Nada es para siempre (o las guerras no se ganan)

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Nada es para siempre (o las guerras no se ganan)

10 Enero 2023

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“No creer que estas discusiones están ganadas, que el estado de derecho y los valores democráticos son invariables en una sociedad”, dice Santiago Cafiero. Aludiendo a una expresión que habitualmente refiere a que lo que no hay que creer, nunca, es que ya está ganada la guerra. No creer que la guerra está ganada, se dice. Y se dice guerra, es decir, la conflictividad figurada en términos totales, compuesta por un conjunto de batallas. Ganaste una batalla, no una guerra, se dice. En relación incluso a la distinción entre estrategia y táctica. Distinción que refiere a su vez a la que hay entre lo estructural y lo variable. Y que se tradujo en la diferencia entre guerra y guerrilla. Las guerrillas, del Che Guevara a Umberto Eco, como aquellas formaciones bélicas que basan su fortaleza en lo variable y dinámico de su accionar. Sea porque no tienen los recursos, o centralidad, o tradición de una formación como por caso las estatales, al menos de estados fuertes (porque Vietnam del sur -ejemplo prototípico de la guerra de guerrillas- también era un Estado, o forma de gobierno, comunista, incomparablemente menor a la norteamericana) Y ante tal diferencia, la forma táctico-guerrillera, es la elegida, la única a elegir (los mejores, los únicos, los métodos piqueteros, es decir, guerrilleros), para intentar, batalla tras batalla ir horadando un poder mayor y aspirar a ganar una guerra. Así mismo, ganar una guerra, que una estrategia triunfe, nunca puede imaginársela como algo eterno e invariable. Suponer eso es creer que en la política, forma social donde las posiciones se dirimen y “guerrean”, se elimina a la posición derrotada. Eso no sucede. Se la puede dominar, dejándola en una minoría intrascendente (a lo que Gramsci llamaba bloque histórico, y que se constituía eminentemente de un componente cultural). Forma de dominio llamada hegemonía que hace que un grupúsculo de ideas y acciones no trascienda tal pequeña grupalidad incluso de resonancia pública. Allí cabe preguntarse qué se ha hecho o que no se ha hecho para que ideas que eran minoritarias o que no tenían mayoritaria cabida en la sociedad, que habían pasado a un indecible, un inenunciable por aquellxs que seguían creyendo en ellas (como el negacionismo del genocidio dictatorial), hayan retornado tanto a su posibilidad de ser expresadas públicamente, como que tengan la posibilidad de esparcirse, transfigurarse e intentar volver a dominar el espacio público, sea por el medio que sea. Lawfare, mafia, golpe de estado. En tal sentido las palabras del hoy ministro de relaciones exteriores, pero ayer y en la mitad del actual gobierno, jefe de gabinete, es decir principal vocero y articulador político gubernamental, gobierno donde tales ideas avanzaron incluso en acciones que ayer nomás eran del orden de lo impensable, sus palabras, no siendo las de cualquier otro, en términos de responsabilidades políticas e institucionales tengan un peso singular. Las voces se alzan, pero no todas tienen la misma capacidad de “imponer agenda”. De allí que las responsabilidades, los roles sociales de, por caso, los medios, los políticos, las universidades (donde trabaja quien esto escribe), es decir de la trama discursiva donde el sentido común se yergue y disputa como casi en ningún otro espacio social, es clara, el hacer/no hacer que algo sea un decible o un indecible, un anhelable o un abjurable. Sobre todo entendiendo, que los discursos retornan, que las acciones vuelven, incluso otras, con otros rostros, y de consecuencias otras, posiblemente dañosas. Y los daños, algunos, sí son irreversibles.

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La agenda impuesta, sugerida, batallada, es una pelea constante en el marco de una guerra, que no acaba, pero por otros medios. Aunque los medios (de comunicación o los instrumentos) siempre son “otros”, incluso siempre -desde la batallada trinchera popular- son de los otros. La política es la guerra por otro medios es una transitada frase que Foucault utiliza para reversionar a Clausewitz que dijo: la guerra es la política por otro medios. Es decir, como sea, la guerra y la política están imbricadas. Son formas no solo de lidiar con conflictos sino el modo de desenvolverse de una sociedad (podemos decir no de una comunidad, donde los problemas se dirimen de otros modos, comunales y/o comunitarios -y lo comunitario, vale decir, se extiende mucho más, de formas invisibles, cotidianas, de lo que la verba político ensayística supone-) La sociedad, es decir, grupalidades que pactan su estar juntos bajo alguna fórmula más o menos racional, asume o debe asumir el componente irracional que también las funda (allí una discusión y posicionamientos en torno al carácter agonístico/armonioso social: posturas no solo teóricas sino estrictamente políticas se dirimen allí) Un componente irracional donde el conflicto se desmadra (menos esporádica y extravagantemente de lo que se supone) de sus cauces de conversación. La guerra como figura está absolutamente presente, incluso en el río de una conversación. Es la propia política, en tanto el ámbito de discusión que tiene como afán dominar al otro, sea discursivo (por las buenas) o no. Pero hay ciertas palabras que no porque sean palabras son también “las malas” artes, las malas formas de la política. Son la guerra (en sí) misma. Ya se decía en los 70 el cine como arma de liberación. Y hacer cosas con palabras. Incluso un silencio sostenido ante un hecho aberrante puede ser un arma (el intento de asesinato a la referente mas importante de un país; un golpe de estado trunco o acaecido -Brasil, Bolivia-) incluso de destrucción/daño (de las tramas de lo común) masiva/irreversible. Porque como no hay distinción tajante entre política y guerra, tampoco lo hay entre palabra y hecho. Una sociedad podría también definirse como las formas de tejer los vínculos entre aquello que parece alejado e intocable. La tramitación de tales matices que son los que permiten (o no) lo que se denomina el juego democrático, donde se sostienen los mentados “valores democráticos”. Pero sostener o hacer creer que no hay guerra o que la guerra está ganada (y en la enunciación, mas no en la responsabilidad de las palabras, coincidimos con el hoy ministro), no solo es un error táctico, sino el triunfo (por otros medios) de una estructura de pensamiento, de una concepción, ya no de la política democrática sino de las formas del terror, por caso de las dictaduras, por otros medios (recordamos el concepto de Diego Tatián durante el macrismo de Des-democracia, como una forma de deterioro democrático voluntario que entendía como una “continuidad de la dictadura por otros medios”). Es decir, el triunfo de la concepción de que eliminar al otro, a un pensamiento, es algo posible, haciendo ingresar al estatuto de lo posible y así de lo decible por algunos, y deseable por los mismos o -deseamos creer- de un grupúsculo menor al anterior. Deseamos creer, porque apostamos a la vida en común y seguimos apostando por creer en el otro, sin eso, nada, la intemperie.

