Delta, cuento de Rodolfo Cifarelli

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Delta, cuento de Rodolfo Cifarelli

20 Enero 2018

Por Rodolfo Cifarelli

 

Un día, siguiendo el consejo que me había dado más de una vez el psiquiatra militar, visité mi antigua casa. Mi padre me recibió como si hubieran pasado dos horas y no un año desde la última vez que nos habíamos visto. Había liquidado la ferretería y su único pasatiempo era releer el mismo El Gráfico de 1978. No hablamos de las islas ni me preguntó cuánto hacía que había salido del hospital. Mejor. No hablamos tampoco de todo lo que yo le contaba al psiquiatra militar, y menos se me hubiera ocurrido hablarle de todo aquello que nunca le conté al psiquiatra ni a nadie. Después de que me dieran el alta iba a hablar con el tipo cada quince días en un consultorio de la planta baja del hospital frente a un jardín lleno de gorriones. Lo primero que me preguntaba era si tomaba a horario la medicación. Le decía que sí, cosa que era cierta, y empezábamos a hablar de cualquier cosa. No me preguntaba nada cuando yo me quedaba callado mirando la pared. Eso me pasaba principalmente cuando me acordaba de que no sabía por qué no quería volver a mi antigua casa. Tampoco le daba detalles de los encuentros con mi hermana. Ella sí vino a verme seguido al hospital, y cada vez que venía me traía revistas, chocolatines Jack y saludos de mi padre, pero un día se pelearon y jamás volvió a nombrarlo.

No recuerdo cuánto tiempo había pasado desde mi salida del hospital hasta la tarde en que me crucé con Julia cerca de su pensión de entonces. Como yo tenía algo de plata en el bolsillo (en la playa de estacionamiento me habían tomado la misma mañana en que salí de la jaula), fuimos a comer a una pizzería. Cuando terminamos me invitó a conocer su pieza en un segundo piso frente a la plaza Constitución, un pequeño cuadrado sin ventanas. El ventilador del techo estaba roto, así que el calor era infernal.

Nos acostamos en la cama que olía a porro y acetona y Julia empezó a hablar y a acariciarme la frente. Decía que había estado mucho tiempo pensando en cuál era su mejor recuerdo y que hacía muy poco lo había encontrado. Le pregunté cuál era ese recuerdo y dijo que una mañana, cuando estaba en cuarto grado, mientras caminaba hacia la escuela se largó de repente una tormenta terrible. La gente se refugiaba en los zaguanes o bajo los toldos de los negocios, en menos de un minuto las veredas quedaron desiertas. Ella siguió caminando bajo la lluvia. El olor a humedad en el guardapolvo, dijo llorando, la acompañó durante meses. Esperé que dejara de llorar y le pregunté si la lluvia era el recuerdo. No, el instante, dijo Julia, sólo el instante, y me preguntó cuál era mi mejor recuerdo. Le dije que nunca había pensado en eso.

–Siempre pensé que eras un pendejo que besaba bien –dijo antes de poner su cabeza sobre mi pecho–. Aunque no sería la primera vez que me equivoco con un pendejo.

Julia es (o era) cinco años mayor y besaba (o besa) mucho mejor que yo. No sé si me mintió, pero después de besarnos varias veces dijo que no estaba equivocada. Nos vimos un par de veces más hasta que una noche fui a buscarla para ir a dormir juntos a un hotel alojamiento, pero ella se había fugado de la pensión dejando una semana impaga.

Julia no estaba en los alrededores de las pensiones donde había vivido y yo le hablaba a las paredes de mi pieza, que se reían con las bocas cosidas por las arañas. Dejé de ir al consultorio y de tomar la medicación, y casi sin darme cuenta me fui olvidando de ella. Era raro, pero podía dormir sin pastillas y miraba a otras mujeres como si Julia nunca hubiera existido. En algunos momentos también llegué a creer que nunca había estado en las islas ni en el hospital.

