“En la lengua que cortaste (o la memoria de nosotros)”, novedad literaria de Sebastián Russo
Por Agustín Montenegro
En la lengua que cortaste es un ensayo, poema, autobiografía. Una serie de cartas de amor, de encuentro, de advertencia. Una arqueología particular. Un palimpsesto y, también, un pasar y un pasear. También es un manifiesto.
La isla y el archipiélago
En la lengua no está sola y aislada, sino enfrentada, cercana o hilada con otras islas. Islas imaginadas, la comunidad imaginada, la comunidad organizada, la isla en peso, la forma exacta de las islas. En la lengua es la Haití del archipiélago: no por adelantada, sino por su conjuro negro sobre el continente al que propone, radicalmente, una imagen soberana de la patria. Una comunidad ya no “imaginada” sino “imaginaria”, en donde el componente utópico está en el presente y no en el pasado.
La palabra imaginaria también refiere a una guardia militar nocturna, y al soldado que la integra, quien es, entonces, “un imaginaria”: un sujeto nocturno (imaginamos), que en el habitual hastío de no dormir mientras otros lo hacen, mira y vela. Una comunidad imaginaria-imaginaria, y por quien vela.
Concentrarse en el acto creativo de la imaginación soberana que cifra la isla y no, como han querido hacer muchos, en su pinta de ficción, en su cualidad simbólica. Ahí está la respuesta al neoliberalismo y la catástrofe humana que aquí se propone a través de sus imaginarios individuales, exacerbados. En la lengua lo hace, por ejemplo, en el pasaje que sigue:
Podemos imaginar
Debemos imaginar
una cultura/imagen otra
común,
soberana.
En un momento en el que los anaqueles se atestan de diagnósticos acerca de los daños y perjuicios filosóficos, políticos y sociales del modelo neoliberal, o de evaluaciones sobre los variopintos personajes que el modelo inventa y aplica (los porqués de las derechas), la isla marca, con sus simpleza (y en su abandono) el rumbo que parece ser tan difícil de indicar en el continente.
La isla espejo
Hacia el norte, Martín García. Hacia el sur, las Malvinas. Son otra presencia ineludible, por eso de que los significantes significan, demasiado a menudo, solo una cosa. Las Malvinas han sido tan imaginadas que la imagen de su ficción se ha devorado la imagen soberana. Tanto que, como toda isla (salvo Martín García) se han reconvertido, en muchos casos, en teatro de operaciones literarias inconducentes. En el juego de espejos que ponen en funcionamiento las islas en el libro de Sebastián se aparecen, entonces, nuevas perspectivas sobre la hermanita perdida. Que la utopía barrosa sirva, entonces, para bajarle el precio literario y mostrar el reverso de la imagen hasta ahora construida.
El progresismo, que "se arroga una mirada crítica desde la comodidad de ámbitos que la acogen", encuentra un desafío inminente en el imaginario soberano de los "oprimidos y utopistas". Los fantasmas no son cómodos. Como tampoco lo son los restos. Las referencias facundianas, en la invocación del fantasma, contienen también la cifra de aquello que (posiblemente) incomode al progresismo: el mito y su dimensión ingobernable.
En un momento, la escuela "está sosteniendo a la isla". El escenario de lo escolar es la isla dentro de la isla. Es posible construir utopías ahí, pero muy difícil dar cuenta de ellas. En ese encuentro se puede pensar que la atracción por lo insular es, para el Sebastián del libro, inevitable. No hay institución más isleña que la escuela (quizás la cárcel, pero no: la cárcel es una cárcel) en la cual cada tanto desembarca algún responsable zonal, en donde repentinamente alguna directiva traída por las mareas obliga a algún movimiento acelerado, a algún papeleo igual de inútil. Donde finalmente las cosas se detienen por su propia dimensión burocrática, mientras los protagonistas desembarcan, ya rápida y furtivamente, ya en largos períodos, para luego llevarse a deambular por los ríos las penas y las flores de la construcción escolar isleña. Es un logro del libro ir hacia allí: hacia ese lugar de férreas fronteras y olvidos.
Horacio González, Sarmiento, Fermín Rodríguez, Rubén Darío, Borges y Pincen, Juan Domingo Perón, Benedict Anderson, Walter Benjamin, Nicolás Prividera, Lucrecia Martel (y su Antonio Di Benedetto), Arlt, Raúl González Tuñón, Adolfo Bioy Casares, Virgilio Piñera. Las conversaciones que propone En la lengua son parte de su forma lodosa. Todas son parte de lo mismo, se mezclan, se tocan y su textura puede no atraer a los turistas que, caminando apaciblemente por allí, tiendan a pegar el saltito para evitar el manchón.
Ante la pregunta del qué hacer (y no qué hacen los otros), un manifiesto es un programa. Una serie de conclusiones de la práctica que son a su vez prácticas necesarias, que son a su vez indicaciones para que aquel o aquella que esté inmóvil y que se piense aisladx sepa que alguien clama por reunirse.
Entre los mapas y los retratos, un busto, el río, la huella, hay una imagen desde un interior. Podría ser alguna casucha con paredes descascaradas, la imagen muestra una puerta (más bien: un umbral) hacia un bosquecito de cañas. Es la imagen que sigue a la invocación clara de Horacio González, "el motor" de las líneas que pueblan En la lengua. Cruzando el umbral de esa puerta, el muro de cañas parece ser una textura difícil de descifrar. Entre los espacios que dejan los tallos corre el aire y se deja ver, un poco, el sol. Pero el fondo es una distracción de la lente, o un efecto de contraste. La verdadera invocación es el umbral mismo: un marco sin puerta (¿no es eso una frontera?) que invita a pensar en esa fina línea que separa lo uno de lo otro, la tierra del mar, la isla del continente, el afuera del adentro. Y, sobre todo, que invita a pensar el lugar desde donde se mira.