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Palabras -batalladoras, guerreras- que se enuncian y re-construyen la historia. Una historia que se compone de memorias corporales, pero también de relatos sociales. Las primeras son las propias de la historia de los pueblos, los que sin los medios de producción (incluso de sentido -común-) tiene en sus cuerpos las memorias de los dolores y las felicidades en común. Las otras, las memorias relatadas, son la arena misma del combate sígnico que no se puede dejar de dar, que no acaba, que no puede acabar, bloque histórico o hegemonía presumiblemente conseguida. Dijo Mauricio Macri en estos días que el asalto al congreso en Brasil es comparable con lo sucedido en diciembre del 2017 fuera y dentro del Congreso Nacional. Donde el pueblo estuvo en la calle defendiendo una ley jubilatoria y luego dispersado con una represión brutal, sistemática, de una organización persecutoria que asombró y generó pavor. Sus palabras también hacen recordar aquello, aquella conglomeración popular (otra vez, cada vez, las calles) y aquella ensañada represión. Algo ya se había vivido en las calles en las marchas pidiendo aparición con vida de Santiago Maldonado algunos meses antes. Una organización de nuevo/viejo tipo de la violencia represiva. Motos negras con dos policías, con el de atrás disparando y policías de civil deteniendo por las calles paralelas. Un modus operandi que comenzó a repetirse en otras manifestaciones incluso en otros países. El neoliberalismo internacionalizando dispositivos de dispersión y condicionamiento de la protesta social que sus políticas generan. Generar terror al manifestarse, esa era lo que se buscaba. Como cuando CFK dice hoy, que el entente político-judicial-mediático intenta disciplinar al accionar político, para que nadie se atreva a luchar por aquello que los poderes concentrados pretendes conservar y expandir. Que nadie se anime a levantar la voz y hacer lo in-debido. Pero claro, son esos mismo poderes concentrados los que se sustentan en las ideas que supones que puede no haber conflictos (el fin de la historia) o que las guerras pueden ganarse, eliminando al otro (comunista ayer, piquetero, obrero, peronista, kirchnerista), eliminando en principio el deseo del otro de manifestarse, de estar bien, de luchar por su bien-estar. Siempre se puede ir un poco más allá.
 

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En aquellas jornadas del 2017, que MM parangona incongruentemente con las de la intentona al golpe de estado en Brasil, pero que al acercarlas nos permite (quien lo hubiera dicho) tejer algunas referencias, en las jornadas de diciembre del 2017, decíamos, que luego la derecha (y sus acólitos político-mediáticos) bautizará como la de los 14 toneladas de piedras, algo que nadie o pocos de los que fuimos allí a posteriori incluso nos resultó curioso. Una piedra, 14 toneladas, cuántas tiró el pueblo Palestino, e Israel allí sigue, “ganando la guerra”; llegado el caso, no son más ni menos que formas tácticas de resistencia tan válidas (y más dignas) como las de comprar un canal de televisión o endeudar a una nación por 100 años o intentar matar a quien puede hacerles un poco de frente. En aquella jornada, decíamos, vividas intensamente, y que finalizaron así todo con la votación de la reforma que intentamos, con los medios que se tenían, algunos llevaron piedras, otros cámaras de fotos, otros, la mayoría nuestros cuerpos indignados, potentes. Al cierre de la mismo, escribí un textito (un arma, otra) al calor de los hechos, donde garabateaba esto, de hecho, sobre el ganar/perder en política, en nuestras historias: “¿Puede una derrota albergar una victoria? ¿Puede acaso una letal derrota, que nos condena a una economía aun más pauperizada incluso a los más pauperizados de nuestro pueblo, contener victorias igual de contundentes y fundamentales? La ignominia de una votación, bajo los designios del capital trasnacional y los intereses de organismos internacionales pro imperialistas, no debe opacar los núcleos siempre precarios de rearme de una solidaridad popular, de un coraje indómito que se macera y emerge en momentos inesperados, de un nosotros reinventado y orgullo de sí mismo: formas de una vitalidad popular que un CEO nunca vivenciará y he ahí su mayor condena. Y a los tibios (ceo-asimilados) que los vomiten de su boca”

* El autor es sociólogo y docente de las universidades de José C. Paz y Buenos Aires. 

"Palabras -batalladoras, guerreras- que se enuncian y re-construyen la historia. Una historia que se compone de memorias corporales, pero también de relatos sociales. Las primeras son las propias de la historia de los pueblos"