Y un día, esto es lo que quería decir, siguiendo el consejo que me había dado más de una vez el psiquiatra militar, tomé valor y volví a mi antigua casa. Mi padre me sirvió un café con leche, puso un pan sobre la mesa, le puse manteca al pan y en pocos minutos le terminé el pan, la manteca y un atado de cigarrillos. Hablamos de esto y aquello y no mucho más, y antes de irme le pedí la plata que necesitaba para que no me echaran de la pieza –los pocos pesos que había ahorrado se los fui dando a Julia y ya no me quedaba resto ni para comer dos días seguidos. Cuando me dio los billetes le prometí que no bien pudiera se los devolvería.

–Puedo esperar, pero que nunca me entere que le pasás un sólo peso mío a la loca de tu hermana.

Dos meses después lo llamé para avisarle que ya podía pagar mi deuda.

–La plata, quedatelá, por ahora no la necesito –dijo mi padre–. Tu hermana me dejó un mensaje grabado ayer a la noche. No lo dijo, pero seguro que necesita plata o alguna otra cosa. Con ella nunca se sabe. No pienso llamarla, nunca se me ocurriría llamarla, pero es tu hermana y no quiero ser entre ustedes lo que se dice un escollo –y me dictó un número donde según él podía encontrarla.

Esa noche llamé a ese número desde un teléfono público. Me atendió un contestador. Dije que era un mensaje para mi hermana y dejé el número telefónico de mi pensión. Inmediatamente después de cortar me di cuenta de que no había dicho el nombre de mi hermana, así que volví a llamar. Dos o tres días después, a las dos de la mañana, golpearon la puerta de mi pieza. La encargada, ojerosa y enfurecida, me dijo que me llamaban desde un hospital.

 

Estaba en la guardia sentada sobre una camilla, con un codo y un tobillo vendados, el pantalón y la remera salpicados de sangre seca. No tenía fracturas ni cortes profundos. Me abrazó y dijo que la había atropellado un auto. Estaba por besarla cuando apareció un médico muy joven que le dijo a Julia que para salir tendría que esperar hasta el otro día. Ella dijo que se iría cuanto antes y que se cagaba en todos los médicos del mundo. Empecé a decir algo para calmar los ánimos y el médico me ordenó que me callara la boca o me hacía sacar de la guardia. Ella terminó insultándolo.

–Hagan lo que quieran, estoy harto de todos ustedes –dijo el médico y salió del gabinete.

–Yo también estoy harta de todos ustedes –gritaba Julia como una loca, hasta que vino una enfermera y gritó (más fuerte que Julia) que si no se callaba le inyectaba un calmante.

Julia se calló, y cuando la enfermera se fue me pidió que la ayudara a ponerse las zapatillas. Eso hice, aunque no estaba de acuerdo con que desobedeciera al doctor.

Salimos a la calle a través de un largo pasillo a oscuras. Amanecía y ella caminaba agarrada de mi brazo como una muñeca ciega. En un kiosco a la vuelta de mi pensión compré galletitas, cigarrillos y yerba. Por suerte la encargada no nos oyó entrar.

Se desnudó frente al espejo rajado del ropero. La abracé y me besó.

–A vos no te atropelló un auto –le dije.

–Sos suave, che –sonrió–. ¿Me extrañaste?

–Claro.

–Yo también.

–¿Dónde estás viviendo?

–En la casa de una amiga en Avellaneda.

–¿No querés vivir conmigo?

–Me gustaría, sí.

A la mañana siguiente nos despertamos cuando la encargada golpeó la puerta para avisarme que tenía una llamada.

–Descubrí que tu hermana se fue porque está muerta –la voz excitada de mi padre llegaba nítida a través de la línea–. Y por eso mismo dice que está cerca. Cuidado con los muertos. Por favor: sólo te pido que nunca escuches a los muertos.

No dijo más y cortó. Pedí disculpas a la encargada y ella me dijo que abandonara la pieza ese mismo mediodía.

 

Nos mudamos a una pieza en un primer piso de una pensión en Lanús Oeste, con balcón sobre una esquina, y la verdad que vivíamos sin problemas hasta que una tarde de domingo Julia me dijo que había vuelto a tener pesadillas. Habíamos ido a una sentarnos a la plaza porque la pieza era un horno.

–Los perros saltan de árboles altísimos y me persiguen –dijo Julia–, y cuando siento los colmillos en el culo me despierto.

