El neorrealismo argentino: Caja negra, de Luis Ortega
Por Inés Busquets
¿Por qué será que en tiempos de crisis uno vuelve a las obras realistas? Emerge como una necesidad de refugiarse en el arte, en los dispositivos colectivos para sentir la pertenencia con el pueblo.
¿Cuánto tiempo lleva una obra en ser reconocida?, ¿Cuánto tardan los espectadores y las espectadoras para encontrarse con una obra maestra?
Hace muchos años leí que la manera de determinar si una película es buena o mala es el tiempo que permanece en tu cerebro, como si la persistencia garantizara una idea de trascendencia sublimada. Uno reconoce que se impregna de la obra cuando transcurren los días y empieza a formar parte de los recorridos de la memoria.
Caja Negra rápidamente produjo ese efecto en mí, por distintas razones. Primero por el alto grado de sensibilidad de los personajes, el lenguaje no verbal crea una atmósfera potente, tan tajante como tierna a la vez.
Es una película de pocas palabras, el lenguaje como sistema subyace en todos los detalles, una gran red de significados para cada situación: la soledad, la tristeza y el encuentro con el otro. Hay estados donde las palabras entorpecerían una comunicación que fluye sola con un gesto, una caricia o una mirada. Eso se traduce con claridad en el largometraje de Luis Ortega.
En esta poética síntesis de la vida cotidiana de los personajes, hablan los surcos de una piel arrugada y los párpados caídos de un hombre sin esperanza.
Es impactante la reminiscencia con el neorrealismo italiano: los signos de época, fue filmada entre el 2000 y el 2001, en pleno debacle para la Argentina; los movimientos de cámara; la exactitud en la función de cada plano elegido; la escasez de recursos; pero, fundamentalmente, los personajes sacados de la vida misma. Mostrando en carne propia una realidad social.
Los planos detalle contundentes y hermosos. Desbordados de implicancia, de exceso de humanidad.
Un drama circular, una constante en la repetición de una vida sin grandes sobresaltos, pero con días cargados de inestabilidad. Una puerta abierta donde la inminencia es invariable, y sin embargo pareciera que nada sucede.
Los exteriores funcionan como testigos de un contexto triste y gris, de esa soledad que se percibe en la respiración de las grandes ciudades. A su vez, en esta suerte de contradicción y vaivén de emociones, ese aire libre también se llama libertad. La libertad pura de un padre que no tiene un rumbo fijo sino una vasta extensión para reencontrarse con el mundo llevado por sus propios pies. Sale de la cárcel sin nada material, solo un universo entero que le pertenece y una hija con la cual, poco a poco, volverá a unirse.
En su opuesto una madre-abuela con el oficio innato de contener y de ser contenida, en una pequeña casa donde el amor trasciende los objetos, el consumo y el estatus social. Una nieta aguerrida, con una vida difícil al hombro, pero con la frescura intacta de la juventud. Que aborda cada día de trabajo sin quejas, con alegría y cuando la invade la tristeza llora sin indirectas, encontrando consuelo en las palabras de su abuela, en su experiencia y su vejez.
Es simple y profunda. Cercana. Es todo lo que callamos, lo que nos da pudor mostrar; algo así como la apertura de una Caja Negra que todos poseemos en las profundidades del alma.