evidencia. Adherimos acríticamente y reproducimos el discurso científico y sus modelos, así como la asepsia como forma de existencia, y la falta de fricción como garantía de supervivencia. Hemos involucionado. El terror que instaura la invasión de una “información” omnipresente y a nivel mundial nos ha paralizado. Una parálisis final que no es más que el cumplimiento de la otra parálisis que veníamos desarrollando y que nos trajo hasta aquí: la parálisis creativa y sus consecuencias mortíferas en todos los órdenes de nuestras vidas.

Hace tiempo que tenemos “coronavirus”, es decir, hace tiempo que vivimos en una sociedad controlada y hace tiempo nos acecha un enemigo invisible; hace tiempo que cada vez más nos recluimos, no sólo, o no tanto ya, en instituciones disciplinarias, sino en nuestros propios dispositivos de aislamiento y seguridad tecnológicos. Hace tiempo que somos impotentizados, alienados de nuestra propia vida, vueltos usuarios, narcotizados por nuestra existencia e impacto en las redes sociales, aplicación-dependientes, adictos del “compartir”, sin sospechar que el mismo término se roba la vitalidad de aquel que en los 70 nos designaba, en su pleno sentido, “compañeros”. El compartir en las redes sociales es la forma pervertida, degradada, la sensación debilitada, sustitutiva del aquel compañero; canalizamos allí una forma menor, simulada, de militancia, al punto de terminar por no saber de qué se trata exactamente aquello que militamos. En el fragor de la opinión virtual, de la aceptación o el rechazo virtual, agotamos los cartuchos, nos solazamos o nos paranoiqueamos, perdemos nuestro poder. La “operación pandemia” no hace más que llevar a un punto culmine la inconsistencia creciente del tejido social, su ficción, su fracaso en constituirse o reconstituirse después de los golpes, en sentido amplio, de los años 70’. Cuarenta años después no hemos sido capaces de redefinir los términos, de reformular las consignas, de revitalizar la lucha, hemos fracasado. Y hemos fracasado mucho más rotundamente en el frente del que más cabía esperarse alguna continuidad. Parecemos haber participado activamente de la evolución del cuerpo hasta su borramiento definitivo: un cuerpo ofrendado en los 70, un cuerpo reventado en los 80, un cuerpo vaciado en los 90, un cuerpo paulatinamente sustraído de la escena a partir del año 2000, hasta el día de hoy, en el que el cuerpo directamente molesta y debe ser neutralizado. Por eso se lo medica, se lo opera, se lo ejercita, se lo priva de sí y su experiencia, y al final se lo sustrae por completo de la escena. Y eso se vuelve necesario, tanto porque enferma como porque no se ajusta a la plataforma, a las plataformas, es irreductible a esos formatos. Estoy segura de que si pudiéramos dar vuelta la pantalla y ver la entraña, el mecanismo al desnudo del Facebook, del Instagram y afines, nos resultaría repulsivo. Pero no, sacamos el cuerpo y adoramos la imagen. Y no se trata del cuerpo real, claro que no, no se trata de reivindicar el estar allí de “cuerpo presente”. Claro que hay cuerpos presentes virtuales y hay cuerpos ausentes actuales. El actor siempre lo supo. Se trata más bien de la experiencia de cuerpo de la que somos capaces. De la conexión, o la desconexión, de generar o no un continuo entre nuestra experiencia de cuerpo y el resto de la experiencia. De la singularización de esa experiencia, es decir, se trata del arte.

Si el capitalismo nos contenta a través de la virtualidad con versiones degradadas y equivalentes aberrantes de la experiencia que no hacemos en la vida, el arte debería, entonces, restituir el cuerpo a la experiencia, y entramarlo allí con sus torsiones, sus riesgos, sus desvíos. Pero no, en cambio, incluso los artistas allí vamos con eso, porque todo es preferible al peligro permanente y la angustia insoportable de la singularización y su borde, y su falta de garantías. Sin ver que sólo en la producción singular de una vida como obra nos constituimos con otros, o mejor, de otros. Sólo allí nos coconstituimos y ya no somos “yo”, con un “mi” cuerpo que sustraer de la escena porque (deliro que) es mío.

La pandemia nos recluta en un cuerpo que hace rato perdimos. ¿Qué maniobra hay más eficaz que aquella que nos exige conservar aquello de lo que jamás tuvimos noticia?

Si hubiéramos hecho trama en el pensamiento de los que nos antecedieron y a los que tanto admiramos nos habríamos hecho ya de un cuerpo que no puede enfermar, y habríamos evitado, entonces, la catástrofe. No lo hicimos. Queda por hacerse. Está allí la tarea esperando que la aceptemos. Otros abrieron el camino, entonces nos toca.

Habrá que preguntarse ahora si vamos a insistir en la falacia de nuestra conservación tal y como fuimos, o venimos siendo, y seguimos siendo, o vamos a poder mutar. No sé muy bien si esto constituye estrictamente una decisión o, en todo caso, en qué nivel es que este asunto se decide. O si estamos a tiempo todavía.