Era una de las tantas cosas que yo no sabía de su vida: dos años atrás Julia había vivido un tiempo en el Tigre con su amiga Clide (mi mejor amiga, agregaba Julia reverencialmente cada vez que la nombraba). Julia, ésta es más o menos la historia, se fue a vivir al delta con Clide y el hombre de Clide, un veterinario jubilado que le llevaba más de veinte años a Clide. El veterinario conocía la historia de los perros mejor que nadie y por eso había vendido su departamento en la ciudad y comprado una casa cerca del sitio donde diez años atrás un grupo de expertos decidió establecer su cuartel general para crear una raza nueva. Los habitantes de la zona no tardaron en quejarse de los ladridos de los perros cazados. Una noche se incendiaron las instalaciones que el grupo había montado. Mejor dicho: las incendiaron. Ningún hombre del grupo (algunas versiones, decía el veterinario, hablaban de seis hombres, otras de más de veinte) se salvó y sólo algunos pocos perros pudieron fugarse del fuego.

La prefectura ocupó la zona durante dos meses y detuvo a algunos vecinos sospechosos de haber provocado el incendio, pero finalmente fueron liberados porque no había pruebas contra ellos. Al poco tiempo, cuando todo parecía haber sido apenas una pesadilla fugaz, comenzaron los ataques de las bestias sobrevivientes. Una mujer perdió un brazo, dos chicos quedaron en coma, un criadero de conejos fue arrasado. Luego de esos ataques, los perros volvieron a desaparecer, como si hubieran obedecido un llamado desde algún sitio o poder oculto.

El veterinario estaba convencido de que los perros no habían abandonado la zona y quería cazar por lo menos uno para intentar una cruza con otra raza. El resultado de esa cruza, sometido a un duro entrenamiento, podría ser un guardián de alto costo en el mercado. Pero no mucho después de iniciar la búsqueda, mientras cogía con Clide, el veterinario tuvo un infarto y murió. Para no declarar ante la policía, hundieron el cuerpo donde se juntan el Carapachay y el Paraná.

Clide y Julia empezaron a salir de cacería desde la mañana hasta el atardecer. Con el correr de los días, como los perros no estaban en ninguna parte, se quedaban sentadas entre las ruinas de las instalaciones quemadas. Clide decía que el lugar era un santuario al que los perros deberían alguna vez visitar para recordar a sus hermanos muertos. Pero los perros tampoco aparecían por allí. Sin embargo, dos o tres semanas después de haber iniciado la búsqueda encontraron delta adentro dos ejemplares durmiendo en la orilla de un brazo angosto de agua podrida. Clide usó una pistola del veterinario que disparaba dardos anestésicos.

No tuvieron que hacer mucha fuerza para trasladarlos en las bolsas. Los perros, de cabeza ancha, el hocico afilado y el pelaje negro áspero y marcado por cicatrices azules, estaban raquíticos, además de sarnosos. Los encerraron en uno de los tres jaulones de acero que había armado el veterinario.

Esa misma noche mientras festejaban haberlos cazado oyeron los ladridos. Eran ladridos que parecían venir desde bajo la tierra, dijo Julia. Cuando estuvieron frente al jaulón ya era tarde. Al perro vivo le faltaba un ojo, y al ladrar le salían babas de sangre por el hocico. El otro era apenas un montón de músculos y huesos despellejados. Clide y Julia se arrodillaron frente a la jaula, abrazadas y en silencio. Cuando el sobreviviente empezó a comerse los restos del otro, Clide buscó en la casa la pistola y le clavó un dardo arriba de una de las patas traseras. Luego roció los cuerpos con nafta de un bidón que Julia le alcanzó del depósito de herramientas y les arrojó una mecha de papel de diario encendida. La llamarada estremeció los barrotes como si hubiera estallado un relámpago.

Toda esa noche Julia y Clide estuvieron despiertas, acostadas, sin mirarse. Antes del amanecer, dijo Julia, Clide hacía rato que se había olvidado que ella, Julia, estaba ahí, y probablemente que ella misma, Clide, también estaba ahí. Entonces Julia juntó sus cosas y salió de la casa a esperar la lancha ómnibus.

Para cuando Julia terminó de contar todo aquello había anochecido. Volvimos a la pieza fumando un porro y estuvimos en la cama un rato. Como solía suceder en verano, el calor se iba de las calles pero permanecía en las piezas como un aire maligno. Cogimos un rato y luego salimos a tomar mate al balcón, Julia, con una remera mía y sin bombacha, y yo en calzoncillos. La calle estaba desierta, y un viento que para Julia era del río, pero para mí era del norte, nos rociaba la cara.

–No te quiero mentir, negrito. Quise olvidarme de ella pero es imposible. No sé si está viva o muerta, no sé si está bien o más loca que una cabra. Si necesita algo, imaginate, no sabe donde mierda encontrarme.

Me besó y le acaricié las nalgas.

–¿Vos me acompañarías? –me preguntó.

–¿Cuándo?

–Mañana. Sólo un día. Si no quiere venir la traigo de las mechas, vos no me conocés cuando me caliento. Si ella enloqueció, no puedo dejarla ahí.

Al otro día, temprano, en la estación encontré un teléfono que funcionaba y llamé a la playa para decir que tenía a mi hermana internada. El encargado me dijo que me tomara todos los días que necesitase.

Antes del mediodía el colectivo nos dejó en la estación fluvial y tuvimos que esperar casi una hora que viniera la lancha. La noche anterior el río había tenido una bajada histórica –nos dijeron en la boletería- y como la lancha debía andar muy despacio para no encallar tardamos casi cuatro horas en llegar.

Clide estaba sentada sobre el piso de madera medio podrida del muelle de la casa, como si supiera que estábamos llegando, con unos bermudas rojas y una remera gris, muy sucios, fumando un porro. Sus piernas se balanceaban sobre el agua, tenían en realidad el mismo color del agua. Era alta, flaca, con el pecho liso y el pelo ceniza que le llegaba a la cintura.

Cuando la lancha se detuvo Clide vio a Julia y se tapó la boca con las manos.

–Quería verte y la santísima te mandó, mil gracias a la santísima –dijo Clide llorando a moco tendido mientras la abrazaba–. Todo sigue igual, nena, menos las jaulitas, ahora estarán llenas de camalotes las pobres.

Al mediodía, mientras comíamos bajo una parra –Clide asó bagres que había pescado esa mañana–, Julia hizo un resumen de sus últimos meses. Clide asentía a cada palabra, medio borracha. Todo lo que Julia decía era cierto, aunque le faltó decir que estábamos viviendo juntos.

Cuando Julia, ya borracha, se calló y apoyó su cabeza sobre mi hombro, Clide dijo:

–Acá cerca, desde que te fuiste, todas las noches, los oigo ladrar. Igual, ya no creo que valga la pena buscarlos.

Mientras lavaban los platos me quedé armando los porros que luego fumamos en el muelle. Con el segundo porro adentro me dormí como un bebé y cuando desperté estaba solo. Oriné contra un árbol y fui a la casa. En la cama de la piecita de la planta alta, Clide, desnuda, hundía su cabeza entre las piernas de Julia que respiraba, también desnuda, agitadamente con los ojos cerrados y la boca abierta.

Bajé sin hacer ruido, agarré la camisa que había colgado en una silla bajo la parra medio seca y volví al muelle. El agua brillaba con el sol bajo –y ese brillo acerado e impenetrable me pareció más extraño que cualquier historia que uno pudiera oír o vivir. Me fumé el último porro y me subí a la primera lancha que apareció.

Estuve un par de semanas más en aquella esquina, pero la verdad es que no era lo mismo sin Julia. Me mudé a otra pensión, a veinte cuadras de la playa de estacionamiento, una pieza sin balcón, más cara y más chica, pero al menos no necesitaba tomar el tren.

Una noche mientras iba en el colectivo a la playa, un año después de aquella visita al delta, la vi parada en una esquina, con un vestido negro bastante corto, descalza y mirando para todas partes como si estuviera perdida. Salté del asiento como un resorte, pero cuando llegué al lugar ella ya había desaparecido.